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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (5 page)

BOOK: El hombre inquieto
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—Que su marido está muerto.

—Eso es tan evidente que no hay ni que mencionarlo. Pero ¿sabes qué es lo peor y de lo que no se ha dicho nada?

A Wallander no se le ocurría qué respuesta esperaba la joven.

—El miedo —declaró al fin la hija de Hansson—. ¿Cómo se cura eso? ¿Cómo se castiga a alguien por semejante delito?

—Un buen fiscal convencerá al juez de que el delito reviste especial gravedad —observó Wallander.

La hija de Hansson meneó la cabeza. No estaba tan segura, como, de hecho, tampoco lo estaba Wallander. Los juzgados suecos solían sorprenderlo negativamente por su vacilación a la hora de valorar si un delito era grave o no.

—Atrapadlos —le dijo la mujer antes de salir de su despacho—. No permitáis que se libren de pagar por lo que han hecho.

El propio Wallander llevó a cabo los interrogatorios iniciales de los dos polacos detenidos. Ambos eran jóvenes, apenas pasaban de veinte años. Lo observaban burlones y dejaron claro a través de sus intérpretes que no tenían nada que ver con el robo de armas, que ni siquiera estaban en Suecia cuando se produjo y que no pensaban responder a más preguntas. Pero Wallander conservó el temple, aunque tuvo que reprimirse para no darles un par de buenas bofetadas.

Poco a poco logró ir minando la entereza de uno de ellos, que un día de noviembre empezó a admitir alguna que otra afirmación. A partir de ahí, todo fue muy rápido. En una redada que efectuaron en un apartamento de Staffanstorp, la policía encontró la mitad de las armas robadas; en otra intervención en uno de los suburbios de Estocolmo, hallaron otros cuatro revólveres. Cuando, un día de diciembre, se inició el juicio, sólo faltaban tres de las armas robadas. Aquella misma mañana, Wallander convocó a sus hombres y los invitó a café y bollos en una de las salas de reuniones de la comisaría. Tenía pensado pronunciar unas palabras de elogio, pero se despistó y hablaron más bien de las negociaciones salariales que se estaban llevando a cabo y del descontento general con la constante aplicación de nuevas directivas y las prioridades tan caprichosas de la Dirección General de la Policía.

Wallander celebró la Navidad con la familia de Linda. Contemplaba a su nieta, que aún no tenía nombre, con admiración y serena alegría. Linda aseguraba que la pequeña se le parecía, sobre todo en los ojos, pero por más que miraba Wallander no veía que se le pareciese en nada.

—La niña debería llamarse de algún modo —opinó con una copa de vino en la mano.

—En su momento —aseguró Linda.

—Creemos que el nombre surgirá algún día —explicó Hans.

—¿Yo por qué me llamo Linda? —preguntó su hija de pronto—. ¿De dónde salió ese nombre?

—Fue cosa mía —respondió Wallander—. Mona quería ponerte otro nombre, aunque no recuerdo cuál. Pero para mí tuviste cara de Linda desde el primer momento. Tu abuelo, en cambio, opinaba que deberías haberte llamado Venus.

—¿Venus?

—Bueno, ya sabes que a veces no estaba muy en sus cabales. ¿Acaso no te gusta tu nombre?

—Sí, no está mal —respondió Linda—. Y no tienes por qué preocuparte, si nos casamos, no me cambiaré el apellido. Nunca me convertiré en Linda von Enke.

—Tal vez yo debería cambiar y llamarme Wallander. Aunque creo que mis padres no se lo tomarían muy bien.

Los días posteriores a Nochebuena, Wallander estuvo ordenando y desechando los papeles acumulados a lo largo de todo el año. Era una rutina que había establecido tiempo atrás, preparar sitio para el año siguiente antes de Fin de Año. A principios de enero dictarían sentencia en el caso del robo de armas. Wallander había hablado con el fiscal, que pidió la máxima pena posible para los acusados, y los abogados de la defensa no pudieron oponer demasiadas objeciones. Wallander pensó que, de esa manera, la próxima vez que viese a la hija de Hanna Hansson podría mirarla a la cara.

Y así fue. Los jueces se mostraron severos. Los dos polacos culpables de las lesiones y el homicidio fueron condenados a ocho años de prisión. Wallander estaba convencido de que la apelación al Tribunal Supremo no conduciría a ninguna reducción de la pena.

El día en que se hizo pública la sentencia, Wallander tenía pensado ver por la noche una película en casa. Se había permitido el lujo de comprarse una antena parabólica, por lo que ahora tenía acceso a un sinfín de canales de cine. Cogió la pistola, pues pensaba llevársela a casa y limpiarla. Iba un tanto retrasado con las prácticas de tiro y sabía que debería ponerle remedio a principios de febrero a más tardar. Su escritorio no estaba limpio de papeles, pero no había ninguna investigación urgente de la que fuese responsable. «Más vale que aproveche», se dijo. «Esta noche puedo quedarme viendo una película, mañana quizá sea demasiado tarde.»

Pero una vez en casa y después de dar un paseo con
Jussi
lo embargó un súbito desasosiego. Había ocasiones en que en aquella casa plantada en medio de los campos desiertos sentía un desamparo enorme. Entonces se le antojaba como los restos de un naufragio. «Aquí he arribado, a esta fangosa tierra oscura.» Por lo general, la desazón se le pasaba pronto, pero justo aquella noche se empecinaba en perdurar. Se sentó a la mesa de la cocina, extendió un periódico antiguo y empezó a limpiar su arma, terminó pasadas las ocho. Sin saber cómo se decidió en un segundo, se cambió de ropa y volvió a Ystad. En invierno, la ciudad estaba casi desierta, sobre todo los días laborables al atardecer. Había a lo sumo dos o tres bares o restaurantes que tenían abierto por la noche. Wallander aparcó el coche y se dirigió a un restaurante que había en la plaza. Eran pocos los huéspedes, pero Wallander fue a sentarse en un rincón, pidió un entrante y una botella de vino. Mientras esperaba a que le sirviesen el vino y la comida, se tomó varias copas consciente de que se inundaba de alcohol para amortiguar su desazón. Cuando le trajeron la cena y el camarero le sirvió el vino, ya estaba borracho.

—El local está vacío —dijo—. ¿Adónde ha ido la gente?

El camarero se encogió de hombros.

—No sé, pero aquí no están —respondió el camarero—. Buen provecho. Wallander más que a comer se dedicó a hurgar en la comida. La botella de vino, en cambio, la liquidó en menos de media hora. Buscó el móvil y rebuscó entre los números de la agenda. Tenía ganas de hablar con alguien, pero ¿con quién? Dejó el teléfono, pues no quería que nadie oyese que estaba ebrio. En la botella no quedaba ni una gota y ya había bebido más que suficiente, no obstante pidió un café y un coñac cuando el camarero se acercó para avisarle de que iban a cerrar. Se puso de pie y se tambaleó, y el camarero lo observó con el cansancio reflejado en los ojos.

—Un taxi —pidió Wallander.

El camarero llamó desde un teléfono que había colgado de la pared junto a la barra. Wallander estaba de pie pero notaba el balanceo de su cuerpo. El camarero colgó y asintió.

Cuando salió a la calle, el viento soplaba frío e hiriente. Se acomodó en el asiento trasero del taxi y, en el momento en que el vehículo entró en la explanada de su casa, casi se había dormido. Dejó la ropa amontonada en el suelo y se durmió nada más caer en la cama.

Media hora después de que el sueño lo venciese, un hombre llegó a la comisaría. Estaba alteradísimo y exigió hablar con alguno de los policías de guardia. Le tocó a Martisson atenderlo.

El hombre explicó que era camarero. Delante de Martisson, sobre la mesa, dejó una bolsa de plástico que contenía un arma idéntica a la del propio Martinsson.

El camarero conocía, además, el nombre del huésped, pues Wallander, con los años, se había convertido en un personaje conocido en la ciudad.

Martinsson redactó la denuncia y se quedó un buen rato observando el arma.

¿Cómo era posible que Wallander se dejase olvidada el arma reglamentaria? ¿Y por qué la llevaba encima para ir al restaurante?

Martinsson miró el reloj. Poco más de medianoche. En realidad, debería llamar a Wallander, pero se abstuvo.

Lo dejaría para el día siguiente. Sintió un intenso malestar ante lo que se avecinaba.

3

Cuando Wallander llegó a la comisaría al día siguiente, lo aguardaba un mensaje de Martinsson en recepción. Wallander tenía resaca y náuseas, y que Martinsson quisiera hablar con él en cuanto llegase sólo podía deberse a algún suceso que exigiera su presencia inmediata. «Ojalá pudiera esperar un par de días o, al menos, unas horas», se lamentó Wallander. En efecto, en aquellos momentos sólo deseaba cerrar la puerta de su despacho, descolgar el teléfono y echarse a dormirse con los pies sobre la mesa. Se quitó la cazadora, apuró una botella abierta de agua Ramlösa que había sobre la mesa y se fue derecho al despacho de Martinsson, una dependencia que él mismo había ocupado antes.

Wallander llamó a la puerta y entró. En cuanto vio la expresión de Martinsson intuyó que había ocurrido algo grave. Wallander sabía interpretar su estado de ánimo, que no era poco, puesto que el colega alternaba entre el más enérgico entusiasmo y el desaliento. Wallander se sentó en la silla de las visitas.

—¿Qué ha pasado? No es normal que me escribas una nota así, a menos que sea importante.

Martinsson se quedó mirándolo extrañado.

—¿No te imaginas siquiera de qué quiero hablar contigo?

—No, ¿acaso debería saberlo?

Martinsson no respondió y siguió mirando a Wallander, que empezaba a sentirse más mareado que antes.

—No pienso jugar a las adivinanzas —declaró al fin—. Dime, ¿qué quieres?

—Sigues sin tener ni idea de qué quiero hablar contigo, ¿verdad?

—Sí.

—Pues eso empeora las cosas aún más. —Martinsson abrió un cajón, sacó la pistola de Wallander y la dejó sobre la mesa—. Supongo que ahora comprendes a qué me refiero.

Wallander clavó la vista en el arma. Se quedó helado de espanto y, por un instante, se le fueron la resaca y el mareo. Recordaba que había limpiado la pistola la noche anterior, pero ¿qué ocurrió después? Se esforzó por hurgar en su memoria. Su arma reglamentaria había ido a parar de la mesa de la cocina a la mesa de Martinsson. Y de lo sucedido en el ínterin, de cómo había llegado allí la pistola, no tenía ni idea. Era incapaz de ofrecer ninguna explicación, de dar una excusa.

—Anoche fuiste al bar —dijo Martinsson—. ¿Por qué te llevaste la pistola?

Wallander meneó la cabeza incrédulo. Seguía sin recordar nada. ¿Cómo podía habérsela guardado en el bolsillo cuando se fue a Ystad? Pero, por extraño que fuera, eso debió de hacer.

—No lo sé —confesó Wallander—. Si intento recordar algo lo veo todo negro. Cuéntame.

—Un camarero vino ayer a eso de la medianoche —comenzó Martinsson—. Estaba muy alterado, pues había encontrado tu pistola en el asiento que ocupaste tú.

Una serie de fragmentos de recuerdos nada precisos empezó a desfilar por su cerebro. ¿Sacaría la pistola cuando cogió el teléfono? Pero, de ser así, ¿cómo pudo olvidarla?

—No tengo noción de lo que ocurrió —admitió—. Debí de metérmela en el bolsillo cuando salí de casa.

Martinsson se levantó y abrió la puerta.

—¿Quieres un café?

Wallander negó con un gesto. Martinsson salió al pasillo y, entre tanto, el inspector alcanzó el arma y comprobó que tenía la carga completa. Empezó a sudar. La idea de efectuar un disparo se le cruzó por la cabeza. Cambió la posición de la pistola sobre la mesa de modo que apuntase a la ventana. En ese momento, volvió Martinsson.

—¿Puedes ayudarme? —le preguntó Wallander.

—Esta vez no. El camarero te reconoció. Es imposible. Tendrás que ver al jefe ahora mismo.

—¿Ya has hablado con él?

—De lo contrario habría faltado a mi deber.

Wallander no tenía nada más que decir. Guardaron silencio durante un instante mientras él intentaba hallar una salida, consciente de que no la había.

—¿Qué pasará ahora? —preguntó al cabo de unos minutos.

—He estado mirando la normativa. Naturalmente, se abrirá una investigación interna. Además existe el riesgo de que al camarero, que por cierto se llama Ture Saage, por si no lo sabías…, se le ocurra ir con el cuento a los periódicos. En los tiempos que corren te puedes ganar un dinerillo si les proporcionas la noticia adecuada. Un policía borracho que la lía puede vender bastantes ejemplares.

—Pero tú le dirías que mantuviera la boca cerrada, ¿verdad?

—¡Qué si se lo dije! Si hasta le dije que podía ser punible divulgar el contenido de una investigación policial. Por desgracia, creo que me vio las intenciones.

—¿Crees que debería hablar con él?

Martinsson se inclinó sobre la mesa. Wallander se entristeció al verlo cansado y abatido.

—¿Cuántos años llevamos trabajando juntos? ¿Veinte? ¿Más de veinte? Al principio eras tú el que me reconvenía. Y con razón. Me amonestabas y también me elogiabas. Ahora me toca a mí darte instrucciones: no hagas nada. Aunque se te ocurra algo, sólo conseguirás enredarlo todo más aún. No hables con Ture Saage, no hables con nadie. Salvo con Lennart. Y vete a verlo ahora mismo. Te está esperando.

Wallander asintió y se levantó dispuesto a seguir su consejo.

—Debemos intentar que esto salga lo mejor posible —sugirió Martinsson.

Por el tono de voz de su colega, Wallander intuyó que su pronóstico no era muy halagüeño. Antes de salir, extendió la mano para recoger su arma. Martinsson negó con la cabeza.

—Será mejor que la dejemos aquí —afirmó.

Wallander salió al pasillo. Kristina Magnusson pasó a su lado con una taza de café en la mano y lo saludó con un gesto. Wallander comprendió que lo sabía. En esta ocasión no se dio la vuelta para mirarle el trasero, sino que entró en los servicios y se encerró. El espejo que había encima del lavabo tenía una grieta de arriba abajo. «Exactamente igual que yo», se dijo. Se enjuagó la cara, se secó y observó sus ojos enrojecidos. La grieta le dividía la cara en dos.

Se sentó en el retrete. Otro sentimiento cohabitaba en su interior junto con la vergüenza y el temor ante lo que había hecho. Era la primera vez que le ocurría algo así. No recordaba una sola ocasión en que hubiese tratado el arma reglamentaria de un modo que contraviniese la norma. Cuando se la llevaba a casa, la guardaba bajo llave en un armario, junto con una escopeta de perdigones, para la que tenía licencia y que usaba en las contadas ocasiones en que acompañaba a sus vecinos cuando iban a cazar liebres. Era algo más que haber estado borracho. Otro tipo de olvido que no reconocía. Unas tinieblas sobre las que no era capaz de arrojar ninguna luz.

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