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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Desfiladero de la Absolucion (62 page)

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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Estaba a punto de dar otro paso atrás cuando el capitán se detuvo y volvió a levantar su mano enguantada. El gesto ayudó a que se calmara y probablemente esa era su intención. Luego comenzó a manipular los mecanismos de su visor, deslizándolo hacia arriba con un llamativo silbido de igualación de la presión.

Reconoció la cara dentro del casco al instante, pero también observó que era la de un hombre más viejo. Tenía arrugas donde antes no tenía nada, y canas en la barba de varios días que oscurecía su rostro. Tenía patas de gallo alrededor de los ojos, que parecían más profundos. La línea de su boca era también diferente, ya que se curvaba hacia abajo en las comisuras. Cuando habló, su voz sonó más profunda y rasgada.

—No te rindes fácilmente, ¿verdad?

—Por regla general, no. ¿Te acuerdas de nuestra última conversación, John?

—Lo suficiente. —Con una mano golpeó una matriz de controles insertados en la parte superior de su mochila delantera, marcando una serie de órdenes—. ¿Cuánto tiempo hace de eso?

—¿Te importa si te pregunto cuánto tiempo crees tú?

—No.

Antoinette se quedó esperando. El Capitán seguía con la expresión vacía.

—¿Cuánto tiempo crees que ha pasado? —preguntó finalmente Antoinette.

—Un par de meses. Varios años de tiempo en la nave. Dos días. Tres minutos. Uno coma dieciocho milisegundos. Cincuenta y cuatro años.

—Dos días más o menos —dijo ella.

—Te creo. Como habrás comprobado, mi memoria no tiene las brillantes facultades de antes.

—Aun así te acordabas de que había venido antes. Eso ya es algo, ¿no?

—Eres muy compasiva, Antoinette.

—No me sorprende que tu memoria funcione de forma diferente, John. Pero me basta con que hayas recordado mi nombre. ¿Recuerdas algo más de lo que hablamos?

—Dame alguna pista.

—Los visitantes, John. Las presencias en el sistema.

—Siguen aquí —dijo. Por un momento volvió a distraerse con las funciones de su mochila. Parecía más alerta que preocupado. Antoinette vio que daba golpecitos al pequeño brazalete de controles que rodeaba su muñeca, luego asintió como si hubiera quedado satisfecho con los sutiles cambios en los parámetros del traje.

—Sí —dijo ella.

—Están más cerca, ¿verdad?

—Eso creemos, John. Eso es lo que Khouri nos contó que estaba pasando y todo lo que dijo ha sido verificado.

—Yo que tú la escucharía.

—Ahora ya no es solo cuestión de escuchar a Khouri. Tenemos a su hija. Ella sabe cosas, o eso nos han hecho creer. Creemos que debemos empezar a escuchar lo que nos diga que hagamos.

—Clavain os guiará. Al igual que yo, él entiende el alcance del tiempo histórico. Ambos somos fantasmas del pasado precipitándonos en un futuro que ninguno de nosotros esperaba ver.

Antoinette se mordió el labio inferior.

—Lo siento, pero tengo malas noticias. Clavain ha muerto. Resultó muerto en la misión para salvar a la hija de Khouri. Contamos con Escorpio, pero…

El Capitán tardó mucho en contestar. Antoinette se preguntaba si la noticia de la muerte de Clavain le había afectado más de lo que había imaginado. Nunca había pensado que Clavain y el Capitán tuviesen alguna relación, pero ahora que el Capitán lo mencionaba, ambos tenían mucho más en común entre ellos que con el resto de sus semejantes.

—¿No confías plenamente en el liderazgo de Escorpio? —preguntó.

—Escorpio nos ha prestado un buen servicio. En una crisis no podríamos pedir un líder mejor, pero él mismo es el primero en admitir que no piensa estratégicamente.

—Entonces buscad otro líder.

En ese momento sucedió algo que la sorprendió. De pronto le vino a la cabeza la imagen de la reunión en la Gran Concha de esa misma mañana. Vio a Blood pavoneándose al principio de la reunión y luego vio a Vasko Malinin llegando tarde. Vio a Blood reprendiéndole por su tardanza y recordó cómo Vasko le restaba importancia como algo irrelevante. Y ahora se daba cuenta de que había aceptado la despreocupación del joven como una necesaria correlación de lo que era y de lo que llegaría a ser y que, en cierto modo, lo había encontrado admirable. Antoinette vio algo brillar, como acero.

—No estamos hablando de líderes —dijo Antoinette apresuradamente—. Hablamos de ti, John, ¿Estás planeando partir?

—Me sugeriste que lo pensara.

Antoinette recordó los crecientes niveles de neutrinos.

—Parece que estás haciendo algo más que pensar.

—Quizás.

—Debemos tener cuidado —dijo ella—. Puede que necesitemos salir al espacio con poco tiempo de preaviso, pero debemos pensar en las consecuencias para los que nos rodean. Tardaremos días en alojar a todo el mundo a bordo, incluso si todo va como la seda.

—Ya hay miles a bordo. Su supervivencia es mi máxima prioridad. Lo siento por los otros, pero si no llegan aquí a tiempo, tendré que dejarlos en tierra. ¿Te parece que suena cruel?

—Yo no soy quien para juzgarlo. Mira, hay gente que decidirá quedarse de todas formas. Puede que incluso los animemos, por si abandonar Ararat resulta ser un error. Pero si despegas ahora, matarás a todos los que no estén ya a bordo.

—¿Habéis pensado en trasladarlos a la nave más rápido?

—Hacemos lo que podemos, y ya hemos empezado a hacer planes para realojar a un número limitado de gente lejos de la bahía. Pero mañana a esta misma hora habrá todavía por lo menos cien mil personas que no habremos podido trasladar.

Por un momento, el Capitán desapareció en la tormenta de polvo. Antoinette se quedó mirando fijamente a la rugosa textura como de piel de la pared. Pensó que lo había perdido y estaba a punto de marcharse cuando reapareció, luchando contra un imaginario viento. Elevó el tono de voz por encima de algo que únicamente él podía oír.

—Lo siento, Antoinette. Entiendo tus preocupaciones.

—¿Quiere eso decir que has oído algo de lo que he dicho, o simplemente vas a volver a desaparecer cuando te convenga sin importarte nada?

Bajó el visor con la mano.

—Deberías hacer todo lo posible por poner al resto a salvo, ya sea a bordo de la nave o alejados de la bahía.

—¿Eso es todo? ¿Los que no estén a bordo simplemente tendrán que jugársela?

—Esto tampoco es fácil para mí.

—No te morirás por esperar hasta que pongamos a todo el mundo a salvo.

—Puede que sí, Antoinette, puede pase exactamente eso. Antoinette se volvió indignada.

—¿Recuerdas lo que te dije la última vez? Me equivocaba. Ahora lo veo claro.

—¿Qué dijiste exactamente?

Lo miró a la cara con rencor y osadía.

—Dije que ya habías pagado por tus crímenes. Dije que lo habías hecho cien mil veces. Un bonito sueño, John, pero era todo mentira. Toda esa gente no te importaba un comino, solo querías salvarte a ti mismo.

El Capitán no le contestó. Cerró el visor y desapareció de nuevo en la tormenta, aún inclinando el cuerpo frente a la tremenda fuerza de un viento invisible. Entonces Antoinette comenzó a preguntarse si esta visita había sido un gran error después de todo. Este había sido exactamente el tipo de comportamiento imprudente sobre el que su padre siempre le había advertido.

«No ha habido suerte», les dijo a sus compañeros al regresar a la Gran Concha. Alrededor de la mesa se sentaba un grupo de notables de la colonia. No advirtió ninguna ausencia evidente aparte de Pellerin, la nadadora. Incluso Escorpio estaba ahora presente. Era la primera vez que lo veía desde la muerte de Clavain, y en su opinión había algo en su mirada que antes no tenía. Incluso cuando la miró directamente, sus ojos estaban fijos en algo lejano y probablemente hostil, un destello en un horizonte imaginario, una vela enemiga o el brillo de una armadura. Ya había observado esa mirada en otra persona recientemente, pero tardó unos momentos en recordar dónde. El anciano se había sentado en el mismo lugar en la mesa, concentrado en la misma amenaza lejana. Habían sido necesarios años de dolor y sufrimiento para que Clavain llegase a ese estado, pero habían bastado unos días para el cerdo.

Antoinette sabía que algo horrible había sucedido en el iceberg. Se había estremecido con los detalles. Cuando los demás le dijeron que no necesitaba saberlo todo, que era mucho mejor que no lo supiese, había decidido creerles. Pero aunque nunca había sido muy buena interpretando las expresiones de los cerdos, en la cara de Escorpio podía leerse la mitad de la historia: el horror hecho anatomía si tuviese la habilidad para leer los signos.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Escorpio.

—Le he dicho que provocará decenas de miles de muertos si decide despegar.

—¿Y?

—Más o menos me ha contestado que «mala suerte». Su única preocupación inmediata es la gente que ya está a bordo de la nave.

—Catorce mil en el último recuento —dijo Blood.

—No está mal del todo —dijo Vasko—. Son ya, ¿cuántos?, ¿cerca de una décima parte de la colonia?

Blood jugueteó con su cuchillo.

—Si quieres venir a ayudarnos a meter a la fuerza a los siguientes quinientos, hijo, eres más que bienvenido.

—¿Tan difícil es? —preguntó Vasko.

—Con cada remesa es peor. Quizás logremos llegar a los veinte mil para el amanecer, pero solo si empezamos a tratarlos como ganado.

—Son seres humanos —dijo Antoinette—. Se merecen un tratamiento mejor. ¿Qué hay de los congeladores? ¿No ayudan en algo?

—Las arquetas no están funcionando tan bien como solían hacerlo —dijo Xavier Liu, dirigiéndose a su mujer exactamente igual que lo haría con cualquier otro miembro de los notables de la colonia—. Una vez se han enfriado van bien, pero introducir en ellas a alguien requiere horas de supervisión y reajustes. No hay forma de procesarlos lo suficientemente rápido.

Antoinette cerró los ojos y presiono los párpados con los dedos. Vio aros color turquesa, como ondas en el agua.

—Las cosas no pueden ir peor, ¿no? —Entonces volvió a abrir los ojos y sacudió la cabeza para aclararse la mente.

—Escorp, ¿algún contacto con Remontoire?

—Nada.

—Pero ¿sigues convencido de que está ahí arriba?

—No estoy convencido de nada. Me limito a actuar basándome en los datos que tengo.

—¿Y no crees que ya deberíamos haber captado alguna señal a estas alturas, algún intento por comunicarse con nosotros, si estuviese ahí?

—Khouri era la señal —dijo Escorpio.

—Entonces, ¿por qué no ha enviado a nadie más? —replicó Antoinette—. Necesitamos saberlo, Escorp. ¿Nos quedamos en Ararat o salimos disparados de aquí?

—Créeme, soy consciente de las opciones.

—No podemos esperar eternamente —dijo Antoinette, con marcada frustración en su voz—. Si Remontoire pierde la batalla, nos enfrentamos a un cielo lleno de lobos. No habrá forma de huir si eso sucede, incluso sin que lleguen a tocar Ararat. Estaremos atrapados.

—Ya te he dicho que soy consciente de las opciones. Advirtió el tono amenazante de su voz. Claro que era consciente.

—Lo siento —dijo—. Es que… no sé qué más podemos hacer.

Nadie habló durante un rato. Fuera, una nave sobrevoló sus cabezas, alejándose con otro cargamento de refugiados. Antoinette no sabía si los llevaban a la nave o al otro extremo de la isla. Una vez todos hubieron reconocido la necesidad de trasladar a la gente a un lugar seguro, los esfuerzos para evacuar la zona se habían dividido en dos.

—¿Ha ofrecido Aura alguna información útil? —preguntó Vasko.

Escorpio se volvió hacia él, haciendo crujir el cuero de su uniforme.

—¿A qué tipo de información te refieres?

—Khouri no era la señal —dijo Vasko—, era Aura. Khouri puede que sepa cosas, pero Aura es la fuente. Es con ella con quien deberíamos hablar, es quien puede saber qué debemos hacer.

—Me alegra que hayas meditado tanto sobre ese tema —dijo Escorpio.

—¿Y bien? —insistió Vasko.

—Helia. Lo ha repetido varias veces desde que la rescatamos, pero no sabemos qué significa o si tiene algún significado en particular. Sin embargo ahora hay otra palabra.

—De nuevo el cuero crujió al cambiar de postura. Por muy desconectado de los eventos de la habitación que pareciese, la violencia que era capaz de ejercer se hacía palpable, esperando entre bastidores como un actor.

—¿Y la otra palabra es…? —preguntó Vasko.

—Quaiche —respondió Escorpio.

La mujer caminó hacia el mar. Sobre su cabeza, el cielo era de un gris brutal y torturado, y las rocas bajo sus pies eran resbaladizas e implacables. Tiritó, más de miedo que de frío, ya que el aire era húmedo y sofocante. Miró a sus espaldas, a la costa, hacia el irregular borde del campamento. Los edificios del borde del asentamiento tenían un aire abandonado y ruinoso. Algunos se habían derrumbado y nunca fueron ocupados de nuevo. Dudaba mucho que hubiese nadie en los alrededores que advirtiera su presencia. No es que le preocupase lo más mínimo. Estaba autorizada para estar allí y para adentrarse en el mar. El hecho de que nunca les habría pedido a sus nadadores que hiciesen esto no significaba que sus acciones fueran en contra de las reglas de la colonia ni de las del cuerpo de nadadores. Sí que era temerario y muy probablemente inútil, pero eso no lo podía evitar. La presión por hacer algo había ido creciendo en su interior como una insistente punzada, hasta que no pudo seguir ignorándola.

Había sido Vasko Malinin el que la había empujado hasta el límite. ¿Sería consciente del efecto que habían tenido sus palabras?

Mari Pellerin se detuvo donde la costa comenzaba a curvarse para abrazar las aguas de la bahía. La orilla era una difuminada raya gris que se extendía hasta donde la vista alcanzaba, hasta perderse en el confuso muro de bruma marina y nubes que rodeaban toda la bahía. La espiral de la nave se veía solo de forma intermitente en la plateada distancia. Su tamaño y lejanía variaban en cada aparición, mientras que su cerebro intentaba arreglárselas con la exigua información a su disposición. Mari sabía que la espiral se elevaba tres kilómetros hacia el cielo, pero a veces no parecía mayor que una estructura de conchas mediana, o que una de las antenas de comunicación que bordeaban el campamento. Se imaginó la ráfaga de neutrinos manando de la espiral (más concretamente de la parte sumergida de la misma, claro, donde se encontraban los motores sumergidos) como una radiación brillante, una luz sagrada atravesándola como un cuchillo. Las partículas resonaban a través de sus membranas celulares sin dañarlas en su carrera hacia el espacio interestelar casi a la velocidad de la luz. Eso querría decir que los motores estaban preparándose para un vuelo estelar. Nada orgánico era capaz de detectar esas ráfagas, únicamente las máquinas más sensibles, pero ¿era totalmente cierto? Los organismos malabaristas, considerados los únicos extendidos por todo el planeta, formaban una biomasa verdaderamente vasta. Los organismos malabaristas de un único planeta superaban en peso la masa acumulada de toda la especie humana en cien veces. ¿Era tan absurdo pensar que los malabaristas en su conjunto podrían no ser tan ajenos al flujo de neutrinos como la gente pensaba? Quizás ellos también percibían el desasosiego del Capitán y quizás a su lenta, verde y mecánica manera, ellos entendían algo de lo que el despegue significaba.

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