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Authors: Federico Jiménez Losantos

Tags: #Ensayo, Economía, Política

De La Noche a La Mañana (13 page)

BOOK: De La Noche a La Mañana
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Afortunadamente, aquellos lunes no pasaron de dos, pero aparte de su pavorosa inanidad (tras intercambiar chismes de faldas, pantalones, ministerios y redacciones, nada teníamos que debatir ni concretar, porque nada pensábamos hacer juntos), aquello tenía un tufo a soviet o a bufé de consignas a lo Rubalcaba que echaba para atrás. No sabíamos si el felipismo había trabajado así en el terreno mediático, pero sabíamos que así se lo imaginaba el PP. A Luis le molestaba sobre todo que Nemesio nos mezclara o confundiera con periodistas a los que, en algún caso, apreciábamos personalmente, pero de los que nos sentíamos profesionalmente en las antípodas, porque algunos habían hecho de la oficiosidad monclovita una variante ideológica del exhibicionismo. Yo creía que aquellas tenidas ridiculas sólo servían para que Nemesio le pudiera contar a Aznar lo que quería oír: que alguien estaba unificando —¡por fin!— las tribus periodísticas de la derecha. Algo que no era verdad ni podía serlo, pero que sin duda reforzaba su aspirantazgo a concesiones y fusiones mediáticas aún mayores. Luis también lo veía así, pero le costaba creer que su apuesta por Nemesio pudiera convertirse en un timo de dimensiones ciclópeas.

En fin, estaba terminando octubre y no era lo único que iba a terminar aquel otoño.

Zarzalejos, por la espalda, me echa del ABC

Lo primero en terminar fue mi trabajo en
ABC
. No hubo conflicto alguno, ni discusión, ni enfrentamiento personal, ni discrepancia personal con el director o el editor. Nada. De la noche a
La mañana
, Zarzalejos se proclamó incompatible conmigo y puso a la empresa en la disyuntiva de echarme a mí o despedirlo a él, recién nombrado. Aunque intelectualmente sea bastante romo y dialécticamente plomizo, debo reconocer que su blitzkrieg fue brillante a fuer de fulminante. Tanto que, con la perspectiva del tiempo, dudo que fuera sólo obra suya.

Pero los hechos son tan elocuentes que nos permiten ahorrarnos explicaciones. Todo empezó cuando Zarzalejos se negó a publicar una columna titulada «El otro Alberti», en la que yo recordaba que el poeta magnífico de los años veinte había sido un chequista de tomo y lomo en los treinta, con un papel particularmente siniestro en la Guerra Civil. Pero mejor que resúmenes y explicaciones será leer el texto censurado en
ABC
:

COMENTARIOS LIBERALES

El otro Alberti

La vida y la trasvida de los intelectuales de izquierda en estos amenes del siglo son un verdadero chollo. Cuando viven, generalmente muy bien, su obra vale más de lo que pesa por el compromiso político del autor, que pesa más de lo que vale. Cuando mueren, su obra todavía vale más porque el compromiso izquierdista que esmalta su figura cívica no puede enturbiar el valor intemporal de la obra. Añadamos la costumbre española de mentir desaforadamente cuando muere alguien y de ocultar en público los aspectos turbios del difunto para comentarlos fieramente en privado, y ya están servidos el engaño informativo para los jóvenes y la estafa intelectual para los adultos. Sólo faltan las autoridades para presidir el telediario del funeral con la parte de la familia que posa para la Fundación. Y una calamidad reciente: que los políticos lean poesía en público. A ver quién los convence de que, como en cualquier género teatral, no todos valen para recitar y hacer cabriolas. Vamos, que Aznar o Rajoy no recitan como Nati Mistral.

Viene esto a cuento, naturalmente, de las exequias informativas de Alberti. Creo que sólo Valente se ha atrevido a decir lo que pensamos muchos lectores: que fue un buen poeta en su Época temprana y ahí se acabó. Juan Ramón diría que fue a menos desde el primer libro. ¿Es esto despectivo? En absoluto. Era tan bueno Marinero en tierra y adquirió Alberti tanto oficio académico con los bachilleres de su generación que todavía alcanzó a escribir tres o cuatro buenos libros más. Esto le parecerá desdeñoso al publicista político, que suele ser analfabeto literario, pero es milagroso para el que tenga alguna noción de poesía. Antes de la guerra, Alberti ya era, desde el punto de vista creativo, un recuerdo (compárese con la obra de Cernuda en esos años); y el resto de su obra escrita, con la excepción de algunos «Retornos», bonitos y dulzones como boleros, y alguna «balada del Paraná» (hay periodistas, cegados por el incienso, que han colocado el río en Panamá) es tan olvidable como su espinosa obra gráfica. ¿Pretende quitar este juicio —personal y discutible, como todos— mérito a su poesía? Al contrario. Sólo si distinguimos
Marinero en tierra
de las horribles
Coplas de Juan Panadero
podremos celebrar en serio su mérito. Si todo vale, nada vale. Si sólo vale la firma, sobra la obra.

Aparte del gran poeta —breve y verdaderamente grande—, hay otro Alberti: el que ha sido hasta el final uno de los más abyectos propagandistas del totalitarismo comunista. En el Madrid de Koltsov y en el Budapest de Erno Gëro; en el Moscú de Stalin y del que viniese; antes y después de la caída del Muro. Su figura, como las de Aragón o Neruda, pertenece a los Coros y Danzas del Gulag. No sólo fueron babeantes juglares del mayor asesino de todos los tiempos. Lo peor es que nunca tuvieron la tentación o la necesidad de arrepentirse. Que el ahora recordado Batallón del Talento de Alberti y María Teresa León, o sea, los propagandistas del Quinto Regimiento del PCE, trajinaran en la checa de Bellas Artes, o que su columna «A paseo» en el incautado
ABC
figure entre las más repugnantes delaciones y apelaciones al asesinato publicadas en la guerra es terrorífico. Pero peor que hasta su muerte Alberti hiciera la égloga del paredón, siempre que fuera rojo, es que un exiliado político aceptase complacido las condecoraciones de dictadores como Fidel Castro, que ha mandado al paredón, la cárcel o el exilio a tantos poetas. No se trata de quitar valor a su literatura por su posición política. Eso queda para la izquierda. Pero tampoco es admisible que Alberti quede como modelo de ciudadanía. Ser mejor poeta es difícil. Mejor ciudadano, cualquiera.

El golpe de Zarzalejos dejó a todo
El Mundo
estupefacto. O para ser precisos, hizo que todo
El Mundo
se mostrara o se fingiera sorprendido. Además de un agravio personal y una desautorización profesional hacia mí, también suponía la liquidación de una de las mejores tradiciones del periódico, que era la pluralidad de opiniones que antes y después de la Guerra Civil habían albergado sus páginas, desde republicanos en el exilio como los formidables Madariaga y Sánchez Albornoz a otros no tan nobles, amén de socialistas de cualquier pelaje y comunistas de toda condición. Marcelino Camacho, por ejemplo, era colaborador habitual de sus páginas, lo cual constituía, a mi juicio, uno de los grandes sacrificios de la derecha española en la Transición.

Y es que Marcelino, simpático en el trato personal y a quien Antonio Herrero, por la amistad que le había unido a su padre cuando uno dirigía Europa Press y el otro las clandestinas Comisiones Obreras, había llevado a
La mañana
, creía que el discurso era tan expropiable como una finca de la duquesa de Alba. Y cuando tomaba la palabra, se la quedaba. Había perfeccionado hasta extremos de virtuosismo la técnica comunista para dominar las asambleas que consiste en no terminar nunca una frase para que nadie te pueda quitar la palabra. El truco de ese discurso interminable es difícil de dominar y depende mucho de la capacidad del prestidigitador para adaptarse al medio, al asunto debatido y al ambiente de la sesión. Pero la técnica es simple: no terminar nunca una frase sin haber introducido antes otra oración subordinada que a su vez trae otra, y otra, y otra, y así hasta el final del tiempo y, si fuera posible, hasta el fin de los tiempos. En la radio, a mí me fascinaba ver a Marcelino expropiando el discurso ajeno e implantando la dictadura del vocabulariado por razones puramente sintácticas, aunque comprendo que a otros menos filólogos les sacara de quicio. En la prensa, esa magia es más difícil, porque el lector ve el título o simplemente el nombre del autor, pasa la página y adiós. Pero a modo de venganza contra el lector desertor o de penitencia para los suyos, Camacho escribía artículos larguísimos que, como tenían la limitación física de la página entera (en
ABC
llegaba a los cinco folios), obligaban a publicarlos en un tipo de letra pequeñísimo, de manera que el que no perdía la paciencia podía perder la vista.

Por supuesto, aunque sólo lo leyera su devota esposa Fermina (convicción íntima que todos albergábamos), a Marcelino nadie le tocó nunca una frase de sus artículos, aunque defendiera a Marx, Lenin, Stalin, Fidel Castro, el gulag, el socialismo científico o la economía planificada como fuente de riqueza para «las grandes masas de trabajadores» frente a la voracidad ilimitada, pauperizante y caníbal del «Gran Capital».

Y si traigo a colación el caso de Marcelino Camacho es para demostrar que artículos comunistas contra el liberalismo se publicaban semanalmente en
ABC
, así que no había forma de justificar que no se publicaran artículos liberales contra el comunismo. Mucho menos en la casa de los Luca de Tena, que financiaron el
Dragón Rapide
para que Franco pudiera salir de Canarias, pasar el Estrecho y, después de tres años de guerra feroz, les devolviera a sus dueños el
ABC
incautado por el Gobierno del Frente Popular —al que servía Alberti— y cerrara la checa instalada en los sótanos del periódico para torturar y asesinar a personas cuyo delito era ser monárquicos, católicos y liberales, es decir, lectores de
ABC
.

La censura de «El otro Alberti» provocó, como era previsible y sin duda estaba previsto, un escandalazo. A mí me citó en su despacho, cariacontecido y aparentemente apesadumbrado, Nemesio Fernández-Cuesta y Luca de Tena (apellidos muy adecuados para censurar una crítica a Alberti en la guerra) y me expuso la cuestión en términos muy sencillos: Zarzalejos le había planteado la alternativa de que o me iba yo o se iba él, y, de momento, la casa no podía echar a un director que acababa de nombrar.
La Razón
de la incompatibilidad aducida por el escriba vizcaíno era que yo no seguía la línea del periódico y que él no podía tolerar que esa línea la marcara un columnista y no el director. En tales circunstancias, Nemesio me ofrecía seguir en el periódico mientras Zarzalejos entraba en razón, aunque sin publicar: ni columna diaria ni una modesta página semanal, como la de Marcelino Camacho. Eso sí, a cambio de mi aquiescencia, me ofrecía el cargo de director general de publicaciones de Prensa Española, incluida una editorial en ciernes donde yo podía hacer una magnífica labor. Y el doble de sueldo.

En un alarde de tranquilidad, diríase que ajeno a mi carácter pero que no me cuesta adoptar cuando la situación va más allá de lo personal, no mandé a hacer gárgaras a Nemesio sino que fingí pensarme la oferta mientras la comentaba con Luis, Marco, Recarte y algún amigo más. Pero sólo llegamos a una conclusión: todo era tan aparentemente absurdo que necesitábamos tiempo para averiguar sus claves ocultas. Así que, con la alegría creativa que cabe suponer, yo seguí mandando a diario las columnas a que me obligaba mi contrato con el periódico, mientras Luis Herrero, máximo aznarólogo y único nemesiólogo del grupo, se enteraba de algo. Pero la
blitzkrieg
del director, sin duda perfeccionada en la biblioteca paterna durante sus años de extrema derecha, no se detuvo. Para que la brutalidad y la ruindad fueran aún más patentes, a los tres días de la censura de «El otro Alberti» un chico de la sección de opinión llamó a casa a las diez de la noche para comunicarme que el director había dado orden de levantar de nuevo mi columna porque «comentaba una noticia de otra empresa». Textual. La noticia en cuestión la había publicado
El Mundo
el día anterior y se refería a una sociedad del ex ministro socialista de Hacienda Carlos Solchaga para invertir en bolsa, algo prohibido a los ministros de Hacienda de todos los países decentes ya que tienen la posibilidad de hacer subir o bajar esos valores con una ley, una inspección o una simple declaración. Ese día, todas las televisiones y cadenas de radio, unas para defenderlo y otras para pedir su dimisión, le habían dedicado el máximo espacio. O sea, que además de que las noticias no son «de empresa» sino que son noticias o no, todos los lectores del
ABC
que hubieran visto la tele u oído la radio conocían el caso y resultaba prácticamente obligado comentarlo en las páginas de opinión. Evidentemente, se trataba de una forma particularmente zafia de echarme. Y esta vez Luis, tras una larga y tensa entrevista con Nemesio en su despacho, me dejó ir.

Al día siguiente, volví a escribir en
El Mundo
, esta vez con el título habitual de mi columna «Comentarios liberales», y la primera publicada fue la censurada sobre Alberti. Para saludar mi llegada y explicar la salida de
ABC
se publicó esta entrevista:

Pregunta (Diego Sinova): ¿Por qué deja usted de escribir en
ABC
?

Respuesta: Me es más fácil explicar por qué volví a hacerlo. El nuevo presidente de Prensa Española, Nemesio Fernández-Cuesta, me llamó para pedirme que colaborase en el proyecto de modernización de
ABC
desde las páginas de Opinión, como columnista diario y consejero editorial. No fue fácil, porque yo estaba muy a gusto en
El Mundo
, pero a través de amigos comunes como Luis Herrero consiguió convencerme. Algo influyó también el movimiento de fusiones y confusiones multimedia y, naturalmente, el afecto que le tengo a un periódico en el que he sido columnista político diez años.

P: Se dijo que usted iba a darle un giro liberal al diario conservador.

R.: Bueno, para lo que evidentemente no podía llamarme Nemesio era para darle un giro conservador a un diario liberal. Además conmigo entraban también en el Consejo Editorial personas como José María Marco y otros amigos de
La Ilustración Liberal
, así que parecía que la apuesta iba en serio. Se trataba de cambiar un rumbo no ya conservador, sino inmovilista y lleno de complejos, muy dependiente en lo ideológico y cultural de
El País
. Prensa Española afrontaba la salida de
La Razón
, el cambio de presidente, de director y de formato; estaba perdiendo lectores y, sobre todo, influencia y credibilidad. Como reto intelectual y periodístico era casi imposible, o sea, apasionante.

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