El hombre que calculaba (9 page)

BOOK: El hombre que calculaba
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—Muchas cosas importantes quiero aclarar en esta audiencia, dijo el Califa. No quiero, sin embargo, iniciar los trabajos y discutir los altos problemas políticos sin recibir antes una prueba clara y precisa de que el matemático persa recomendado por mi amigo el poeta Iezid, es realmente un grande y hábil calculador.

Interpelado de ese modo por el glorioso monarca, Beremiz se sintió en el deber imperioso de corresponder brillantemente a la confianza que el jeque Iezid había depositado en él. Dirigiéndose, pues, al sultán le dijo:

—No soy yo ¡oh Comendador de los Creyentes! Más que un rudo pastor que acaba de verse distinguido con vuestra atención.

Y tras una corta pausa, siguió:

—Creen, sin embargo, mis generosos amigos que es justo incluir mi nombre entre los calculadores, y me siento lisonjeado por tan alta distinción. Pienso, sin embargo, que los hombres son en general buenos calculadores. Calculador es el soldado que en campaña valora con una sola mirada la distancia de una parasanga; calculador es el poeta que cuenta las sílabas y mide la cadencia de los versos; calculador es el músico que aplica en la división de los compases las leyes de la perfecta armonía; calculador es el pintor que traza las figuras según proporciones invariables para atender a los principios de perspectiva; calculador es el humilde esterero que dispone uno por uno todos los hilos de su trabajo. Todos en fin ¡oh rey! Son buenos y hábiles calculadores…

Y luego de pasear su noble mirada por los cortesanos que rodeaban el trono, prosiguió Beremiz:

—Veo con infinita alegría que estáis, señor, rodeado de ulemas y doctores. Veo a la sombra de vuestro poderoso trono hombres de valer que cultivan el estudio y dilatan las fronteras de paciencia. La compañía de los sabios ¡oh rey! es para mí el más grato tesoro. El hombre solo vale por lo que sabe. Saber es poder. Los sabios educan por el ejemplo, y nada hay que avasalle al espíritu humano de manera más suave y convincente que el ejemplo. No debe sin embargo, cultivar el hombre la ciencia si no es para utilizarla en la práctica del bien.

Sócrates, filósofo griego, afirmaba con el peso de su autoridad:

“Sólo es útil el conocimiento que nos hace mejores”.

Séneca, otro pensador famoso, se preguntaba incrédulo:

“¿Qué importa saber lo qué es una línea recta si no se sabe lo que es la rectitud?”

Permitid pues, ¡oh rey generoso y justo! que rinda homenaje a los doctores y ulemas que se hallan en este salón.

Hizo entonces el calculador una pausa muy breve y siguió elocuente, en tono solemne:

—En los trabajos de cada día, observando las cosas que Allah sacó del No—Ser para llevarlas al Ser, aprendí a valorar los números y transformarlos por medio de reglas prácticas y seguras. Me siento, sin embargo, en dificultad para presentar la prueba que acabáis de exigir. Confiando, sin embargo, en vuestra proverbial generosidad, he de decir no obstante que no veo en este rico diván sino demostraciones admirables y elocuentes de que la matemática existe en todas partes. Adornan las paredes de este bello salón varios poemas que encierran precisamente un total de 504 palabras, y una parte de estas palabras está trazada en caracteres negros y la restante en caracteres rojos. El calígrafo que dibujó las letras de estos poemas haciendo la descomposición de las 504 palabras, demostró tener tanto talento e imaginación como los poetas que escribieron estos versos inmortales.

¡Si, oh rey magnífico!, prosiguió Beremiz. Y la razón es muy sencilla. Encuentro en estos versos incomparables que adornan este espléndido salón, grandes elogios sobre la Amistad. Puedo leer allí, cerca de la columna, la frase inicial de la célebre cassida de Mohalhil:

Si mis amigos huyeran de mí, muy infeliz sería, pues de mí huirían todos los tesoros.

Un poco más allá, leo el pensamiento de Tarafa:

El encanto de la vida depende únicamente de las buenas amistades que cultivamos.

A la izquierda destaca el incisivo verso de Labid, de la tribu de Amir—Ibn—Sassoa:

La buena amistad es para el hombre como el agua límpida y clara para el sediento beduino.

Si, todo esto es sublime, profundo y elocuente. La mayor belleza reside sin embargo en el ingenioso artificio empleado por el calígrafo para demostrar que la amistad que los versos exaltan no solo existe entre los seres dotados de vida y sentimiento. La Amistad se presenta también entre los números.

¿Cómo descubrir, preguntaréis sin duda, entre los números aquellos que están prendidos en las redes de la amistad matemática? ¿De qué medios se sirve el geómetra para apuntar en la serie numérica los elementos ligados por ese vínculo?

En pocas palabras podré explicaros en qué consiste el concepto de los números amigos en Matemáticas.

Consideremos, por ejemplo, los números 220 y 284.

El número 220 es divisible exactamente por los siguientes números:

1, 2, 4, 5, 10, 11, 20, 22, 44, 55 y 110

Estos son los divisores del número 220 con excepción del mismo.

El número 284 es, a su vez, divisible exactamente por los siguientes números:

1, 2, 4, 71 y 142

Esos son los divisores del número 284, con excepción del mismo.

Pues bien, hay entre estos dos números coincidencias verdaderamente notables. Si sumáramos los divisores de 220 arriba indicados, obtendríamos una suma igual a 284; si sumamos los divisores de 284, el resultado será exactamente 220.

De esta relación, los matemáticos llegaron a la conclusión de que los números 220 y 284 son “amigos”, es decir, que cada uno de ellos parece existir para servir, alegrar, defender y honrar al otro.

Y concluyó el calculador:

—Pues bien, rey generoso y justo, las 504 palabras que forman el elogio poético de la Amistad fueron escritas de la siguiente forma: 220 en caracteres negros y 284 en caracteres rojos. Y los números 220 y 284 son, como ya expliqué, números amigos.

Y fíjense aún en una relación no menos impresionante. Las 50 palabras completan, como es fácil comprobar, 32 leyendas diferentes. Pues bien, la diferencia entre 284 y 220 es 64, número que, aparte de ser cuadrado y cubo, es precisamente igual al doble del número de las leyendas dibujadas.

Un incrédulo diría que se trata de simple coincidencia, pero el que cree en Dios y tenga la gloria de seguir las enseñanzas del Santo Profeta Mahoma —¡Con El sea la oración y lapaz!— sabe que las llamadas coincidencias no serían posible si Allah no las escribiera en el libro del Destino. Afirmo pues que el calígrafo, al descomponer el número 504 en dos partes —220 y 284—, escribió sobre la amistad un poema que emociona a todos los hombres de claro espíritu.

Al oír las palabras del calculador, el Califa quedó extasiado. Era increíble que aquel hombre contase, de una ojeada, las 504 palabras de los 30 versos y que, al contarlas, comprobase que había 220 de color negro y 284 de color rojo.

—Tus palabras, ¡oh Calculador!, declaró el rey, me han llevado a la certeza de que en verdad eres el geómetra de alto valor. He quedado encantado con esa interesante relación que los algebristas llaman “amistad numérica”, y estoy ahora interesado en descubrir quién fue el calígrafo que escribió, al hacer la decoración de este salón, los versos que sirven de adorno a estas paredes. Es fácil comprobar si la descomposición de las 504 palabras en partes que corresponden a números amigos fue hecha adrede o resultó un capricho del Destino –obra exclusiva de Allah, el Exaltado—.

Y haciendo que se aproximara al trono uno de sus secretarios, el sultán Al—Motacén le preguntó:

—¿Recuerdas, ¡oh Nuredin Zarur!, quién fue el calígrafo que trabajó en este palacio?

—Lo conozco muy bien, Señor: vive junto a la mezquita de Otman, respondió prontamente el jeque.

—¡Tráelo pues aquí, ¡oh Sejid!, lo antes posible!, ordenó el califa. Quiero interrogarle de inmediato.

—¡Escucho y obedezco!

Y el secretario salió, rápido como una saeta, a cumplir la orden del soberano.

CAPITULO XIV

De cuanto nos sucediera en el Salón del Trono. Los músicos y las bailarinas gemelas. Como Beremiz pudo reconocer a Iclimia y Tabessa. Un visir envidioso critica a Beremiz. El Hombre que Calculaba elogia a los teóricos y a los soñadores. El rey proclama la victoria de la teoría sobre el inmediatismo vulgar.

Después de que el jeque Nuredin Zarur —el emisario del rey— partiera en busca del calígrafo que había escrito los poemas que decoraban el salón, entraron en él cinco músicos egipcios que ejecutaron con gran sentimiento las más tiernas canciones y melodías árabes. Mientras los músicos hacían vibrar sus laúdes, arpas, cítaras y flautas, dos graciosas bailarinas djalicianas, danzaban para gozo de todos en un vasto tablado de forma circular.

Las esclavas destinadas a la danza eran particularmente escogidas y muy apreciadas pues constituían el mayor ornato y distracción, tanto para la satisfacción personal como para obsequiar a los huéspedes. Las danzas eran distintas según el origen de las bailarinas y su variedad era clara señal de riqueza y poderío. Una virtud muy estimada era el parecido físico entre ellas para lo cual era menester una cuidadosa y esmerada selección.

La semejanza entre ambas esclavas resultaba sorprendente para todos. Ambas tenían el mismo talle esbelto, el mismo rostro moreno, los mismos ojos pintados de khol negro; ostentaban pendientes, pulseras y collares exactamente iguales y, para completar la confusión, tampoco en sus trajes se notaba la menor diferencia.

En un momento dado, el Califa, que parecía de buen humor, se dirigió a Beremiz y le dijo:

—¿Qué te parecen mis lindas adjamis? Ya te habrás dado cuenta de que son parecidísimas. Una se llama Iclimia y la otra Tabessa. Son gemelas y valen un tesoro. No encontré hasta hoy quien fuera capaz de distinguir con seguridad una de la otra cuando saludan desde el tablado tras la danza. Iclimia, ¡fíjate bien!, es la que está ahora a la derecha; Tabessa está a la izquierda, junto a la columna, y nos dirige ahora su mejor sonrisa. Por el color de su piel, por el perfume delicado que exhala, parece un tallo de áloe.

—Confieso, ¡oh jeque del Islam!,respondió Beremiz, que estas bailarinas son realmente maravillosas. Alabado sea Allah, el Unico, que creó la belleza para con ella modelar las seductoras formas femeninas. De la mujer hermosa, dijo el poeta:

Es para tu lujo la tela que los poetas fabrican con el hilo de oro de sus imágenes; y los pintores crean para tu hermosura nueva inmortalidad.

Para adornarte, para vestirte, para hacerte más preciosa, da el mar sus perlas, la tierra su oro, el jardín sus flores.

Sobre tu juventud, el deseo del Corazón de los hombres derramó su gloria.

—Me parece, no obstante, ponderó el Calculador, bastante fácil distinguir a Iclimia de su hermana Tabessa. Basta fijarse en los trajes.

—¿Cómo es posible?, repuso el sultán. Por los trajes no se podrá distinguir la menor diferencia, pues ambas, por orden mía, visten velos, blusas y mahzmas idénticos.

—Os ruego que me perdonéis, ¡oh rey, generoso!, opuso cortésmente Beremiz, pero las costureras no acataron vuestras órdenes con el debido cuidado. La mahzma de Iclimia tiene 312 franjas mientras la de Tabessa tiene 309. Esa diferencia en el número total de franjas es suficiente para evitar cualquier confusión entre las hermanas gemelas.

Al oír tales palabras, el sultán dio unas palmadas, hizo parar el baile y ordenó que un haquim contara una por una las franjas de los volantes de las bailarinas.

El resultado confirmó el cálculo de Beremiz. La hermosa Iclimia tenía en el vestido 312 franjas, y su hermana Tabessa sólo tenía 309.

—¡Mac Allah! exclamó el Califa. El jeque Iezid, pese a ser poeta, no exageró. Este Beremiz es realmente un calculador prodigioso. Contó todas las franjas de ambos vestidos mientras las bailarinas giraban vertiginosamente sobre el tablado. ¡Parece increíble! ¡Por Allah!

Pero la envidia, cuando se apodera de un hombre, abre en su alma el camino a todos los sentimientos despreciables y torpes.

Había en la corte de Al-Motacén un visir llamado Nahum-Ibn-Nahum, hombre envidioso y malo. Viendo crecer ante el Califa el prestigio de Beremiz como onda de polvo erguida por el simún, aguijoneado por el despecho, deliberó poner en un aprieto a mi amigo y colocarlo en una situación ridícula y falsa. Así pues, se acercó al rey y dijo pronunciando lentamente las palabras:

—Acabo de observar, ¡oh Emir de los Creyentes! que el calculador persa, nuestro huésped de esta tarde, es ilustre en contar elementos o figuras de una serie. Contó las quinientas y pico de palabras escritas en la pared del salón, citó los números amigos, habló de la diferencia —64 que es cubo y cuadrado— y acabó por contar una por una las franjas del vuelo del vestido de las bellas bailarinas.

Malo sería si nuestros matemáticos se emplearan en cosas tan pueriles sin utilidad práctica de ningún tipo. Realmente ¿de qué nos sirve saber si en los versos que nos encantan hay 220 o 284 palabras? La preocupación de todos los que admiran a un poeta no es contar las letras de los versos o calcular el número de palabras negras o rojas de un poema. Tampoco, nos interesa saber si en el vestido de esta bella y graciosa bailarina hay 312, 319 o 1.000 franjas. Todo eso es ridículo y de muy limitado interés para los hombres de sentimiento que cultivan la belleza y el Arte.

El ingenio humano, amparado por la ciencia, debe consagrarse a la resolución de los grandes problemas de la Vida. Los sabios —inspirados por Allah, el Exaltado — no alzaron el deslumbrante edificio de la Matemática para que esa noble ciencia viniera a tener la aplicación que le quiere atribuir este calculador persa. Me parece, pues, un crimen reducir la ciencia de Euclides, de Arquímedes o del maravilloso Omar Khayyam —¡Allah lo tenga en su gloria!— a esa mísera condición de evaluadora numérica de cosas y seres. Nos interesa, pues, ver si este calculador persa es capaz de aplicar las condiciones que dice poseer a la resolución de problemas de valor real, esto es, problemas que se relacionen con las necesidades y exigencias de la vida cotidiana.

—Creo que estáis ligeramente equivocado, Señor Visir, respondió prontamente Beremiz, y me sentiría muy honrado si me permitierais aclarar ese insignificante equívoco, y para ello ruego al generoso Califa, nuestro amo y señor, que me conceda permiso para seguir dirigiéndole la palabra en este salón.

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