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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

El contador de arena (5 page)

BOOK: El contador de arena
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—Es agradable estar en casa otra vez —repitió. Se produjo un nuevo silencio, y después movió la cabeza en dirección a la puerta que había al otro lado del patio—. ¿Se muere el anciano? —preguntó.

Sosibia vaciló, luego hizo un gesto como para protegerse del mal y asintió.

—Ictericia —explicó con resignación—. No puede comer. Subsiste a base de caldo de cebada y de un poco de vino con miel. No durará mucho.

Marco pensó en Fidias. Un hombre bueno, un ciudadano honrado y trabajador, un esposo y un padre cariñoso. Un buen amo. Tal vez le guardara cierto resentimiento por esto último, pero no era culpa del anciano que él se hubiese convertido en esclavo.

—Lo siento —dijo sinceramente. Y luego añadió, con voz ronca: —Los dioses nos hacen mortales. A todos nos llegará la hora.

—Ha vivido bien —declaró Sosibia—. Ruego para que la madre tierra lo reciba con bondad.

Arquímedes permaneció media hora con su padre, hasta que el anciano cayó dormido. Aquella noche no le interesaba nada más. Sosibia y su madre le prepararon la cama en su antigua habitación, donde se acostó y buscó el olvido en el sueño.

A la mañana siguiente se despertó temprano y se quedó un rato en la cama. La luz del sol, que se filtraba a través de la persiana de mimbre trenzado, proyectaba sobre el blanco del enyesado líneas y triángulos de luz anaranjada. A medida que el sol fue elevándose, la luz se tornó más pálida y los triángulos se ensancharon. Poco a poco se deslizaron de la pared hacia su cama, hasta inundar la sábana.

Le escocían los ojos. En Alejandría había comprado un juego para su padre, que consistía en un conjunto de piezas de marfil cortadas en cuadrados y triángulos. Uniéndolas, se podía formar un cuadrado, un barco, una espada, un árbol o cualquier otra figura entre un centenar. El rompecabezas era una delicia para cualquier geómetra. Estaba seguro de que al anciano le encantaría. Sin embargo, la devastadora certeza de que cualquier regalo que le hiciese ahora tendría como destino la tumba le desgarraba el alma.

Fidias era la única persona que lo había comprendido a medida que iba haciéndose mayor. A menudo, Arquímedes sentía que todos los demás tenían un punto ciego en medio de la cabeza. Podían mirar un triángulo, un círculo, un cubo… pero no los veían de verdad. Lo explicaba una y otra vez, pero no comprendían. Explicaba la explicación, y lo miraban perplejos, preguntándose en voz alta por qué motivo aquello era tan maravilloso. Pero lo era, indeciblemente maravilloso. Aquello era todo un mundo, un mundo sin existencia material, pero iluminado por la razón pura, y los demás eran incapaces de verlo. Excepto Fidias. Su padre se lo había mostrado, le había enseñado sus formas y sus reglas, y había compartido con él todas sus exclamaciones de asombro. Cuando Arquímedes se hizo mayor, siguieron explorando juntos ese otro mundo. Habían conspirado, reído juntos con el ábaco, discutido axiomas y demostraciones. En las noches claras, caminaban el uno al lado del otro por las colinas para observar las estrellas y calcular la distancia de la Luna. Sólo ellos dos, en toda Siracusa, se sentían como en casa en aquel mundo invisible. Los demás, incluso los más cercanos y queridos, quedaban siempre fuera.

Fue Fidias quien sugirió que Arquímedes viajara a Alejandría.

—Yo fui allí a tu edad —le dijo—y tuve ocasión de escuchar en persona el discurso de Euclides. Debes ir.

Vendió una viña cuya pérdida no podía permitirse, se desprendió de un esclavo imprescindible, todo para que su hijo pudiera estudiar matemáticas en el mayor centro de aprendizaje del mundo. Y Alejandría le dio todo lo que Fidias le había prometido… y más. Por primera vez, Arquímedes encontró a otros que lo comprendían, algunos de ellos jóvenes de su misma edad. Y por primera vez no se sentía como un excéntrico, sino libre para exponer sus ideas. De modo que se lanzó de lleno a abarcar el cielo, y las ideas llegaron a borbotones, presionando por captar su atención, desparramándose, batallando, hirviendo, bailando juntas. Allí se sintió como un pez criado en un estanque de jardín que descubre de pronto la inmensidad del mar. Fue una liberación más adictiva de lo que nunca habría imaginado.

Al final del primer año, Fidias empezó a escribir cartas preguntándole cuándo volvería a casa, pero Arquímedes no sabía qué contestar. Lo que hacía, en cambio, era hablarle de la teoría de Aristarco de que la Tierra giraba alrededor del Sol, de los trabajos de Conón sobre los eclipses, del problema délico o de los intentos llevados a cabo por varios geómetras para cuadrar el círculo. Fidias, por su parte, le respondía amablemente, asombrado y entusiasta, proporcionando argumentos y demostraciones; pero siempre, en algún lugar de las misivas, aparecía de nuevo la pregunta: «¿Cuándo vas a volver?» Arquímedes sabía, con meridiana claridad, que su padre lo echaba mucho de menos, que no tenía a nadie con quien compartir sus ideas, nadie que lo comprendiese. Sin embargo, no quería regresar.

Más tarde, a principios de la primavera, llegó la última carta de Fidias: «Se ha iniciado una guerra con Roma y yo no estoy bien de salud. He dejado de dar clases. Arquimedión, hijo mío, debes volver a casa. Tu madre y tu hermana te necesitan.» Tu madre y tu hermana. También hacía tiempo que Fidias lo necesitaba, pero no había exigido nada para sí mismo. Sólo se había limitado a formular aquella implorante pregunta, eludida por su hijo con persistencia.

Pero esa vez la pregunta era una orden que no podía pasar por alto. Arquímedes, a regañadientes, se ocupó de vender los muebles que había adquirido en Alejandría y se desprendió de sus máquinas y de algunas de las herramientas que había comprado para construirlas. Cualquier impedimento que retrasara su partida era bien recibido por él. Cuando finalmente el barco zarpó hacia Siracusa, lloró al ver a Alejandría desvanecerse a sus espaldas. Sin embargo, aquellas lágrimas no eran nada, comparadas con el dolor que lo esperaba.

Se abrió la puerta de su habitación y asomó la cabeza de Filira. Al ver que Arquímedes estaba despierto, entró.

Filira era siete años menor que él, pero se comportaba como si fuese siete años mayor. Era una muchacha llena de confianza y sin pelos en la lengua; había sido una alumna aplicada en la escuela y estaba bien considerada entre el vecindario. Se sentía muy orgullosa de su hermano, pero lo encontraba excesivamente difuso y soñador, necesitado de una mano que lo dirigiera. Avanzó decidida hacia él, con un bulto de ropa de color amarillo bajo el brazo. Arquímedes no estaba seguro de si se trataba de toallas, sábanas o prendas de vestir. Se sentó en la cama y dobló sus largas piernas para hacerle sitio a su hermana, que se acomodó a su lado y lo observó con mirada crítica. Entonces él se dio cuenta de que se hallaba desnudo bajo las sábanas. Su piel estaba cubierta por picaduras de pulgas y su aspecto era desaliñado: iba sin afeitar y tenía el cabello sucio y lleno de polvo. A la luz del día, pudo ver con más claridad lo mucho que había cambiado su hermana desde la última vez que la había visto: su cuerpo se había redondeado y cobrado formas. Iba vestida simplemente con una túnica ligera de hilo que se le pegaba al pecho de manera reveladora, y de pronto se sintió incómodo en su presencia.

—¿Cuándo te has bañado por última vez? —preguntó Filira, arrugando la nariz.

—En los barcos no puedes bañarte —respondió él a la defensiva.

Filira suspiró.

—Pues bien, tendrás que ir a la casa de baños de la Ciudad Nueva tan pronto hayas desayunado. ¡Tienes un aspecto lamentable! ¿Traes ropa limpia?

Él carraspeó, visiblemente triste, y no respondió.

—No sabía que nuestro padre estaba tan enfermo —dijo en cambio—. ¿Cuánto tiempo…?

—Desde octubre —respondió ella con frialdad—. Te escribió, pero me imagino que no recibirías la carta hasta pasado el invierno.

Entre octubre y abril no navegaban barcos por el Mediterráneo; incluso en el caso de que Arquímedes hubiera recibido la carta a finales de otoño, no habría tenido manera de regresar a casa hasta que las vías marítimas se hubieran abierto de nuevo. Imaginarse a su padre enfermo todo el invierno, mientras él disfrutaba en Alejandría, lo horrorizó.

—No llegó hasta finales de abril —dijo, apesadumbrado—. De todos modos, pensé que tenía tiempo para arreglar mis asuntos en Alejandría. Lo único que decía era: «Se ha iniciado una guerra con Roma y yo no estoy bien de salud.» Lo interpreté como que quería que volviese a casa para ayudarlo a dar clases a sus alumnos hasta que se recuperara.

—También él estaba convencido de que pronto se pondría bien —dijo Filira, y de repente se le llenaron los ojos de lágrimas—. Tuvo unas fiebres acompañadas de ictericia, pero nuestra madre también las sufrió, y se recobró. Pensábamos que él seguiría el mismo proceso. Sólo que no fue así, y esta primavera…

Arquímedes extendió la mano para acariciarla en el hombro y entonces ella perdió su compostura de muchacha sensata, soltó el fardo que sujetaba, se arrojó a sus brazos y lloró.

—¡Ha sido horrible! —gimió desesperada—. ¡Cada vez está peor, y no podemos hacer nada!

—Lo siento —dijo él en vano—. Me gustaría haber estado aquí.

—También él lo deseaba —sollozó Filira—. Todos los días mandaba a Crestos al puerto para ver si llegaban barcos de Alejandría, pero cuando los había, tú no venías en ellos. A veces decía que seguramente habrías muerto allí, o que tu barco se habría hundido, y lloraba por ti y nos pedía a todos que nos pusiéramos de luto. Eso fue lo peor de todo. ¿Por qué no regresaste el año pasado?

—¡Lo siento! —repitió, abatido, y también con lágrimas en los ojos—. Filira, te lo juro, lo habría hecho de haberlo sabido.

—Lo sé —dijo ella, tragándose los sollozos—. Lo sé. —Le dio unos golpecitos en la espalda, como si fuese él quien necesitaba consuelo, y luego se apartó y se secó los ojos. Nada podía hacerse contra la muerte, y estaba decidida a sobrellevar su dolor con la mayor dignidad posible. Cogió el bulto de ropa que había subido y lo extendió sobre la cama: resultó ser un manto nuevo, tejido con lana de color amarillo, y una túnica de hilo con dos columnas de espirales doradas que partían desde los hombros y descendían hasta las rodillas—. Lo hice para ti el año pasado. No tienes ropa limpia, ¿verdad?

—No, me temo que no —admitió él, recorriendo la cenefa lentamente con un dedo. Se trataba de dos columnas de espirales dobles que se enroscaban entre sí. Un dibujo interesante. «Si trazáramos una línea tangente, tanto en la espiral A como en la B, obtendríamos…» Filira le retiró con firmeza la mano del dibujo: él levantó la vista y la miró, sorprendido.

—Es para ponérsela —le dijo ella—, no para hacer cavilaciones geométricas.

—Oh, sí, claro —balbuceó. Entonces cayó en la cuenta de que aquellas prendas eran un regalo y añadió:  —Gracias. Me gustan mucho.

Su hermana sacudió la cabeza con una sonrisa de desesperación.

—¡Ay, Medión! ¡No has cambiado en absoluto! —suspiró, apartándole un mechón de cabello sucio—. Bien —prosiguió, muy formal y esperanzada—, ¿tienes algo de dinero? Nos hemos quedado sin nada. Hemos tenido que vender algunas mantas y cacerolas para pagar al médico.

Arquímedes se encogió de hombros. Casi todas las ganancias que había conseguido con el caracol de agua se habían esfumado en Alejandría. Pero aún quedaba un poco.

—Algo tengo. Unos cien dracmas, creo… Marco lo sabe con exactitud.

—¡Cien dracmas! —exclamó ella, ansiosa—. ¡Eso está muy bien! Pensaba que deberíamos acudir enseguida a los antiguos alumnos de nuestro padre para suplicarles que retomaran las clases de matemáticas. Pero cien dracmas nos conceden un par de meses de gracia.

Arquímedes tosió para aclararse la garganta y se agitó, nervioso.

—No tengo intención de dar clases —declaró.

Ella se quedó mirándolo, exasperada.

—¡Medión, no puedes ganarte la vida con la geometría!

—¡Lo sé! —protestó—. Voy a tratar de conseguir trabajo como ingeniero del ejército. —Expuso los argumentos que había preparado de antemano con todo detalle—. Con una guerra en marcha, la ciudad necesitará catapultas y el tirano estará dispuesto a pagar por ellas. En las máquinas hay más dinero que en la enseñanza. Y soy bueno con las máquinas, ya lo sabes. Con ese dispositivo de irrigación que diseñé el verano pasado gané más dinero en dos meses de lo que nuestro padre gana en un año. Además, ¿no debo ayudar a defender la ciudad, si está en mis manos hacerlo? Esta noche estoy citado con una persona.

Y luego sonrió, más para animar a su hermana que por convicción. Ella sabía de su caracol de agua por las cartas que había escrito a casa, pero dudaba que hubiera tenido tanto éxito como él afirmaba. Y en cuanto a las catapultas, el rey disponía ya de ingenieros capaces de realizarlas. ¿Por qué iba a necesitar a alguien nuevo e inexperto? De cualquier modo, parecía improbable que consiguiera enriquecerse con eso. Su hermano había construido muchos artilugios de muchacho, y muchos de ellos no habían acabado de funcionar. La fabricación de máquinas no le parecía una fuente de ingresos tan segura como enseñar matemáticas. Aunque debía reconocer que le gustaban sus máquinas. De pequeña, se pasaba horas sentada tranquilamente viéndolo trabajar y escuchando sus explicaciones con solemne atención. Por lo que a ella se refería, los inventos de su hermano eran los juguetes más maravillosos del mundo, funcionasen o no, y se sentiría muy satisfecha si pudiese ganarse la vida con ello. Merecía la pena intentarlo… y tenían en casa cien dracmas y un par de meses antes de quedarse sin dinero.

Arquímedes se dio cuenta de que Filira aceptaba su plan y sintió una punzada de temor, como si acabara de cerrarse una puerta más en las murallas que lo rodeaban. En un arrebato de planificación práctica, había decidido que él era bueno en tres cosas: matemáticas puras, mecánica y flauta. Para ganarse el pan tenía que echar mano de una de esas tres habilidades. La música era algo personal, algo que hacía para sí mismo y para sus amigos; le parecía indigno tocar por encargo. En cuanto a las matemáticas puras, tal como Filira había apuntado, no podía vivir de trazar dibujos geométricos, y en cuanto a enseñarla, había tenido que ayudar a su padre en el pasado de vez en cuando y era incómodamente consciente de que no servía para eso. Los alumnos no comprendían cosas que a él le parecían obvias, y sus impacientes explicaciones no hacían otra cosa que confundirlos. De modo que llegó a la conclusión de que debería dedicarse a la fabricación de máquinas.

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