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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (95 page)

BOOK: Danza de dragones
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—¿…que se levanten? Rezo por que así sea.

—Que los Siete nos asistan —dijo el septón Cellador, pálido. El vino trazaba una línea roja al derramarse por su barbilla—. Lord comandante, los espectros son criaturas monstruosas y antinaturales. Son abominaciones a los ojos de los dioses. No pretenderéis… hablar con ellos, ¿verdad?

—¿Pueden hablar? —preguntó Jon Nieve—. No creo, pero lo cierto es que no lo sé. Puede que sean monstruos, pero antes de morir fueron hombres. ¿Cuánto queda de esos hombres? El que maté intentaba asesinar al lord comandante Mormont. Está claro que recordaba quién era y dónde estaba. —El maestre Aemon habría deducido sus intenciones; Sam Tarly estaría aterrorizado, pero también lo habría entendido—. Mi señor padre decía que un hombre debe conocer a sus enemigos. Sabemos muy poco de los espectros y menos aún de los Otros. Necesitamos aprender.

Aquella respuesta no los satisfizo. El septón Cellador toqueteó el cristal que llevaba colgado al cuello.

—Me parece una imprudencia, lord Nieve. Rezaré a la Vieja para que alce su farolillo dorado y os guíe por el camino de la sabiduría.

—Seguro que a todos nos vendría bien más sabiduría. —A Jon se le había agotado la paciencia. «No sabes nada, Jon Nieve»— ¿Hablamos de Val?

—Entonces ¿es cierto? —preguntó Marsh—. La habéis liberado.

—La he dejado más allá del Muro.

El septón Cellador soltó un gemido.

—El trofeo del rey. Su alteza se enojará mucho cuando vea que no está.

—Val volverá. —«Antes que Stannis, si los dioses son benevolentes.»

—¿Cómo podéis estar seguro? —preguntó Bowen Marsh.

—Dijo que volvería.

—¿Y si miente? ¿Y si ocurre alguna desgracia?

—Entonces, quizá tengáis ocasión de elegir a un lord comandante que sea más de vuestro agrado. Hasta entonces, tendréis que seguir soportándome. —Jon bebió un trago de cerveza—. La envié en busca de Tormund Matagigantes, para que le haga una propuesta.

—¿Qué propuesta, si se puede saber?

—La misma que hice en Villa Topo. Comida, cobijo y paz si se une a nosotros, lucha contra nuestro enemigo común y nos ayuda a proteger el Muro.

—Pretendéis dejarlo pasar. —Bowen Marsh no parecía sorprendido. Su tono de voz dejaba entrever que lo sabía desde el principio—. Vais a abrirle las puertas; a él y a todos sus seguidores. Cientos. Miles.

—Si es que le quedan tantos.

El septón Cellador hizo el signo de la estrella. Othell Yarwyck gruñó.

—Hay quien diría que esto es traición. Estamos hablando de salvajes. Animales, saqueadores, violadores, más bestias que hombres —dijo Bowen Marsh.

—Tormund no es nada de eso —respondió Jon—, no más que Mance Rayder. Pero aunque fuesen todo lo que dices, siguen siendo hombres, Bowen. Hombres vivos, humanos como tú y yo. Se acerca el invierno, mis señores, y cuando llegue, los vivos no tendremos más remedio que enfrentamos juntos a los muertos.

—Nieve —gritó el cuervo de lord Mormont—. Nieve, Nieve. —Jon no le prestó atención.

—Hemos interrogado a los salvajes que encontramos en el bosque. Nos han contado una historia interesante sobre una bruja de los bosques llamada Madre Topo.

—¿Madre Topo? —repitió Bowen Marsh—. Qué nombre tan raro.

—Parece ser que vive en una madriguera, bajo un árbol hueco. Sea cierto o no, tuvo una visión: una flota que atravesaba el mar Angosto para poner a salvo al pueblo libre. Miles de personas que huyeron de la batalla estaban bastante desesperadas para creerla. La Madre Topo ha llevado a sus seguidores a Casa Austera, para rezar y esperar la salvación que viene del mar.

—No soy explorador, pero… se dice que Casa Austera es un lugar blasfemo —comentó Othell Yarwyck con el ceño fruncido—. Maldito. Incluso vuestro tío lo decía, lord Nieve. ¿Por qué querrían ir allí?

Jon tenía un mapa extendido en la mesa. Le dio la vuelta para que los demás pudieran verlo.

—Casa Austera está en una bahía resguardada y tiene un puerto natural con profundidad suficiente para acoger cualquier barco por grande que sea. Hay abundancia de madera y piedra en sus alrededores. El agua está llena de peces, y hay colonias de focas y osos marinos en las cercanías.

—No lo dudo —dijo Yarwyck—, pero no me gustaría pasar una noche allí. Ya conocéis la leyenda.

La conocía. Casa Austera había estado a punto de convertirse en una ciudad, la única ciudad verdadera del norte del Muro, pero seiscientos años atrás se la había tragado el infierno. Había varias versiones: según algunas se había esclavizado a sus habitantes, y según otras se los había masacrado para aprovechar la carne. Las casas y los castillos ardieron con tal intensidad que los vigilantes del Muro, mucho más al sur, pensaron que el sol salía por el norte. Después llovieron cenizas en el bosque Encantado y el mar de los Escalofríos durante casi medio año. Los mercaderes informaron de que allí donde estuvo Casa Austera solo habían encontrado una desolación pesadillesca; un paisaje de árboles carbonizados, huesos quemados y aguas repletas de cadáveres hinchados, y de las cuevas que tachonaban el gran acantilado que se cernía sobre el asentamiento llegaban unos alaridos que helaban la sangre.

Ya habían transcurrido seis siglos desde aquella noche, pero Casa Austera seguía fuera de las rutas transitadas. A Jon le habían dicho que los salvajes habían ocupado aquel lugar, pero los exploradores afirmaban que las ruinas, cubiertas de vegetación, estaban encantadas, llenas de espíritus, demonios y fantasmas llameantes a los que volvía locos el sabor de la sangre.

—Tampoco es la clase de refugio que yo escogería —dijo Jon—, pero se oyó decir a Madre Topo que donde los salvajes habían encontrado su condena encontrarían esta vez la salvación.

—Solo en los Siete se puede encontrar la salvación —dijo el septón Cellador, y apretó los labios—. Esa bruja los ha condenado a todos.

—Puede que también haya salvado el Muro —dijo Bowen Marsh—. Son nuestros enemigos. Que recen entre las ruinas, y si sus dioses les envían barcos que los lleven a un mundo mejor, excelente. En este mundo no tenemos comida para ellos.

Jon flexionó los dedos de la mano de la espada.

—Las galeras de Cotter Pyke pasan por la costa de Casa Austera de vez en cuando. Dice que el único refugio que hay allí son las cuevas. Sus hombres las llaman las cuevas de los Lamentos. Madre Topo y sus seguidores morirán allí, de frío y de hambre. Cientos, miles.

—Miles de enemigos. Miles de salvajes.

«Miles de personas —pensó Jon—. Hombres, mujeres, niños.» Lo invadió la ira, pero cuando habló, su voz era fría y tranquila.

—¿Estáis ciegos, o no queréis ver? ¿Qué creéis que sucederá cuando esos enemigos hayan muerto?

—Muerto, muerto, muerto —susurró el cuervo desde encima de la puerta.

—Voy a deciros qué sucederá —continuó Jon—: los muertos volverán a levantarse. Todos esos cientos y miles de personas. Resucitarán como espectros, con manos negras y ojos de un azul muy claro, y vendrán a por nosotros. —Se incorporó al tiempo que abría y cerraba los dedos—. Tenéis mi permiso para marcharos.

El septón Cellador se levantó, con el rostro macilento y perlado de sudor; Othell Yarwyck se enderezó con rigidez; Bowen Marsh, pálido, apretaba los labios.

—Gracias por vuestro tiempo, lord Nieve.

Se marcharon sin decir una palabra más.

Tyrion

La cerda era más dócil que algunos caballos que había montado. Paciente, de paso seguro, aceptó a Tyrion con un débil gruñido cuando se le subió al lomo, y se quedó inmóvil mientras él cogía el escudo y la lanza, pero cuando tomó las riendas y le golpeó los costados con los talones se puso en marcha al instante. La llamaban Bonita para acortar su nombre completo, Cerdita Bonita, y la habían entrenado para llevar silla y riendas desde que era una lechona.

La armadura de madera pintada tableteó cuando Bonita trotó por la cubierta. Tyrion tenía las axilas chorreantes de sudor acre, y una gruesa gota le corría por la cicatriz, bajo el enorme yelmo, pero durante un absurdo instante casi se sintió como Jaime cuando entraba en el campo de justas con la lanza en la mano y la armadura dorada resplandeciente al sol.

Cuando empezaron las carcajadas se esfumó el sueño. No era ningún campeón, sino un enano montado en un cerdo y con un palo en la mano, que hacía cabriolas para matar el aburrimiento de unos marineros atiborrados de ron con la esperanza de ponerlos de mejor humor. En el infierno, su padre estaría echando humo, y Joffrey, muerto de risa. Tyrion notaba sus ojos fríos y muertos clavados en aquella farsa, tan ávidos como los de la tripulación de la
Selaesori Qhoran
.

Y frente a él, su rival: Penny iba montada en el gran perro gris y blandía ante ella una lanza de rayas que se balanceaba como si estuviera borracha mientras el animal trotaba por la cubierta. Llevaba escudo y armadura rojos, aunque la pintura estaba desvaída y descascarillada. La armadura de Tyrion era azul.

«No, la mía no. La de Céntimo. Mía no, por favor, no. —Tyrion golpeó las ancas de Bonita con los talones para que cargara, entre los gritos y aclamaciones de los marineros. No habría sabido decir si lo animaban o se burlaban de él, aunque intuía que era lo segundo—. ¿Cómo me he dejado convencer para participar en esta pantomima?»

Lo malo era que conocía muy bien la respuesta. El barco llevaba doce días flotando inmóvil en el golfo de las Penas. La tripulación estaba de muy mal humor, y empeoraría cuando se agotara el ron. El número de horas que se podían dedicar a remendar velas, calafatear grietas y pescar tenía un límite. Jorah Mormont ya había oído comentarios sobre cómo les había fallado «la suerte del enano». El cocinero seguía frotándole la cabeza de cuando en cuando, con la esperanza de que se agitaran los vientos, pero los demás habían empezado a lanzarle miradas asesinas siempre que se cruzaban con él. A Penny le había tocado la peor parte, ya que el cocinero había difundido el rumor de que para recuperar la suerte tenían que estrujar una teta de enana. También empezó a llamar
Tocina
a Cerdita Bonita, broma que había tenido mucha más gracia en labios de Tyrion.

—Tenemos que hacerlos reír —le había dicho Penny, suplicante—. Tenemos que conseguir que nos aprecien. Si les ofrecemos un espectáculo, se les pasará. Por favor, mi señor.

Y sin saber cómo, cuándo ni por qué, había accedido.

«Debió de ser el ron.» El vino del capitán fue lo primero que se terminó, y Tyrion Lannister había descubierto que emborracharse con ron era mucho más rápido.

Así llegó a encontrarse embutido en la armadura de madera pintada de Céntimo, a lomos de la cerda de Céntimo, mientras la hermana de Céntimo lo instruía sobre los detalles más sutiles del arte de las justas simuladas con el que se habían ganado el pan y la sal. Aquello tenía un toque de deliciosa ironía, sobre todo porque Tyrion había estado a punto de morir por negarse a cabalgar al perro para diversión de su retorcido sobrino. Por desgracia, a lomos de la cerda le costaba apreciar debidamente lo divertido de la situación.

La lanza de Penny bajó justo a tiempo para que la punta roma le rozara el hombro. La de Tyrion, que se mecía incontrolable, chocó estrepitosamente contra el borde del escudo de la enana, que consiguió mantener el equilibrio. Él, como estaba previsto, lo perdió.

«Más fácil que caer de un cerdo…» Aunque caer de aquel cerdo en concreto era más difícil de lo que parecía. Tyrion recordó las lecciones y se hizo una bola al caer, pero aun así golpeó contra la cubierta con violencia y se mordió la lengua con tanta fuerza que notó el sabor de la sangre. Se sintió como si volviera a tener doce años y estuviera dando volteretas laterales por la mesa de la cena en el salón principal de Roca Casterly. Por aquel entonces, su tío Gerion estaba cerca para alabar sus esfuerzos; allí solo contaba con marineros ariscos. Sus risas se le antojaron escasas y forzadas, comparadas con las olas de carcajadas con que habían acogido las cabriolas de Céntimo y Penny durante el banquete nupcial de Joffrey; hasta hubo algunos que silbaban, enfadados.

—Sinnariz monta como tiene cara: horrible —gritó uno desde el castillo de popa—. No tienes cojones, chica te pega.

«Ha apostado una moneda por mí», —supuso Tyrion. Pasó por alto el insulto; los había oído peores.

Era difícil ponerse en pie con la armadura de madera, y tuvo que mover los brazos, impotente como una tortuga boca arriba. Al menos, aquello hizo reír a algunos marineros.

«Lástima que no me haya roto la pierna, se habrían tronchado. Y si hubieran estado en aquel retrete cuando maté a mi padre, se habrían reído tanto que se habrían cagado, igual que él; en fin, todo sea por tener de buen humor a estos cabrones.»

Al final, Jorah Mormont se compadeció de Tyrion y lo ayudó a ponerse en pie.

—Pareces un imbécil.

«De eso se trataba.»

—No es fácil parecer un héroe cuando se va montado en un cerdo.

—Será por eso por lo que me mantengo alejado de los cerdos.

Tyrion se desabrochó la hebilla del yelmo, se lo quitó y escupió una flema rosada por la borda.

—Me he mordido la lengua; tengo la impresión de que me la he atravesado.

—La próxima vez, muerde más fuerte. —Ser Jorah se encogió de hombros—. Si he de ser sincero, he visto justas peores.

«¿Eso ha sido una alabanza?»

—Me he caído del puto cerdo y me he mordido la lengua. ¿Qué podía salir peor?

—Podrías haberte clavado una astilla en el ojo y haber muerto.

Penny se había bajado del perro, una enorme bestia gris que respondía al nombre de Crujo.

—No se trata de justar bien, Hugor. —Siempre ponía mucho cuidado en llamarlo Hugor cuando había gente cerca—. Lo que importa es que se rían y nos tiren monedas.

«Menudo pago, a cambio de sangre y magulladuras», pensó, pero eso tampoco lo dijo.

—Entonces, hemos fracasado, porque no nos han echado ni una moneda.

«Ni un penique, ni un centavo.»

—Ya nos las echarán cuando estén más contentos. —Penny se quitó el yelmo. El pelo color rata le cayó sobre las orejas. También tenía los ojos pardos, bajo las gruesas cejas, y las mejillas sonrojadas. Sacó unas bellotas de una saca de cuero y se las dio a Cerdita Bonita, que comió de su mano entre gruñidos de alegría—. Cuando actuemos ante la reina Daenerys nos lloverá la plata, ya lo verás.

Unos cuantos marineros ya les estaban gritando al tiempo que golpeaban la cubierta con los pies, para que actuaran de nuevo. Como de costumbre, el cocinero era el más vociferante. Tyrion había acabado por despreciarlo, aunque era el único jugador de
sitrang
medio decente de toda la coca.

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