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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

El enigma de Ana (10 page)

BOOK: El enigma de Ana
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—Lo que tiene que resultar terrible para las familias de todas estas personas es no poder recuperar sus cuerpos —apuntó Ana compungida.

—Los tres barcos de la Armada que rastrearon la zona ya han cesado en sus trabajos de búsqueda. Todo ha sido inútil —apuntó Elvira.

—Nunca he creído en los refranes —señaló Juan—. Recordad ese que dice «año de nieves, año de bienes». Estas Navidades ha nevado más que en los últimos diez años juntos y menudos meses llevamos desde que comenzó 1895. Y lo que nos espera. Temo las medidas de Cánovas con respecto a Cuba.

—¡Ah, no! —exclamó Elvira—, eso sí que no. Juan, por favor, tenemos un pacto. Nada de política. Al menos, de la actual. Sírvenos unas copas y charlemos de otras cosas.

La cena estaba resultado espléndida. Si el menú lo había elegido Juan, sin duda era un excelente gastrónomo. Los cuatro comensales se sentían bien, con ganas de agradarse, y por lo tanto competían en amabilidad. Quien tenía mayores reticencias era Ana, al pensar que dentro de unos minutos la someterían a examen, pero unas copitas de vino obraron el milagro y se encontraba relajada y alegre.

Con el postre ya servido, una apetecible tarta de manzana, el doctor Martínez Escudero se dirigió a Juan de forma desenfadada.

—Tengo entendido que el día que dispararon al general Prim casi fuiste testigo del suceso.

—Exactamente por cinco minutos no presencié el atentado. Recuerdo muy bien aquel día, el 27 de diciembre del 70. Había pasado la tarde en casa de unos amigos. Lo normal era que me quedase con ellos hasta las nueve, pero había nevado y no resultaba muy aconsejable, entrada la noche, andar por las calles. De no haber sido por esa circunstancia, me hubiera encontrado con todo el jaleo posterior al trágico suceso. Pero cuando yo pasé por la calle del Turco no observé nada anormal, la verdad era que casi no se veía porque nevaba copiosamente.

—¿A qué hora se produjo el atentado? —quiso saber Elvira.

—Sobre las siete y media.

—De las cuatro personas que estamos aquí, quien más sabe del atentado a Prim sin duda eres tú, Juan —dijo el doctor—. Recuérdanos cómo fueron los hechos.

Ana permanecía silenciosa, observando. Se había dado cuenta de que el doctor, hábilmente, había introducido el tema, pero ella estaba tranquila y segura de que no podría intervenir en la conversación porque nada sabía, aunque tal vez formulase algunas preguntas.

—Se sabe que en el atentado de Prim participaron dos grupos de unas nueve personas cada uno —empezó
contando
Juan—. Pero a excepción de José Paúl y Ángulo, conocido señorito andaluz que suspiraba por la República, a quien dicen que el propio general identificó por la voz, los demás eran gente desconocida y de mala calaña.

—Pero algunos sí fueron reconocidos —apuntó Elvira—. Recuerdo que en casa se hablaba, con vergüenza, de lo sucedido en el café Madrid la misma noche del atentado.

—¿Qué pasó? —preguntó Ana.

—Pues que a uno de los supuestos asesinos, un tal Paco; Huertas, lo detuvieron en el café Madrid y cuando lo llevaban arrestado, un grupo de sujetos que se encontraban con él apaleo a la policía impidiendo que lo apresaran. Nunca más se supo de ese tal Huertas.

—Ni de ese ni de los otros. He ahí el misterio; siempre sé ha asegurado que a todos los que participaron en la emboscada al general se les facilitó la huida al extranjero para evitar posibles indiscreciones —afirmó Juan, para a continuación preguntarse—: ¿Alguien puede creer que unos cuantos maleantes fueron capaces de organizar solos el atentado? ¿Quién los ayudó a escapar? ¿Dónde consiguieron el dinero para establecerse en un exilio del que se supone todavía no han vuelto?

—O sea, que vosotros sois de los que piensan que había gente importante interesada en que no se descubriera la autoría del atentado —preguntó el doctor, que no dejaba de observar las reacciones de Ana.

—Sin duda —se apresuró a contestar Juan—. Mucha gente que poseía información sobre lo sucedido murió asesinada. Las autoridades no ocultaron sus intereses al permitir y favorecer el cambio de jueces y fiscales, con la única intención de que se sobreseyera la causa de dos de las personas que aparecían implicadas en el atentado; una, el jefe de la ronda del general Serrano; y la otra, el ayudante de Montpensier.

—Creo que la masonería española tampoco se escapó de las sospechas de muchos, que la consideraron autora y promotora del atentado y por supuesto, otro que parecía implicado era el partido republicano —apuntó el doctor.

—En realidad, yo creo que todos los posibles culpables que hemos mencionado podrían beneficiarse con la muerte del general Prim —dijo Elvira—, aunque solo fuera para vengarse de los desengaños recibidos.

—Te refieres sin duda al duque de Montpensier, ¿verdad, querida? —preguntó Juan con la seguridad que proporciona el conocer la respuesta.

Solo el doctor Martínez se había dado cuenta de que desde hacía unos minutos, Ana se frotaba la sien como para ahuyentar una molestia.

—Claro que apunto a Montpensier —respondió Elvira, que trató de argumentar su postura—: No es ningún secreto que el duque ni un solo día dejó de conspirar por conseguir el trono de su cuñada, Isabel II. El apoyó y financió la revolución del 68 con la aspiración de ser proclamado rey de España, y si no sucedió así fue porque Prim exigió que antes deberían pronunciarse sobre el tema las Cortes Constituyentes. Todos conocemos el resultado.

—Las personas y partidos que habéis enumerado tenían motivos para desear la desaparición de Prim, en eso estoy de acuerdo con vosotros, pero lo que no habéis destacado es que ni uno solo de los dirigentes políticos del momento deseaba que el general siguiera viviendo. —Ana hablaba con voz fuerte y expresión no habitual en ella—. No. No lo deseaban porque Prim no murió en el atentado. La cota de malla que desde hacía un tiempo llevaba como prevención le salvó la vida. Ninguno de los diez o doce disparos resultó mortal. El propio general subió andando a su casa. Del atentado se salvó, pero no pudo hacerlo de una infección que se le declaró tres días después. ¿Simple negligencia médica? ¿Por qué los ministros no permitieron que la policía le tomara declaración?

Todos se miraban sorprendidos. Había vuelto a suceder. Elvira, como si no se hubiera dado cuenta, le dijo a su sobrina:

—Al respecto de eso, querida, supongo que en aquellos momentos se pensaba que Prim lograría sobrevivir y podrían conocer su opinión cuando se encontrara mejor.

—Lo siento, no me lo creo. ¿Por qué Amadeo de Saboya no fue capaz de localizar a los asesinos de su mentor? ¿Mandaba él o lo hacían sus ministros? ¿No fue Serrano su primer presidente de Gobierno y Sagasta el cuarto? ¿Por qué Sagasta no había hecho nada, si siempre creyó que el crimen fue ejecutado por Paúl y Ángulo y financiado por el coronel Solís, ayudante del duque de Montpensier?

El doctor Martínez Escudero acababa de comprobar que lo que le habían contado respondía a la realidad. Ana se expresaba de forma automática.

—No sé si lo conoceréis —dijo para suavizar un poco la tensión—, pero yo he tenido la oportunidad de leer el libro que Paúl y Ángulo ha publicado en París sobre los asesinos del general Prim.

—No, no lo he leído —dijo Juan—, aunque me imagino que culpará a Serrano y a Montpensier.

—Sí, así es —afirmó el doctor.

—No sé qué pensaréis vosotros —planteó Elvira—, pero a mí me sorprende que un asesino, como todos aseguran que es Ángulo, convencido republicano, no se haya jactado nunca de su heroicidad, más aún cuando el atentado de Prim fue el desencadenante que permitió la República. ¿Queréis decirme por qué no volvió a España?

—Es de sobra conocido —dijo Ana, como quien está de vuelta de muchas cosas— que los asesinos o cómplices de asesinato son rechazados por los mismos que los emplearon.

—Lo cierto es —añadió Juan— que José Paúl y Ángulo falleció en circunstancias muy misteriosas, hace ahora poco más de dos años en París.

—La presencia de testigos siempre resulta desagradable y conviene eliminarlos —manifestó Ana convencida.

Elvira, pasmada, miraba a su sobrina. ¿Cómo estaba enterada de todos aquellos temas? ¿Les estaría tomando el pelo?

Había empezado a llover. El ruido del agua al chocar con los cristales de las claraboyas se convirtió en la excusa perfecta para desviar la atención. Juan consideró que había llegado el momento de poner fin a la charla.

—¿Qué os parece si preparo unas infusiones? —propuso.

—Estupendo —exclamó Elvira—, te acompaño. —Miró a su sobrina. Tenía aspecto de cansada, ¿qué le estaba ocurriendo? La dejaría a solas con el doctor.

—Ana, ¿se le ha pasado el dolor de cabeza? —le preguntó Martínez Escudero.

—Sí, gracias, me encuentro mejor, pero ¿cómo sabe que me duele la cabeza? No lo he comentado.

—Observé cómo se presionaba la sien. ¿Sabe que ha estado muy convincente en sus apreciaciones sobre lo ocurrido a Prim?

Ana a punto estuvo de asentir y no decir que no tenía ni idea de lo que había pasado, pero necesitaba saber a qué obedecía su extraño comportamiento.

—No recuerdo nada, doctor. No soy consciente de haber hablado. Me siento enormemente cansada.

—Relájese —le pidió el doctor—. Se le pasará enseguida.

—Doctor, creo que alguien se ha apoderado de mi espíritu y me utiliza para manifestarse.

—Yo no creo en esas posesiones, Ana —le respondió el doctor—. Pienso que es el inconsciente quien se manifiesta. Puede que lo único que haga sea repetir algo que conoce, pero de lo que no es consciente.

—¿Cómo? No he leído nada sobre el asesinato de Prim. No

interpretar a Paganini, ¿y dice usted que mi inconsciente lo hace? Eso es imposible.

—Si prefiere pensar que alguien ha penetrado en su espíritu, hágalo, pero esa no es la explicación. Quiero ayudarla, Ana, y para eso necesito conocerla más a fondo. Prométame que seguirá viniendo a verme —le pidió—. Solo disponemos de un mes porque regreso a París, aunque creo que con ese tiempo será suficiente.

Ana se quedó muy pensativa. No tenía ni idea de si Elvira le habría contado al doctor su proyecto de viajar a Córdoba en busca de la profesora de violín, pero ella no se lo diría. «Puede que sea mi inconsciente quien me incordia —se dijo Ana—, puede que me esté volviendo loca o puede que una fuerza desconocida se haya apoderado de mi espíritu aunque el doctor no lo crea. Pero, en definitiva, todo son suposiciones. Lo que es real es el texto de las partituras y si he llegado a él, es por algo».

VI

L
e había impresionado aquella imagen de la Virgen. Era una escultura preciosa, tan real su expresión de dolor que resultaba difícil no conmoverse ante ella.

Ana había asistido a la celebración de la santa misa sin apenas prestar atención a la ceremonia, pendiente solo de aquella imagen. No pudo evitar pensar en cómo sería en realidad el rostro de María, y en que su dolor debía de ser igual que el de cualquier madre que pierde a un hijo; decían que no existía pena más profunda que esa. Le pidió a la Virgen no tener que pasar nunca por ese trance. Ya conocía el dolor por la pérdida de su padre… se sentía tan sola. «Habría preferido que hubiera muerto mi madre. Sería menos duro para mí —se dijo, y al segundo se sobresaltó al darse cuenta de lo terrible de su pensamiento—. ¡Perdóname, Dios mío! —suplicó—. Quiero muchísimo a mi madre, pero Tú sabes que él era especial».

Con las manos cubriéndole el rostro lloró durante un buen rato y no se percató de que la misa había terminado. Un leve roce en el hombro la hizo volverse. El sacerdote, un hombre de más de sesenta años y cara bonachona, le preguntó con amabilidad si podía ayudarla en algo. Iban a cerrar la iglesia.

—Se lo agradezco —dijo ella con voz tímida—, es muy amable. Precisamente he venido a San Pablo porque quería hablar con usted. Es el párroco, ¿verdad?

—Sí, yo soy. Pero pasemos a la sacristía y así cierro el templo.

Por la edad que aparentaba el sacerdote, Ana pensó que bien podía haber celebrado la boda de Inés, pero aquello sería pedirle demasiado a la suerte. Sin embargo, lo primero que le dijo don Ramón Pozuelo —así se llamaba el cura— fue que llevaba casi treinta años en la parroquia.

—Recuerdo perfectamente el caso que me dice. La verdad es que no pedimos tantas partidas de bautismo a Madrid. En todo este tiempo, creo que ha sido la única. Así que no es extraño que me acuerde. Además, Inés y su marido siguen viviendo en Córdoba, ¿me decía que era profesora de violín? —preguntó el sacerdote.

—Sí —respondió Ana—, durante un tiempo dio clases en la Escuela de Música de Madrid.

—Qué extraño, jamás lo hubiera imaginado —comentó pensativo—. ¿Por qué no se habrá dedicado aquí a lo mismo? Si es verdad que sabe música, podría habernos ayudado con el coro y nunca lo ha hecho.

—¿Visita con frecuencia la parroquia?

—Sí, colabora con nosotros en algunas obras. En fin, si no se llamara Inés Mancebo, le diría que no es la misma persona.

—¿Podría darme su dirección? —pidió Ana.

—Pues la verdad es que no sé dónde vive. Pero acérquese a la pastelería que está justo en la esquina. Según sale, en la de la derecha. Pregunte por Carmen, diga que la he enviado yo. Son muy amigas y seguro que ella le puede facilitar la dirección.

Se despidió del amable sacerdote y muy contenta por el resultado de su gestión, se dirigió a la pastelería.

Ana había dedicado la mañana a recorrer los monumentos más importantes de Córdoba, pero sin poder centrarse en su historia ni en la belleza de sus arquitecturas. Todo el tiempo había estado dándole vueltas a un mismo tema: ¿cómo una profesora de violín podía prescindir de la música? Una y mil veces se repetía que podía haberle ocurrido algún accidente o que solo se dedicase a la música en la intimidad, aunque lo cierto era que todo resultaba un poco extraño. Tan extraño como que la pastelera, que era muy amiga de Inés, desconociese dónde vivía esta. «Seguro que lo sabe y no quiso decírmelo —pensó—, pero ¿por qué?»

—Lo mejor, señorita… ¿Cómo ha dicho que se llama? —le preguntó Carmen, la pastelera.

—Ana Sandoval.

—Pues como le decía, lo mejor será que se acerque de nuevo por aquí pasado mañana, el jueves, sobre las cuatro y media de la tarde. Así podrá verla.

Ana consultó su reloj. Aún no eran las cuatro y decidió quedarse un rato paseando y poder así contemplar el discurrir del río. Prefería llegar a la pastelería más tarde que Inés. A pesar de ser invierno, el día era espléndido y la presencia del sol invitaba a disfrutar de la tranquilidad de aquel lugar.

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