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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción

El conquistador (19 page)

BOOK: El conquistador
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Sin embargo, ni por un solo día Quetza olvidó a Ixaya. Al contrario: cuanto más se enamoraba de Keiko, pensaba en la felicidad que significaría para todos vivir bajo un mismo techo. Imaginaba su futura casa de Tenochtitlan y la idea del regreso empezaba a acicatearlo con insistencia. Pero aún tenía un largo camino por delante.

Quetza estaba convencido de que Aztlan estaba muy cerca de la isla de Cipango. Además de la belleza de Keiko, de su dulzura y su dócil naturaleza, Quetza veía en ella la materialización de sus propias convicciones. Se había enamorado no sólo de aquella mujer, sino de sus certezas sobre el mundo. Keiko completaba el mapa del universo que imaginaba hacia el Levante y se había convertido en su nueva carta de navegación. Conforme se iban conociendo, cada vez podían comunicarse con mayor fluidez. Así, ella le relataba la historia de su tierra y, a través de sus narraciones, Quetza podía entender el mundo de los hombres blancos, el de los moros y el de los asiáticos. Comprendió que Europa, el Oriente Medio y el Oriente Lejano vivían en una relación tan permanente como conflictiva. Los dominios de los mexicas y sus vecinos del Norte y del Sur eran la pieza que faltaba para completar el mapa del mundo. Sería mejor, se decía Quetza, que su pueblo no entrara en contacto con los hombres blancos; pero sabía que eso era imposible: más tarde o más temprano los españoles o los portugueses, hambrientos de oro, plata, especias y tierras donde expandir sus fronteras, habrían de alcanzar la orilla opuesta del mar. Estaba convencido de que los mexicas debían adelantárseles.

Keiko era la única persona en la que podía confiar en las nuevas tierras. Siete pedidos hizo Quetza al cacique de los hombres blancos: un barco, cuatro caballos buenos —dos machos y dos hembras—, la rueda de un carruaje y unas cuantas semillas de plantas de frutos, flores y hortalizas que le habían resultado exóticas. Y por último, rogó que le dejasen llevarse a Keiko con él. Era un precio bajo para establecer el comienzo de unas relaciones comerciales duraderas y fructíferas. El cacique estuvo de acuerdo; sólo le pidió una cosa a cambio: que le diese el mapa de la ruta que había seguido para llegar desde Catay sorteando el bloqueo musulmán.

Era la única condición. Sólo que Quetza no tenía forma de cumplirla.

8. EL MAPA DEL FIN DEL MUNDO

Las cartas de navegación que había trazado Quetza durante el viaje eran el secreto que mejor debía guardar; tanto lo sabía que, de hecho, había pensado en destruirlas. Pero era aquel el tesoro más valioso de su epopeya. En sus mapas aparecía con toda precisión la ruta que unía su patria, desconocida todavía por los nativos blancos, con el Nuevo Mundo. Si alguien descubría esas cartas significaría, tal como estaba en ese momento la relación de fuerzas, el fin de Tenochtitlan y los demás pueblos del valle. Sea como fuere, el pedido del cacique blanco era irrealizable: Quetza y Maoni habían esbozado los mapas de su tierra, las islas del golfo, parte de la península del Nuevo Mundo y la ruta que unía cada uno de los puntos que tocaron. Esas cartas incluían distancias, corrientes marinas, vientos y accidentes costeros, y señalaban con exactitud cuántas jornadas de navegación separaban cada jalón. Pero Quetza ignoraba cómo era la parte oriental del mundo. De manera que mal podía trazar una ruta sobre una cartografía para él desconocida. Aunque tuviera noticias de las Indias, Catay, Cipango y las Islas Molucas, no tenía modo de imaginar la forma de esos territorios, los cursos de los ríos, los océanos ni los mares interiores. Pero, además, ignoraba cuáles eran los puntos donde los moros habían impuesto los bloqueos.

Abatido, Quetza le dijo a Keiko que ya no había esperanzas para que pudiese llevarla con él: no tenía manera de cumplir la condición que había impuesto el cacique blanco. La niña de Cipango sonrió como siempre lo hacía y pidió que le consiguiese papel y tintas.

Esa misma noche, Keiko, doblada sobre sí misma, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, emprendió la obra pictórica más hermosa que jamás hubiese visto Quetza. Sosteniendo tres pinceles de distinto grosor entre los dedos, dibujó sin otro modelo que el de su memoria, el mapa de las tierras que había recorrido y los mares que había navegado cuando, después de que la arrancaran de su casa, la llevaron desde Cipango hasta la península ibérica. Su curiosidad ilimitada y su habilidad para la pintura y la caligrafía, le permitieron conocer las cartas de los marinos que conducían las embarcaciones en las que recorrió la mitad del mundo. Sus manos iban y venían por el papel con la gracia de dos bailarinas, trazando bahías, penínsulas e islas que, como perlas, iban formando collares. Ríos, mares interiores, lagos, desiertos y cadenas de montañas aparecían mágicamente sobre la superficie del papel. Y mientras Quetza la contemplaba, iluminada por la tenue luz de un candil, separando las aguas de las aguas, más y más se enamoraba. Viéndola crear aquel mundo con la misma espontánea naturalidad con que lo hiciera una deidad, Quetza le rendía un silencioso culto. Así, conforme Keiko pintaba, igual que en los relatos sobre la creación, iban apareciendo tierras de nombres desconocidos y maravillosos: Gog y Magog, Cauli, Mangi, Tibet, Maabar, Melibar, Reobar, Soncara, Sulistan; nombres que Keiko iba pronunciando con sus labios sonrientes y su voz delicada como un susurro. Y entre las tierras se abrían los mares interiores: Mar de Ghelan y Mar Mayor. Y al Sur de las tierras se veían los mares abiertos y los océanos: Mar de Cin, Con Son, Mar de India y otros nombres tan extraños que Quetza ni siquiera podía memorizar. Viendo cómo Keiko trazaba aquellas cartas sorprendentes, terminaba de dar forma al universo que él siempre había imaginado; pero, sobre todo, tenía la certeza de que aquella muchacha había aparecido en su vida para completar la mitad desolada de su alma.

Quetza asistía a la creación total de la esfera terrestre. Uniendo los mapas que él había trazado con los que tenían los hombres blancos y, añadiendo los que Keiko acababa de hacer con sus manos prodigiosas, era él, Quetza, el primer y único hombre que tenía frente a sus ojos la representación completa de la Tierra. No había oro, ni plata ni especias que pudiesen pagar esas cartas. Quien tuviese esos mapas y un ejército poderoso podría adueñarse del mundo.

Una vez que Keiko concluyó su prodigiosa tarea, trazó la ruta que unía el extremo de Oriente, Cipango, con el de Occidente, Sevilla: la línea surcaba las aguas formando una suerte de gargantilla cuyas cuentas eran Jingiang, Tolomán, Pentán, Cail, Semenat, Adén, Babilonia, Alejandría y, una vez en el mar Egeo, a las puertas del Mediterráneo, el camino a la península ibérica quedaba por fin allanado.

Era aquélla la ruta que seguían los piratas y muchos mercaderes, un camino conocido pero que sólo podían transitar quienes tenían trato con los guerreros de Mahoma y muchas de las temibles hordas que asolaban a los viajeros en el Oriente Medio y el Lejano. Quetza no podía presentar aquel derrotero como si fuese inédito. Entonces llevó el trazado del periplo mucho más al Sur, muy cerca de los confines del mundo. De hecho, marcó en el mapa este falso límite con dibujos de abismos, remolinos y monstruosidades. No hizo más que llevar al papel los miedos más arcaicos de los nativos, quienes suponían que el mundo era una llanura que finalizaba abruptamente. Pero además, tomó otra precaución: no sólo eliminó del mapa sus verdaderas tierras, sino que, en el océano Atlántico, dibujó una cadena de tempestades perpetuas, precipicios de agua, dragones marinos y barreras de fuego. De este modo se aseguraba que ningún marino se atrevería a navegar tan cerca del borde donde las aguas se despeñaban hacia los abismos, de manera que él mismo sería el osado capitán que comandaría las escuadras que transitarían esta ruta; así, su persona se hacía imprescindible. Por otra parte, los escollos que presentaba su carta hacia el Poniente, desalentarían al más valiente de los almirantes a aventurarse en aquel océano plagado de peligros y, en consecuencia, quedaría cerrado, al menos por el momento, el camino hacia Tenochtitlan.

Al cacique blanco le temblaban las manos de emoción cuando sostuvo el mapa que indicaba la ruta hacia las Indias y, más allá, hasta la mismísima Cipango. Sin embargo, su expresión se llenó de inquietud al ver los riesgos que presentaba ese camino. Pero allí, frente a él, estaba el valeroso capitán que no sólo consiguió superar todos aquellos obstáculos, sino que estaba dispuesto a repetir la hazaña para volver a unir Oriente con Occidente. Tal era la euforia que embargaba al cacique, que le prometió al joven visitante llevarlo a que se entrevistase en audiencia privada con el mismísimo rey. Ciertamente, no era aquél un exceso de gentileza: quería asegurarse, ante todo, de que el marino extranjero no vendiera su secreto a los portugueses.

Quetza había logrado uno de sus cometidos más trascendentales: internarse en el corazón mismo del enemigo.

9. EL NOMBRE DE DIOS

En el camino hacia la capital del reino, Quetza pudo conocer numerosas provincias. De inmediato comprendió que aquello que el cacique blanco llamaba España, era, en realidad, una suma de naciones diversas, singulares, en las que, incluso, se hablaban distintos idiomas. En un territorio mucho más pequeño que el que comprendía el Imperio Mexica, cuyos pueblos mayoritariamente hablaban el náhuatl, se escuchaban más lenguas que las que él pudo conocer en toda su vida. Quizás el factor que sirvió como aglutinante fue la guerra contra las huestes de Mahoma, la larga lucha contra los moros quienes, durante tantos siglos, permanecieron en la península. La expulsión de los musulmanes, el enemigo común, había plasmado un orgullo de nación que, de otro modo, jamás se hubiese consolidado. De hecho, hasta entonces la historia de esos pueblos estaba signada por la lucha constante. En sus apuntes Quetza escribió la primera estrategia para posesionarse de esos territorios: «Tochtlan, llamada por los nativos España, constituye una unión artificial de distintos reinos que poco tienen en común; al contrario, estos pueblos guardan una rivalidad contenida, latente como la vida dentro de una semilla, tendiente a desatarse. La primera medida que habrá de tomarse al arribar con nuestros ejércitos, será intentar exacerbar los viejos enconos para romper esta frágil unidad». Y las observaciones de Quetza no sólo valían para los españoles: los moros que ahora bloqueaban el tránsito comercial hacia el Oriente, fuente de los más grandes tesoros, cometieron el mismo error que aquellos a quienes habían sojuzgado: fragmentados en luchas intestinas entre caudillos de tribus rivales, pagaron el error con la derrota.

Quetza también advirtió otro hecho crucial para cuando llegara la hora de desembarcar con sus tropas: según sostenían los nativos, la lucha contra el moro no era sólo de índole territorial, política y económica, sino, ante todo, se trataba de una guerra entre sus dioses. Si el Dios más importante de los españoles era el Cristo Rey de la guerra, aquel a quien ofrecían sacrificios, el de los moros era uno al que llamaban Mahoma. Igual que Quetzalcóatl, Mahoma fue, antes que un Dios, un hombre, un profeta. Como el sacerdote Tenoch, aquel que condujo a su pueblo hacia el lago sobre el cual fundó Tenochtitlan, Mahoma supo hacer de su ciudad de nacimiento, La Meca, el centro desde donde irradiaba su poder. También comprendió Quetza que en el extraño panteón de aquellas religiones, Mahoma era la advocación de un Dios mayor llamado Alá. Cristo Rey era el Hijo del Gran Dios Padre, cuyo nombre, en los antiguos libros sagrados de los judíos, era Jehová. Pero lo que más sorprendía a Quetza era el hecho de que unos y otros reconocían en Alá, Dios Padre y Jehová al mismo y único Dios. Por otra parte, los musulmanes aceptaban al Cristo Rey como un profeta y a Abraham, el gran patriarca del antiguo pueblo de Israel, de donde provenía Cristo, como su propio padre fundador. De hecho, el templo de la ciudad de La Meca, cuna de Mahoma, había sido erigido por Abraham. Entonces, se preguntaba Quetza, cuál era el motivo último de aquella guerra interminable. Acaso, se respondía el joven jefe mexica, el nombre de los dioses fuese la excusa para disputarse territorios, riquezas y voluntades.

En efecto, Quetza notaba no sin asombro que aquellas tres religiones eran tan semejantes que hasta compartían dioses y libros sagrados. La España a la que había llegado Quetza era la del orgullo católico hecho de triunfo y prepotencia, la de quienes habían expulsado a los moros y perseguían ahora a los judíos. Si aquellos nativos no se mostraban dispuestos a aceptar de buen grado religiones tan semejantes, si luego de tantos siglos de ocupación musulmana, rechazaban a Mahoma en nombre de Cristo Rey, si aun teniendo por sagrados sus libros, los judíos eran perseguidos, expulsados y asesinados, cómo habrían de aceptar la religión de Quetzalcóatl el día que desembarcaran las tropas mexicas. Quetza no ignoraba que era imposible dominar a un pueblo si no se le imponían, por la fuerza de la fe, los dioses de los vencedores.

El joven jefe de los mexicas podía encontrar puntos de comunión entre Abraham, Cristo, Mahoma y Tenoch. Igual que los tres primeros, Tenoch era un hombre que había sabido hablar a sus semejantes, uno a uno, hasta convencer a todo un pueblo de marchar a lo desconocido para encontrar su propio destino; lo mismo que aquéllos, Tenoch pudo guiar a los suyos hasta encontrar un sitio en este mundo o, acaso, en otro; un mortal que, sabiendo entender los mensajes de los dioses, había podido encontrar cada signo para erigir la ciudad de Dios en la tierra prometida. Tal vez, pensó Quetza, si los sacerdotes mexicas llegados con las tropas conseguían convencer a los nativos de que sacrificar hombres a Huitzilopotchtli resultaría más provechoso que ofrendarlos inútilmente al Cristo Rey, Dios en cuyo nombre se lanzaban a la guerra y a quien entregaban vidas humanas para que se consumieran en la hoguera, la conquista del Nuevo Mundo se vería facilitada. Pero cada vez que lo asaltaban estos pensamientos, Quetza se asustaba de sí mismo: él era un sobreviviente del hambre voraz de Huitzilopotchtli; todavía tenía el cuerpo marcado por las pezuñas del Dios de la Guerra y los Sacrificios. Entonces rememoraba la voz de su padre, quien le había enseñado a enaltecer la vida y menospreciar la muerte. Recordaba los preceptos de Tepec, aquel que lo liberó del verdugo poco antes de que el filo de la obsidiana le atravesara el pecho cuando era apenas un niño. Si alguien en este mundo no tenía derecho a pronunciarse en favor de los sacrificios, ése era Quetza. Se dijo entonces que si algún sentido tenía la conquista del Nuevo Mundo, debía ser el de sembrar la semilla olvidada de los viejos principios de sus antepasados, los Hombres Sabios, los toltecas. Nunca estuvo en el espíritu de Quetza tener gloria ni poder; pero si el poder que le otorgaba el hecho de haber descubierto las nuevas tierras servía para desterrar los sacrificios, se hicieran en el nombre del Dios que fuese, quizá sí valiera la pena ejercer esa potestad. Pero los españoles, cuyos
tlatoanis
eran llamados los Reyes Católicos, no sólo no parecían dispuestos a aceptar mansamente nuevos dioses sino, por el contrario, se diría que estaban resueltos a imponer los suyos más allá de sus fronteras. Al capitán mexica volvió a ensombrecerlo la idea que sobrevolaba con el lento acoso de un pájaro agorero: más tarde o más temprano esos salvajes iban a alcanzar Tenochtitlan si los suyos no atacaban antes.

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