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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El caballero del templo (9 page)

BOOK: El caballero del templo
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El maestre hizo una señal y uno de sus escuderos se acercó con un rollo de pergamino que desplegó en cuanto lo tuvo en sus manos.

—Esto es Acre —supuso Jaime de Castelnou.

—En efecto, hermano, es un plano con las fortificaciones de la ciudad. Aquí estamos nosotros —apuntó señalando con el dedo un arco que representaba la puerta de San Antonio—, y aquí la Bóveda. En una cámara contigua a la sala capitular se guarda el tesoro de la Orden en Tierra Santa, cuatrocientas mil libras en joyas, oro y plata.

»Bien, tú, Jaime de Castelnou, serás el encargado de su custodia. Si nuestras posiciones en la muralla exterior son desbordadas, abandonarás tu puesto sea cual sea la situación y deberás acudir presto a la Bóveda; allí embarcarás el tesoro en una nave que estará anclada junto a una puerta que da directamente sobre el mar. Entre las rocas de esa zona existe una pequeña ensenada con profundidad y anchura suficiente para que una de nuestras galeras se acerque hasta el mismo muro y pueda cargar el tesoro desde nuestro edificio central.

»En ese caso, dirigirás la galera hacia Chipre y quedarás como custodio del tesoro hasta que un nuevo maestre decida su nueva ubicación.

—¿Un nuevo maestre? —se sorprendió Castelnou.

—Claro, pues si se da el caso, yo quiero morir luchando en Acre. No pienso huir de la ciudad, con la infama de un maestre ya hemos tenido bastante.

Beaujeu se refería al maestre Ridefort, el insensato que condujo al Temple al borde del desastre cien años antes en la batalla de Hattin.

—¿Por qué yo, hermano maestre? Ni siquiera hace dos años que visto el hábito blanco de caballero —pregunto Castelnou.

—Pues ya deberías saber que no debes hacer preguntas, sino limitarte a obedecer a tus superiores.

Castelnou bajó la cabeza abochornado.

—Pero, hermano maestre, yo…

—Y no te avergüences, levanta la cabeza y muestra el orgullo que todo templario ha de sentir al portar ese hábito.

»Por lo demás, ¿hay alguna novedad, hermano Guillem?

—Ninguna, hermano maestre, ninguna. Todos los hombres están en su puesto y todo el equipo ha sido repartido conforme a las instrucciones recibidas —informó Perelló.

—Tan eficaz como siempre.

El maestre Beaujeu dio un abrazo a los dos caballeros y salió de la azotea de la torre seguido por su séquito.

—¿Por qué yo?, ¿por qué no tú, hermano, que tienes mucha más experiencia?

—No lo sé, pero ya has oído al maestre; no preguntes y limítate a obedecer, que es lo que juraste cuando recibiste la capa blanca en Mas Deu.

Capítulo
XIII

L
a calma era absoluta. Sólo una ligera brisa del mar que hacía ondular los estandartes enarbolados en lo alto de los torreones alteraba la quietud. Hacía dos días que los últimos espías y oteadores destacados en la ruta de Egipto habían corrido a refugiarse dentro de las murallas de Acre. Los templarios habían distribuido armas y provisiones en las torres del sector norte que les habían atribuido para la defensa; decenas de estandartes y banderas negras y blancas ondeaban en lo alto de los muros, en tanto los caballeros pasaban las horas en silencio mirando fijamente hacia el fondo de la llanura costera.

Nadie movía un dedo, pero todos tenían la mirada clavada en el horizonte, como si estuvieran esperando un acontecimiento sobrenatural. Armados con espadas, lanzas y arcos, y protegidos por las cotas de malla, las corazas y los yelmos de combate, los templarios aguardaban tensos en sus puestos.

—Llevamos así horas; ¿qué está pasando? —le preguntó Jaime a Guillem de Perelló sobre la terraza del torreón cuya defensa les habían asignado el mariscal y el senescal del Temple.

—No lo sé; es como si el miedo estuviera latente en el aire. Lo puedo sentir. Hace dos días que regresaron los exploradores, pero aquí no sabemos nada de lo que está ocurriendo ahí afuera.

—Tal vez su ejército no sea tan grande como han asegurado los espías.

—Enseguida tendremos ocasión de comprobarlo por nosotros mismos.

Perelló alargó el brazo y señaló hacia la llanura. Al fondo de la llanura brotó, como si emergiera de detrás del horizonte, una masa de soldados que avanzaba hacia Acre cual una marea marrón y gris.

En unos instantes todo el frente de la tierra se llenó de un mar de picas, corazas y cimeras.

—¡Ahí están los mamelucos! —exclamó Jaime—. Sí, ahí los tienes, el ejército del sultán de Babilonia al completo; doscientos mil hombres, tal vez el mayor ejército jamás visto.

—¿Qué podemos hacer?

—Nada, hermano, nada; bueno, tal vez prepararnos para morir con dignidad. No hay otra salida.

—Tal vez si recibimos ayuda…

—¿Ayuda?, ¿de quién?, ¿del papa?, ¿de los monarcas cristianos? No, hermano, no, estamos solos; nosotros, los defensores de Acre, frente a ellos, los mamelucos. No esperes ninguna ayuda. La cristiandad se ha olvidado de nosotros. Hubo un tiempo en que fuimos el orgullo de la Iglesia y el escudo de la fe; ahora somos un estorbo, y tal vez un mal recuerdo en sus conciencias.

»Hoy es 5 de abril, una fecha que los anales recordarán como fatídica para la cristiandad de Ultramar. Es probable que en este día se haya iniciado en verdad el fin.

Perelló dio la orden a los sargentos y a los escuderos para que se mantuvieran atentos a los movimientos de los mamelucos. El caballero templario observó uno a uno a los hombres que tenía a su mando en aquel torreón y miró a los ojos a Jaime, que actuaba como segundo jefe de la torre.

—¿No hay esperanza, verdad? —preguntó Castelnou.

Perelló hizo un movimiento de negación con la cabeza, se ajustó el casco de combate y desenvainó su espada de doble filo.

—¡Todo el mundo atento, todos preparados, esos sarracenos pueden cargar contra nosotros en cualquier momento! —gritó Perelló, a la vez que se colocaba su casco cilíndrico y ajustaba las correas a su cuello.

Castelnou hizo lo mismo y todos los defensores de la torre se prepararon para la lucha.

Un emisario del sultán se acercó hasta una de las puertas y reclamó la entrega de la ciudad a cambio de perdonar la vida a todos sus habitantes; tenían todo el día para decidirse. Al día siguiente a la misma hora volvería para recibir la respuesta. Reunido el consejo de jefes, sólo el maestre del Temple propuso aceptar la oferta y entregar Acre; fue tachado de cobarde por todos los demás, que decidieron resistir. El emisario regresó para oír la negativa a la propuesta de rendición.

La enorme multitud de tropas que conformaban el ejército mameluco avanzó de inmediato hasta colocarse a una distancia de unos doscientos pasos de las murallas.

Cuando se detuvieron, se hizo un silencio espeso y metálico. La brisa del mar volvía a soplar desde el oeste y los estandartes se agitaban en sus mástiles. Al fondo, como surgido de las entrañas de la tierra, comenzó un estruendo; sonaba como un redoble de mil, de un millón de timbales repicando al unísono, como si un gigante de innumerables brazos los estuviera golpeando a la vez. Un ritmo monocorde y reiterativo fue creciendo hasta hacerse ensordecedor.

De pronto, la compacta masa humana del ejército de Egipto comenzó a abrirse en diversos puntos, como si varios ríos invisibles hubieran orillado a las tropas, y al fondo, entre los vítores de los soldados mamelucos, aparecieron.

Los sarracenos las habían bautizado como la
Victorios
. y la
Furios
.; eran las dos mayores catapultas fabricadas por el hombre; habían sido construidas en Egipto y trasladadas en varias piezas durante más de un mes en decenas de carros tirados por centenares de bueyes. En apenas dos días habían sido montadas, y arrastradas con bueyes, hombres y camellos se acercaban amenazadoras hacia las murallas de Acre.

—¡¿Qué es eso?! —se extrañó Jaime.

—Catapultas; las más grandes que he visto hasta ahora. Jamás imaginé que pudieran construirse de un tamaño similar. Me temo que con ellas podrán lanzar piedras de hasta tres centenares de libras de peso. Ni siquiera estas murallas reforzadas podrán resistir semejantes proyectiles.

—¿Quiere decir eso que no van a asaltar la ciudad?

—Por el momento, parece que no. Creo que antes van a lanzarnos unos cuantos proyectiles para minar nuestras defensas y nuestra moral. Fíjate allí.

Perelló señaló entre las dos catapultas gigantes a un grupo de máquinas más pequeñas; los mamelucos tenían unas doscientas de ellas.

—¿También son catapultas?

—Sí. Se llaman madrones; son formidables máquinas de guerra capaces de lanzar enormes piedras de casi cien libras de peso a cuatrocientos pasos de distancia. Las vi en acción hace unos años, en mi primer período de estancia en Tierra Santa. Las emplearon contra los muros de uno de nuestros castillos en la costa. Derribaron cien pasos de un muro de sillares en apenas medio día. Bien, parece que esto va en serio.

Los habitantes de Acre, que habían acudido en masa a las murallas para contemplar el despliegue de los mamelucos, quedaron descorazonados. Los informes de los espías se habían quedado cortos. El ejército mameluco estaba integrado por doscientos mil soldados; nunca se había visto en Tierra Santa, tal vez en toda la historia, un número similar de combatientes: cuarenta mil jinetes y ciento sesenta mil infantes.

Los sitiadores no perdieron tiempo; uno a uno, los madrones fueron alineados a espacios regulares frente a los muros de Acre, apenas a doscientos pasos de distancia. Tras ellos se agolpaban decenas de carros cargados de piedras del peso de un hombre. Durante medio día y ante la mirada expectante de los sitiados las catapultas se fueron montando y anclando, y desde los carros se descargaron los proyectiles que fueron siendo depositados al lado de cada una de aquellas máquinas.

Un poco más atrás de la línea de catapultas se habían desplegado miles de tiendas de entre las cuales ascendían centenares de finas columnas de humo.

Mediada la tarde se hizo la calma y desapareció la frenética actividad que desde los muros se atisbaba en el campamento mameluco. Y de nuevo sólo se oyó la brisa del mar y el aleteo de los estandartes.

—¿Y ahora qué? —preguntó Jaime.

Guillem de Perelló señaló a un grupo de jinetes que cabalgaban al galope recorriendo la línea de catapultas.

—Mira. Están transmitiendo una orden a los artilleros; imagino cuál es.

Cuando los jinetes hubieron recorrido todos los puestos de tiro, enarbolaron unos estandartes amarillos y comenzaron a ondearlos alzados en las grupas de sus caballos. Y como si del mismo resorte se tratara, las doscientas catapultas comenzaron a la vez a vomitar las pesadas piedras sobre Acre.

Unos silbidos agudos rasgaron el aire y los primeros proyectiles pasaron por encima de los muros para ir a caer sobre las casas más cercanas, causando un enorme estruendo.

—Están fallando —dijo Jaime.

—No, disparan al interior. Lo que pretenden es amedrentar a la población, y no derribar los muros, al menos no con estas primeras andanadas.

Los defensores oían y veían pasar sobre sus cabezas las enormes piedras, que de inmediato impactaban sobre las casas derrumbando tejados y paredes. Los moradores de aquellas viviendas salieron despavoridos corriendo hacia ninguna parte.

—Hermano Jaime, toma a un par de sargentos y baja de esta torre. Avisa a la gente de las casas más próximas para que se retiren hacia el interior de la ciudad.

Castelnou y los dos sargentos descendieron a grandes zancadas por las estrechas escaleras del torreón y comenzaron a gritar ya en la calle que todo el mundo saliera de las casas y se retirara hacia la costa. Cada poco tiempo, y tras un silbido agudo, un proyectil impactaba en una casa provocando el pavor de los que huían desesperados.

Desde el inicio de la calle que desembocaba en la puerta de San Lázaro, Jaime pudo ver a decenas de personas moviéndose aterradas sin saber muy bien adonde dirigirse.

—¡Alejaos de las murallas, corred hacia el interior de Acre! —les gritó Castelnou, aunque sin demasiado éxito.

Después regresó a lo alto de la torre que tenía asignada. Perelló y los templarios a su mando seguían, impotentes en la distancia, observando atentos los disparos de las catapultas.

—¿Has conseguido que se retiren de aquí? —le preguntó.

—No estoy seguro. Algunas personas están tan atemorizadas por el pánico que ni siquiera han escuchado lo que les decía. ¿Qué podemos hacer?

—De momento, esperar.

—¿No hay manera de responder a esos disparos?

—No disponemos de catapultas tan potentes, y somos muy inferiores en número. Para situaciones como ésta los manuales de guerra sólo ofrecen dos soluciones: resistir el asedio reconstruyendo lo que las catapultas destruyen o realizar una salida sorpresa y desbaratar a los sitiadores.

«Estoy seguro de que el maestre y el mariscal están trazando algún plan al respecto. Los templarios no sabemos quedarnos quietos esperando que nos machaquen como a insectos. Ahora, fíjate, hay al menos doscientos pasos desde el muro exterior hasta la línea de catapultas, y esos doscientos pasos son un terreno llano y despejado. Un grupo de jinetes podría alcanzar esos malditos ingenios antes de que pudieran reaccionar los artilleros que los manejan, y tal vez podría destruir algunos madrones, pero sería insuficiente.

Capítulo
XIV

A
maneció el día 6 de abril casi a la vez que los primeros proyectiles volvían a caer sobre Acre.

Jaime había dormido muy poco, recostado bajo su capa en un rincón de la sala interior del torreón. Unos criados acababan de traer una olla todavía humeante con un potaje de legumbres y carne que fueron sirviendo a los defensores de la torre. En aquellas circunstancias la normas de la Orden del Temple que regulaban las comidas, sus horarios y la forma de servirlas no servían de nada. Cada templario, independientemente de su cargo o categoría, se servía su ración y comía en silencio lo más rápido posible para reincorporarse de inmediato a su puesto en la muralla.

Castelnou despachó su escudilla, se colocó el yelmo cilíndrico y salió al exterior de la torre. Al mirar hacia el exterior, quedó impresionado. La
Victorios
. estaba enfrente de la puerta de San Lázaro. Los mamelucos habían aprovechado la noche para acercar una de sus dos enormes catapultas hasta la primera línea de madrones, y parecía lista para disparar.

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