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Authors: Federico Jiménez Losantos

Tags: #Ensayo, Economía, Política

De La Noche a La Mañana (46 page)

BOOK: De La Noche a La Mañana
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Para el futuro de la COPE, la puesta en escena era tan importante como los argumentos. Pero éstos obedecían al mismo criterio de claridad y debate democrático en que debíamos basar nuestra razón de ser y nuestra influencia política. Partíamos de la crisis de legitimidad en la política madrileña, que era evidentísima pero que los señoritos de la política y de los medios se negaban a tomar en serio. Tras levantar acta de la crisis, defendíamos que la solución menos gravosa era la más radical: apelar al pueblo, votar cuantas veces hiciera falta, buscar en la ciudadanía, base del sistema representativo, esa legitimidad que se escurre entre los dedos de la burocracia partidista. Naturalmente, al tiempo que defendíamos nuestra fórmula, atacábamos la alternativa: el pacto tácito o expreso con los «despojos», con los poderes fácticos del ladrillo y con el silencio tácito del polanquismo que defendían el
ABC
y el candidato a la sucesión de Aznar llamado Rodrigo Rato.

Frente a esa derecha apoltronada, por no decir amoral, de los Rato y Gallardón, que, junto a la mendigada protección de Polanco, encontraba en el conservadurismo fáctico del
ABC
su órgano natural de expresión, Esperanza Aguirre se convirtió en poco tiempo, y siempre a través de la nueva COPE, en el símbolo del cambio necesario en un PP demasiado acostumbrado al Poder y dramáticamente alejado de sus bases populares. El comienzo de mi primera temporada en
La mañana
coincidió con la nueva campaña electoral en Madrid, y en ella yo apoyé sin restricciones, a bombo y platillo, a Esperanza Aguirre, pero no como candidata del PP —un partido en el que, como me preocupaba de recordar, había de todo—, sino como símbolo político de la derecha ética y democrática. Fue una auténtica prueba de fuerza y de confianza en el buen juicio de la base popular de la derecha, que no era sólo la del PP sino la que yo buscaba recuperar para la COPE.

La izquierda no se fue de excursión el día de las elecciones, como había pronosticado la derecha de alquiler, que siempre fía sus posibilidades de victoria a que la izquierda no vote. Pero en la derecha sociológica de Madrid nadie se quedó tampoco en casa. Por más que las encuestas favorecieran ligeramente al PP, era lógico que, después del escándalo, no aflorase en ellas un voto oculto pero previsible de la izquierda. Así que yo insistí en que para ganar haría falta cada voto y, aun así, sería difícil. No obstante, en el equipo de Esperanza se respiraba algo más importante que la euforia: confianza. Su campaña anterior había sido una birria tecnoidiota típica del arriolismo genovés, que promueve diputados o concejales como el que vende compresas o refrescos. Esta, en cambio, centrada en la figura de Esperanza tras su formidable actuación en la crisis de la Asamblea, fue incandescentemente política, de principio a fin. Todo se centró en la corrupción, pero ni una sola prueba de corrupción pudieron achacarle al PP y, sobre todo, ninguna podían achacarle a Esperanza porque ella no había comprado a nadie. De ser así, habría formado gobierno con Tamayo y Sáez o a su sombra, sin correr el riesgo de perder en las urnas. Que no era nada difícil.

Pero lo más importante de esa campaña es que no se hizo, como la primera, a la sombra del anterior presidente, Gallardón, sino a la contra de casi todo: la burocracia partidista, el centrismo genuflexo, el consenso a toda costa y el «todo vale con tal de mandar» que imperaba en aquel PP ya sin líder, sin programa político, con unos vasallos formidables y unos señores para ahorcarlos. Esperanza, pese a su larga carrera política, era una candidata nueva, en una situación nueva, y hacía un discurso nuevo, insólito por su claridad, que se resumía en tres puntos: 1) en el PP somos mejores que la izquierda porque el liberalismo es mejor que el socialismo, sobre todo para los pobres; 2) somos españoles porque somos madrileños y somos madrileños porque somos españoles, o sea, porque existe España; la defensa de nuestra nación es un signo de identidad regional, tan importante como la libertad, y 3) la derecha es más honrada que la izquierda: ellos tienen mucha propaganda y mucha corrupción; nosotros, ni una cosa ni la otra.

Ni que decir tiene que Esperanza Aguirre, liberal por convicción, se sentía muy a gusto con ese discurso de principios; y yo, como dicen los tenistas, empecé a «soltar el brazo». O sea, que empezaba a repartir mandobles a las seis de La mañana, a diestro y siniestro, contra la derecha acomplejada o corrompida y contra la izquierda demagógica y corruptora, y no paraba hasta mediodía. Me sentía en mi papel. Los argumentos de esa campaña eran —son— los que políticamente me han movido siempre. No tenía cautela que observar, compromiso que atender o pacto que perfilar, ni siquiera una audiencia que conservar, porque no tenía audiencia. Todo fue a cara o cruz, de frente, apelando a los ciudadanos y contribuyentes; defendiendo principios y no conveniencias. ¡Y ganamos!

El PP se encuentra con dos líderes nacionales en Madrid

Pero el éxito electoral de Esperanza, ganado a pulso, voto a voto, y a pesar de no pocas zancadillas dentro del partido, suponía también el nacimiento inesperado de un liderazgo político de ambición y alcance nacionales, porque presentaba un discurso ideológico alternativo al aguachirle en boga y recordaba al Aznar liberal de los años de oposición al felipismo, frente al triste espectáculo crepuscular y moncloviético de una derecha vilmente entregada a Polanco y rendida incondicionalmente ante el Poder, que era a la vez su Baal y su Jehová, su Canaán y su Gehenna. En suma, Esperanza Aguirre apareció de pronto como la negación de todo lo que representaba Gallardón en el PP.

La guerra entre la presidenta de la Comunidad de Madrid y el alcalde de la Villa comenzó, pues, durante esa campaña electoral que, según los «realistas» abecedarios, no debería haberse celebrado nunca y estalló al conseguir Esperanza la Comunidad para el PP por sus propios méritos, sin deberle nada a su predecesor, antes al contrario, y con un programa ideológico y un estilo político en sus antípodas. Además, a diferencia del anterior alcalde, Álvarez del Manzano, que sufría con cristiana resignación los continuos desaires gallardonitas, Esperanza no estaba dispuesta a pasarle ni una. Heredaba la relación de Poder Comunidad-Ayuntamiento diseñada por el propio Gallardón, por lo que tenía siempre la sartén de las competencias por el mango; y había demostrado al más polanquista de todos los polanquistas peperos que, con la SER en contra pero con la COPE a favor, el PP podía triunfar en Madrid apelando a sus bases y a los principios de la derecha liberal, sin recurrir a las subcontratas ideológicas de la progresía.

La de Gallardón y Aguirre era, obviamente, una pelea de gallos, un desafío de protagonismos y una lucha de poder, pero representaba también la pugna entre dos ideas de la derecha difícilmente compatibles entre sí. Por supuesto, aunque Rajoy ya había sido designado sucesor por Aznar y la peste del «voto útil» trataba de ahogar cualquier discrepancia ética, ideológica o política,
La mañana
siguió defendiendo con toda claridad a la presidenta frente al alcalde. En parte, porque ella se había convertido realmente, y no sólo por el manido juego de palabras, en la esperanza de los liberales. En parte también, porque era el único líder importante del PP que disfrutaba diciendo lo que a nosotros nos gustaba oír. Pero, por encima de todo, porque Aguirre simbolizaba el último reducto ético, el alcázar de las ideas, el fuerte de los principios de una derecha liberal y nacional, la del PP, acosada por la demagogia izquierdista pero, sobre todo, íntimamente enferma de desconfianza en sí misma, ayuna de ideas, carente de respeto a los principios que mueven a su extensísima, fiel y sacrificada base popular, esa derecha sociológica que la derecha política casi nunca merece, pero con la que —en mi proyecto— la COPE tenía que sentirse identificada y a la que, en cualquier crisis, debía representar.

Gallardón y Esperanza presentan mi libro
El adiós de Aznar

Tres meses después de las nuevas elecciones madrileñas, tanto el antagonismo Aguirre-Gallardón como el protagonismo político de la COPE se habían desarrollado espectacularmente. Por eso sorprendió que ambos presentaran mi libro
El adiós de Aznar
, que recogía mis artículos políticos del año 2003, además de una crónica en el prólogo y un balance en el epílogo de lo que los años de Aznar habían supuesto en la política española. Creo, modestia aparte, que esos dos ensayos están entre lo mejor que he escrito. Pero, ayudando eficazmente a la modestia, estoy seguro de que a ninguno de los asistentes que abarrotaban el precioso anfiteatro de la Casa de América le importaba demasiado lo que yo había escrito, sino la espectacular aparición pública de los que, en muy poco tiempo, se habían convertido en enemigos íntimos y rivales de futuro dentro de una derecha española que se afanaba, sonámbula, en salvar los muebles del pasado.

Contra lo que pueda pensarse, la idea de juntarlos no fue de la editorial Planeta, sino mía. A punto de ponerse a la venta el libro, estaba con Ricardo Artola tomando un café con leche al terminar el programa y hablando de la presentación y sus dificultades. El que mejor podía hacerla, que era Aznar, no había concluido su estancia monclovita, así que era preciso buscar otra fórmula. Yo sabía que amadrinar el libro le haría ilusión a Esperanza y les encantaría a los seguidores de
Libertad Digital
y de la COPE, porque suponía una reconciliación razonada entre el aznarismo oficial y el liberalismo crítico después del año terrible del
Prestige
y la guerra de Irak. Y todos los sectores de la derecha estaban, estábamos, por hacerle una gran despedida a Aznar. Esperanza, el nuevo ídolo de los jóvenes liberales y personaje importante del aznarismo combatiente, el de la primera legislatura, era la figura perfecta para firmar la paz generacional y reafirmar el proyecto de una derecha liberal y nacional que, en el Poder o en la oposición, debía recoger lo hecho por Aznar y mejorar lo no hecho o deshecho por él. Pero, en cuanto al libro, si a la efusión se le añadía el picante de la confrontación, sin duda ganaría en gancho comercial.

—Oye, Ricardo, ¿y qué te parecería si lo presentasen Esperanza y Gallardón?

—A mí, fantástico. Pero supongo que es imposible. Tú te llevas muy mal con él.

—Fatal.

—Y en el prólogo lo pones a caldo.

—Poco para lo que merece; pero sí, creo recordar que no lo elogio demasiado.

—¿Y va a querer presentar él un libro que lo pone verde?

—Si le conviene, por supuesto. Y creo que puede venirle muy bien.

—¿Por qué?

—Porque, salvo que quiera convertirse en un personaje más de la progresía, en cuyo caso pierde todo su valor para el PSOE y Polanco, de vez en cuando tiene que retratarse con la derecha de verdad. Para heredar tiene que seguir siendo de la familia.

—Entonces, ¿tú le llamarías?

—Nunca. Pero Mónica o Susana pueden llamar a Marisa y salimos de dudas.

—¿Cuándo? Porque vamos contrarreloj.

—Esta noche o mañana te llamo con lo que sea.

Fue esa misma tarde. No tardó un minuto en decir que sí. Pero como él y yo no hablamos ni nadie pactó nada con nadie, todo quedó pendiente de la presentación. Ni que decir tiene que las especulaciones políticas nos precedieron: según algunos, Aznar había logrado el pacto de no agresión entre los elementos ingobernables de la derecha; según otros, el mérito era de su señora; casi todo El Mundo daba por hecho que de allí iba a salir un espíritu de concordia; y yo no tenía la menor idea de lo que podría salir.

La mañana de autos, con un glorioso sol de invierno, nos encontramos en una salita antes de empezar los dos presentadores, el presentado, mi mujer, que saludó y se fue a su butaca, y la de Gallardón, que se quedó escoltándolo. Me sorprendió lo serio de la expresión de Mar Utrera, la tensión que de ella emanaba, así como el rictus de su marido, nervioso y como ido. Esperanza Aguirre estaba felicísima precisamente por lo que yo había supuesto: Aznar quedaba bien y todos los liberales quedábamos amigos. Sentados a la mesa, volcó sobre mí el cesto de los elogios, pero en clave de nobleza baturra: yo reconocía en el prólogo que quizá mi rigor crítico con Aznar había sido excesivo en algunos momentos y eso demostraba que, además de un liberal tremendo, era un cabezota de buen corazón. Su alma de aznarista y liberal se sentía feliz con un libro tan formidable. Dada la torva catadura de nuestros enemigos, la paz en la derecha de las libertades era una auténtica bendición. Le faltó terminar con un suspiro de satisfacción, pero es porque antes de exhalarlo esperaba a ver por dónde salía Gallardón.

Y éste, contra lo que cabía esperar, no salió por peteneras. En realidad, salió en tromba, descompuesto, pegando tornillazos y recitando un memorial de agravios contra mí que no le favorecía. Me puso verde por ponerle yo verde a él, tanto en el prólogo como en algunos artículos del libro, que yo no recordaba. Hasta ahí, todo normal, un caso de legítima defensa. Pero luego se explayó en censuras personales, ideológicas o estilísticas que no venían a cuento y que resultaban contraproducentes para su causa, porque la inmensa mayoría del público estaba conmigo, como es natural. Yo preferí no entrar en la pelea por dos razones: porque él ya había quedado mal, y porque me daba la oportunidad de quedar bien. Así que le agradecí su presencia, pese a ciertos adjetivos y argumentos que quizá alguien podría considerar injustos, y pasamos a las preguntas del público.

La primera, que por repetida fue casi la única, se dirigió a Esperanza e inquirió sobre la naturaleza de sus relaciones políticas y personales con Gallardón. Ella, con una sonrisa de oreja a oreja, dijo que tenía por él «sentimientos maternales», «casi un amor de madre». Carcajada general. A partir de ahí abundaron las referencias a la severidad necesaria en la educación de los niños, sobre todo mimados, e incluso a la disciplina inglesa. Más carcajadas. Pero a punto de irnos, se levantó un joven desconocido, de unos veinte años, buen orador, y sin levantar la voz puso a Gallardón a caer de un burro. En realidad, respaldó expresamente los argumentos que yo utilizaba en el libro: el doble juego, el servilismo polanquista, el empeño obsesivo en hacer méritos ante los enemigos atacando a los propios, en fin, lo habitual. Pero a todos nos llamó la atención el tono de sereno y severo desprecio con que aquel joven se refería a Gallardón. Éste encajó mal la censura, como casi todo esa mañana, y se fue despidiéndose a la francesa. Esperanza no salió a hombros por el qué dirán, pero quedó dueña absoluta de la plaza; yo me cansé de firmar libros; las televisiones dieron muchas imágenes que, como de costumbre, no vi.

BOOK: De La Noche a La Mañana
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