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Authors: Megan Maxwell

Tags: #Aventuras, romántico

Desde donde se domine la llanura (42 page)

BOOK: Desde donde se domine la llanura
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Cuando quedó libre de él, Gillian se llevó la mano a la herida y, al tocar con sus dedos su hinchada cara, y en especial, su ceja, susurró:

—¡Oh, Dios, qué golpazo!

De pronto, chilló horrorizada al comprobar que al mirar al frente seguía viendo por un solo ojo. Levantándose, se tocó la cara y la notó extraña y con unas protuberancias que días antes no tenía.

—¡Ay, Dios, Susan! ¿He perdido un ojo? —Sin darle tiempo a responder, Gillian prosiguió—: Maldita sea…, maldita sea. ¿Por qué todo me tiene que pasar a mí?

Susan la miró, y aunque suspiró por el feo golpe que Gillian tenía en el rostro, dijo para tranquilizarla:

—Calmaos, milady, no habéis perdido ningún ojo. Lo que os ocurre es que tenéis inflamada toda la zona del golpe, pero en unos días ya veréis como la hinchazón bajará.

—Déjame un espejo —exigió con voz ronca.

—Quizá no sea una buena idea que aún os veáis, milady.

—¡Dame el espejo! —chilló como una posesa, y la mujer se lo dio. Incrédula, vio el reflejo de su cara y se quedó sin palabras. Además de tener aún sangre seca por la frente y la mejilla, su ojo había desaparecido y sólo se veía una inflamación en un tono verde oscuro tirando a granate que la hizo chillar.

—¡Oh, Dios! ¡Oh, Diossssssssss! Pero si parezco un oso.

—Tranquilizaos, milady. Ponerse tan nerviosa no es bueno para el bebé —susurró la mujer.

Entonces, Gillian la miró y preguntó:

—Susan, ¿todo el mundo sabe lo del bebé?

Ésta asintió, y Gillian resopló con desesperación. Odiaba los cuchicheos.

—Y dejadme deciros, mi señora, que nadie duda de que sea de nuestro señor. Escuchar aquello era lo que más necesitaba y, cogiéndole las manos con cariño, Gillian se las besó.

—Gracias, gracias…, gracias.

—Milady, por Dios —susurró Susan, azorada—. Nadie pondrá en duda ante nosotros que ese bebé es un auténtico McRae.

—El problema es que es el padre el que no lo cree. —¡Oh! Los hombres a veces son…

—Sí, peores que niños… Ya lo sé, Susan. Ya lo sé. Alterada por su propia visión, se fijó en la herida que le provocó el golpe. Era alargada y estaba justamente encima de la ceja, y su aspecto con los puntos era de lo más asqueroso.

—¡Por todos los santos, Susan, soy un monstruo! —exclamó, incrédula. La mujer, acostumbrada a curar heridas mucho peores que aquélla, intentó calmarla.

—Milady, el portón del ventanuco os dio un buen golpe. Suerte habéis tenido de que no os saltara el ojo u os rompiera los dientes.

De repente, abrió la boca, y al comprobar que todos sus dientes continuaban allí, suspiró, aliviada, pero preguntó:

—Susan, ¿estás segura de que mi ojo continúa en su sitio? La mujer sonrió. No quería hacerlo, pero su señora era tan graciosa que no pudo remediarlo.

—Creedme, no os preocupéis. Vuestro precioso ojo está todavía en su sitio. Ya veréis como en unos días la hinchazón desaparece y volvéis a mostrarnos vuestra bonita cara. —Y quitándole el espejo de las manos, dijo—: Ahora voy a lavaros el cabello; lo tenéis todavía pegajoso. También os limpiaré restos de sangre de la cara. Os prometo, milady, que luego os veréis más bonita.

«¿Bonita? Pero si parezco un oso», pensó con desesperación. Mientras Susan se afanaba en lavarle el pelo y ser agradable con ella, Gillian no podía dejar de pensar en su aspecto. ¿Cómo aparecer así ante Niall? Imposible. No permitiría que la viera en aquella situación. Con seguridad se mofaría y le volvería a dejar claro que Diane McLeod era más bonita que ella.

—Milady, ¿puedo haceros una pregunta?

—Sí, Susan.

La mujer, estirándole del pelo, preguntó:

—¿Por qué tenéis este feo trasquilón aquí? ¿Queréis que os iguale el cabello? Mirándose en el espejo, Gillian resopló y recordó su última discusión con Niall.

Pero no pensaba contarle que él la castigaba cortándole mechones, y con una tonta sonrisa, respondió:

—No lo iguales, ya lo haré yo. Y en cuanto a tu pregunta, me lo hice practicando en la liza con Cris McLeod.

Susan asintió y continuó desenredándole el pelo.

Capítulo 53

Desde la ventana, Gillian observaba a los hombres y a su marido. Estaban levantando cuadras nuevas y trabajaban desde el alba con dureza.

Sin que pudiera evitarlo se fijó en Niall. Aquella mañana se lo veía guapísimo. Pero ¿cuándo no? Sonreía junto a Ewen y parecía divertirse por algo. Verlo sonreír le encantaba. Aquel gesto alegre era el que él había tenido siempre en el pasado. Un gesto que con ella no solía practicar.

Acercándose de nuevo al espejo del bonito tocador que había comprado, murmuró:

—De verdad…, de verdad, Gillian, que lo que no te pase a ti, no le pasa a nadie. Necesitaba salir de la habitación, pero su marido y los guerreros estaban trabajando casi enfrente del portón principal del castillo, y estaba segura de que en cuanto saliera por la puerta la verían y advertirían su terrible aspecto.

«La ventana de la escalera». Pero al pensar en su bebé se negó a tirarse de nuevo. Aunque poco después, lo volvió a considerar. Era su única escapatoria.

Si se descolgaba por aquella ventana, podría llegar hasta su cabaña para coger ropa limpia. Si lo había hecho una vez y no le había pasado nada volvería a hacerlo. Abrió la puerta de la habitación y, con sigilo, llegó hasta la susodicha ventana. Una vez que la abrió se sentó en el alféizar, y sin pensarlo, se lanzó, aunque esa vez la caída no fue tan limpia como días atrás. El ojo cerrado la desequilibró y rodó por el suelo.

—¡Ayyy! ¡Qué patosa soy! —se quejó al levantarse. Tras quitarse el polvo del vestido y comprobar que nadie la había visto, corrió hacia las cabañas, feliz de que el aire le diera por fin en la cara. Una vez que entró en la pequeña cabaña se sorprendió al ver la puerta del ventanuco arreglada y ni rastro de la sangre que debió de perder.

Con rapidez, abrió el baúl y sacó una falda, una camisola y una casaca. Cuando se las puso se sintió limpia. Como detalle, se colocó alrededor de la cintura un cinturón de talle bajo hecho con varias placas metálicas, y comprobó, incrédula, que le estaba más entallado de lo que ella recordaba.

«¡Uf!, me estoy poniendo como un tonel».

—Gillian, ¿estás aquí?

Era Niall. Fue a cerrar la puerta de la cabaña precipitadamente, pero ésta estaba apoyada en la pared con los goznes y bisagras rotos. Entonces, recordó que la noche de la tormenta su marido la había roto de una patada para entrar.

No tenía escapatoria. Niall iba a ver su aspecto, y ella tendría que soportar su burla. Se movió hacia el interior de la cabaña y miró hacia la pared, hasta que la sombra de Niall tapó la luz que entraba por la puerta.

—Hola, Gillian.

—Hola —respondió sin volverse.

Uno de sus hombres le había avisado de que había visto a su esposa subir hacia la cabaña, e inquieto por saber cómo estaba fue en su busca.

—¿No me digas que has vuelto a saltar por la ventana?

—No te interesa —respondió ella.

—Una mujer en tu estado no debe hacer esas cosas. —Tú lo has dicho: es mi estado. Es mi hijo; por lo tanto, déjame a mí tomar mis propias decisiones sobre lo que debo o no debo hacer. Durante aquellos dos días con ella en la habitación, había intentado dialogar, pero ella se había negado. Sólo había tenido que verla llorar una vez para saber que se había comportado como un energúmeno, y él no quería ser así. La amaba y la adoraba. La necesitaba más que a nadie en el mundo, y por ello se había propuesto reconquistarla, aunque ella se lo pusiera difícil.

—¿Te encuentras bien?

—Sí.

—¿Te duele la cabeza, o algo?

—No.

—Necesito hablar contigo, Gillian.

—Pues yo contigo no.

—Cariño —susurró.

—¡No me llames cariño! —gritó ella.

Consciente de que debía tener la paciencia que últimamente no había tenido con ella, suspiró; pero tras un incómodo silencio se extrañó de que Gillian no se moviera ni lo mirara. Por eso, se acercó a ella, hasta quedar justo detrás. Necesitaba abrazarla, besarla, decirle todas las cosas bonitas que ella se merecía, pero temía su reacción.

—No… se te ocurra tocarme ni mirarme.

Extrañado, le puso la mano en el hombro.

—¡Maldita sea, Niall! No… me toques.

Sin entender qué le pasaba, la asió por la cintura y, dándole la vuelta, la puso frente a él. En ese momento, Gillian se tapó la cara con las manos, y entonces, él lo entendió. Con un cariñoso gesto, susurró:

—Gillian, la hinchazón desaparecerá. No te preocupes. En pocos días tu cara volverá a ser tan preciosa como siempre.

Sorprendida por aquel piropo, ella entornó el ojo sano y le miró.

—No quiero que me veas así. Estoy segura de que te causaría más repugnancia de la que ya te causo, y conociéndote, seguro que te mofarás de mi horrible apariencia y comenzarás a ensalzar la preciosa apariencia de otras.

Confundido y avergonzado por lo que ella decía, susurró:

—Te puedo asegurar que me causas muchas cosas menos repugnancia, Gillian. —«Vaya, hoy está en plan irónico», pensó tras resoplar. Pero dispuesta a no dejarse vencer por sus halagos, dijo:

—Niall, ¿puedo pedirte una cosa?

—Claro —asintió él, divertido.

—Podrías salir de mi casa para que yo me pueda ocupar de que esté limpia y decente para mí. Y por favor, dile a alguno de los hombres que venga y me arregle la puerta. Me gustaría tener algo de intimidad, y sin puerta, no creo que la tenga.

La miró, boquiabierto. ¿De verdad pretendía seguir durmiendo allí?

—Gillian, no quiero que duermas aquí, y mucho menos que consideres esta casucha tu hogar.

—¡Puf! —protestó, dándose la vuelta. No quería mirarlo.

—¡Puf!, ¿qué? —gruñó él.

—Mira, Niall. No quiero discutir contigo. Sólo quiero que le pidas a alguno de los hombres que venga a arreglarme la puerta. Sólo eso.

—Gillian… —susurró, acercándose a ella por detrás.

—No…, no te acerques a mí.

Dispuesto a conseguirla fuera como fuera bajó su cara hasta hundirla en su cuello para aspirar el perfume de su pelo y susurró:

—Te quiero, Gata.

Aguantando las ganas de estamparle el cazo que tenía ante ella, tras mover su hombro para que él se separara, espetó:

—Me alegra saberlo, Niall, pero yo no te quiero a ti.

—Sé que es una mentira piadosa; tú me quieres.

—No, no miento. Te quería, pero ya no. Ahora sólo quiero a mi hijo. —Cabizbajo por oír aquello, decidió desnudar su corazón, y murmuró:

—Soy un bobo, un idiota, un necio, soy todo lo que tú quieras que sea. Me merezco que estés enfadada conmigo, que me ignores, que no me hables, pero déjame decirte que soy un hombre enamorado de ti y que haré todo lo que esté en mi mano para que vuelvas a creer en mí y me quieras.

Resistiendo el impulso de tirarse a su cuello por lo que acababa de decir, respiró hondo y, negando con la cabeza, murmuró:

—Entre tú y yo nunca habrá nada. Lo que hubo pertenece al pasado y, como tal, ha de quedar olvidado.

Sin darse por vencido y sin separarse de ella, le susurró al oído:

—No voy a permitir que no me ames. No voy a permitir que olvides lo que una vez existió entre tú y yo. Y no lo voy a permitir porque sé que me quieres, y yo no puedo ni quiero vivir sin ti.

A punto de saltársele las lágrimas y olvidándose de su aspecto, Gillian se volvió hacia él y gritó:

—Eres despreciable. ¡Te odio! Todo esto lo haces para que yo vuelva a caer como una boba en tu lecho. Pero estoy segura de que cuando hayas disfrutado de mí y la vida se normalice, volverás a humillarme y a decirme eso de «¿por qué te has casado conmigo?». Además, llevo en mis entrañas un bebé del que tú, ¡maldita sea, tú!, has dicho que es un bastardo. Por lo tanto, no te acerques a mí porque ni mi hijo ni yo queremos nada de ti.

Al ver cómo la miraba, tocándose la cara, bramó:

—¡Deja de mirarme el rostro así!

Al sentarse en la silla, su falda le jugó una mala pasada y, de pronto, se oyó cómo la tela se rasgaba. Incrédula por los cambios que su cuerpo estaba experimentando, sollozó mirándole.

—Ahora, además de deformada y de ser un monstruo, me estoy poniendo gorda y…

—Gillian, no pasa nada. No eres un monstruo —murmuró, enternecido—. Tienes otros vestidos. No te disgustes por eso.

Pero ella lloró todavía más fuerte, desconcertándolo por momentos.

—Odio que me veas con esta cara de oso.

Conmovido por la ternura que ella le ocasionaba, se puso de cuclillas en el suelo para estar a su altura y, sin tocarla, dijo:

—Yo no creo que parezcas un oso, cariño.

—¡Oh, sí!, no me mientas. Tengo la cara tan hinchada que parezco un oso cuando despierta tras su letargo. No me digas que no.

Divertido por lo que ella decía, fue a tocarla, pero Gillian no le dejó. Incapaz de seguir viendo cómo sollozaba como una indefensa damisela, Niall preguntó:

—Gillian, cariño, ¿por qué lloras ahora?

—No me llames cariño.

—Sí.

—No, no te lo permito.

Intentando convencerse de que aquellas lágrimas eran síntoma del embarazo, Niall continuó:

—Si es por el vestido, no pasa nada; encargaremos más. Y en cuanto a tu cara, no te preocupes. Te aseguro que dentro de nada volverás a estar tan guapa y preciosa como siempre.

Parando unos instantes de llorar, le miró con su único ojo sano y, en un susurro, preguntó:

—¿De verdad piensas que soy guapa?

—No, porque e…

—Lo sabía… Es una mentira piadosa —gimió, tapándose la cara.

—Porque eres preciosa, Gillian. La mujer más bonita, preciosa y valiente que he conocido en mi vida. La mujer con la que tengo el honor de estar casado y que deseo con toda mi alma que me perdone y regrese a nuestro hogar.

Atontada por escuchar aquellas palabras tan bonitas y dulces comenzó a llorar con más fuerza. Eso desconcertó aún más al
highlander
, y sin saber qué hacer, se le ocurrió decir:

—Cariño, eres una guerrera, y los guerreros no lloramos. Al oír esas palabras, de un salto la joven se levantó de la silla y dijo: —¡Fuera de mi casa!

—Ya estamos otra vez con eso. Gillian, cariño… Pero ella no quería escucharlo. Estaba embarazada, con la cara magullada y sola en el mundo.

—¡Fuera de mi casa he dicho! —volvió a gritar. Convencido de que era inútil hablar con Gillian en ese momento, finalmente se levantó y se marchó. Ya hablaría con ella cuando estuviera más tranquila. Pero no. Hablar con Gillian fue imposible. Le rehuía, y eso le estaba sacando de sus casillas. Cuando llegó la noche, ella se encerró en la cabaña, y Niall blasfemó al ver la puerta arreglada. No había manera de entrar si no era echándola abajo, y no quería ni asustarla ni dañarla. Bastante bruto había sido ya con ella. Aquélla fue la primera de muchas noches que Niall, tras ver cómo ella se marchaba a la cabaña, se sentaba abatido y malhumorado en el alféizar de su ventana mientras se preguntaba qué podía hacer para reconquistar a su mujer. Ella era demasiado importante y valiosa para él como para que las cosas quedaran así.

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