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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (171 page)

BOOK: Danza de dragones
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La situación se prolongó hasta el día en que a su señor padre le estalló el corazón en el pecho cuando subía por las empinadas escaleras que llevaban a la cama de su amante. Todos los interesados que aseguraban ser amigos de la plebeya y buscaban su favor la abandonaron sin pensárselo dos veces cuando Tywin la obligó a recorrer desnuda todo Lannisport, hasta los muelles, como una vulgar prostituta. Ni un hombre la rozó, pero aquel recorrido puso fin a su poder. Tywin jamás habría imaginado que su adorada hija correría el mismo destino.

—No había otra salida —murmuró ser Kevan mientras contemplaba las últimas gotas de vino. Era imprescindible aplacar a su altísima santidad, porque Tommen necesitaría el respaldo de la Fe en las batallas que se avecinaban. En cuanto a Cersei… La niña dorada se había convertido en una mujer vanidosa, codiciosa y estúpida. Si se lo permitían, echaría a perder a Tommen igual que había hecho con Joffrey.

En el exterior se había levantado un viento que sacudía los postigos de su habitación. Ser Kevan hizo acopio de fuerzas y se puso en pie. Había llegado el momento de enfrentarse a la leona en su guarida.

«Le hemos limado las zarpas. Pero Jaime…» No, no podía pensar en aquello.

Se puso un jubón viejo, muy gastado, por si a su sobrina volvía a darle por tirarle una copa de vino a la cara, pero dejó el cinto de la espada colgado del respaldo de la silla. Solo los caballeros de la Guardia Real podían llevar espada en presencia de Tommen.

Ser Boros Blount estaba al cuidado del rey niño y de su madre cuando ser Kevan entró en las estancias reales. Blount llevaba lamas esmaltadas, capa blanca y un yelmo que le dejaba la cara al descubierto, y no tenía buen aspecto. En los últimos tiempos había engordado considerablemente, cosa que se hacía notar en el rostro y la barriga, y tenía un color enfermizo. Además, estaba apoyado en la pared, como si estar de pie le supusiera un gran esfuerzo.

Se encargaron de servir la cena tres novicias, tres doncellas bien aseadas, de buena familia, entre los doce y los dieciséis años. Con sus suaves túnicas blancas, cada una parecía más inocente y espiritual que la anterior, pero aun así, el septón supremo se había empecinado en que ninguna pasara más de siete días al servicio de Cersei, para evitar que se corrompieran. Se ocupaban del vestuario de la reina, le preparaban el baño y le servían el vino, y por la mañana le cambiaban la ropa de cama. Siempre compartía su lecho una de ellas para asegurarse de que no tuviera otra compañía, y las otras dos dormían en una estancia adyacente con la septa que las supervisaba.

Una chica flaca y larguirucha con la cara marcada de viruelas lo acompañó ante Cersei, que se levantó y lo besó en la mejilla.

—Qué amable por tu parte venir a cenar con nosotros, querido tío. —La reina vestía tan recatadamente como cualquier matrona, con un vestido marrón oscuro abotonado hasta el cuello y un manto verde con capucha que le cubría la cabeza rapada. «Antes del paseo habría hecho alarde de la falta de pelo con una corona de oro»—. Ven, siéntate. ¿Quieres vino?

—Una copa. —Se sentó, aún desconfiado.

Una novicia pecosa les llenó las copas con vino caliente.

—Dice Tommen que lord Tyrell tiene intención de reconstruir la Torre de la mano —comentó Cersei.

—Y asegura que la nueva será el doble de alta que la que quemaste —asintió ser Kevan.

—Lanzas largas, torres altas… —Cersei dejó escapar una risa gutural—. ¿Crees que lord Tyrell insinúa algo?

«Me alegro de que recuerde qué es la risa.» Aquello lo hizo sonreír también a él. Preguntó a su sobrina si tenía todo lo que necesitaba.

—Me atienden bien. Las niñas son un encanto, y las buenas septas se encargan de que no me olvide de rezar. Pero cuando se haya demostrado mi inocencia, me gustaría volver a contar con Taena Merryweather. Podría traer a su hijo a la corte. A Tommen le hace falta estar con otros niños, tener amigos de noble cuna.

Era una petición modesta, y ser Kevan no vio motivo para negarse. El pequeño Merryweather sería su pupilo, y lady Taena acompañaría a Cersei a Roca Casterly.

—La haré llamar en cuanto acabe el juicio —prometió.

La cena empezó con una sopa de carne y cebada, seguida por un par de codornices por cabeza, un lucio asado de más de cuatro palmos de largo con guarnición de nabos y setas, y abundante pan caliente con mantequilla. Ser Boros probaba cada plato que se servía al rey. Era una tarea humillante para un caballero de la Guardia Real, pero tal vez no fuera capaz de otra cosa en sus actuales circunstancias… y, considerando cómo había muerto el hermano de Tommen, tal vez no fuera mala idea.

El rey parecía más contento de lo que lo había visto Kevan Lannister en mucho tiempo. Desde la sopa hasta los postres, Tommen no dejó de parlotear sobre sus gatitos al tiempo que les daba trocitos de lucio de su regio plato.

—El gato malo estaba anoche delante de mi ventana —informó a Kevan—, pero ser Garras le bufó y se fue corriendo por el tejado.

—¿El gato malo? —repitió ser Kevan, sonriente. «Es un chiquillo adorable.»

—Un gato negro, viejo, con una oreja desgarrada —le explicó Cersei—. Un bicho sucio y muy arisco. Una vez arañó a Joff. —Hizo un gesto de desagrado—. Los gatos nos libran de las ratas, ya lo sé, pero ese… Por lo que me han dicho, ha llegado a atacar a nuestros cuervos.

—Ordenaré que pongan trampas. —Ser Kevan no había visto nunca a su sobrina tan callada, tan mansa, tan recatada. Probablemente era mejor así, pero en cierto modo también lo entristecía. «Su fuego, que tan vivamente ardía, se ha apagado»—. No me has preguntado por tu hermano —comentó mientras esperaban a que les sirvieran los pasteles de crema, que eran los favoritos del rey.

Cersei alzó la vista, y sus ojos verdes brillaron a la luz de la vela.

—¿Jaime? ¿Hay noticias?

—No. Cersei, deberías prepararte para lo…

—Si estuviera muerto, lo sabría. Llegamos juntos a este mundo, y no se iría sin mí. —Bebió un trago de vino—. Tyrion puede marcharse cuando quiera. Supongo que tampoco sabes nada de él.

—No, hace tiempo que nadie intenta vendemos una cabeza de enano.

—¿Puedo hacerte una pregunta, tío?

—Las que quieras.

—¿Piensas traer a tu esposa a la corte?

—No. —Doma era una mujer afable que solo estaba cómoda en su casa, rodeada de sus amigos y familiares. Había cuidado bien de sus hijos, soñaba con tener nietos, rezaba siete veces al día y le gustaba coser y cuidar de sus flores. En Desembarco del Rey sería tan feliz como los gatitos de Tommen en un nido de víboras—. A mi señora esposa no le gusta viajar. Su lugar está en Lannisport.

—Sabia mujer, aquella que sabe cuál es su lugar.

—¿Qué quieres decir? —No le gustaba cómo sonaba aquello.

—Yo creía saberlo. —Cersei tendió la copa para que la niña pecosa se la rellenara. En aquel momento llegaron los pasteles de crema, y la conversación tomó derroteros más animados. Más tarde, cuando ser Boros llevó a Tommen y a sus gatitos al dormitorio del rey, se centraron en el juicio de la reina.

—Los hermanos de Osney no se quedarán cruzados de brazos mientras lo ven morir —le advirtió Cersei.

—Ya me lo imagino. Por eso los he mandado detener.

—¿De qué se los acusa? —preguntó sorprendida.

—De fornicar con una reina. Su altísima santidad dice que confesaste haberte acostado con los dos, ¿lo has olvidado?

—No. —Se puso muy roja—. ¿Qué vas a hacer con ellos?

—Si reconocen que son culpables, mandarlos al Muro. Si lo niegan, pueden enfrentarse a ser Robert. Esos hombres no deberían haber recibido tales privilegios.

—Los… Los juzgué mal. —Cersei bajó la cabeza.

—Al parecer has juzgado mal a muchos hombres.

Iba a añadir algo, pero en aquel momento entró la novicia de pelo oscuro y mejillas rellenas.

—Mis señores, siento interrumpir, pero ha llegado un mensajero. El gran maestre Pycelle ruega la presencia inmediata del lord regente.

«Alas negras, palabras negras —pensó ser Kevan—. ¿Habrá caído Bastión de Tormentas? ¿O serán noticias de Bolton, del Norte?»

—Puede que se sepa algo de Jaime —comentó la reina.

Solo había una manera de averiguarlo, así que ser Kevan se levantó.

—Discúlpame, por favor.

Antes de salir se dejó caer sobre una rodilla y besó la mano de su sobrina. Si el gigante silencioso fracasaba, podía ser el último beso que recibiera.

El mensajero era un chiquillo de ocho o nueve años, tan abrigado que parecía un cachorro de oso. Trant lo había hecho esperar en el puente levadizo en lugar de dejarlo entrar en el Torreón de Maegor.

—Ve a sentarte junto a una chimenea, chico —le dijo ser Kevan al tiempo que le ponía una moneda en la mano—. Ya sé ir a las pajareras.

Por fin había dejado de nevar. Tras un velo de jirones de nubes, la luna llena flotaba redonda y blanca como una bola de nieve, y las estrellas brillaban frías a lo lejos. Ser Kevan cruzó a zancadas el patio del castillo, que parecía un lugar nuevo y misterioso, con la torres llenas de colmillos de hielo; los caminos habían desaparecido bajo el manto blanco, y un carámbano largo como una lanza se desprendió de un tejado y fue a estrellarse a sus pies.

«Otoño en Desembarco del Rey —pensó—. ¿Cómo será en el Muro?»

Le abrió la puerta una criada, una niña flaca con una túnica forrada de piel que le quedaba muy grande. Ser Kevan dio unas patadas en el suelo para sacudirse la nieve de las botas, se quitó la capa y se la entregó.

—El gran maestre me espera —anunció.

La niña asintió, solemne y silenciosa, y señaló las escaleras.

Las estancias de Pycelle estaban bajo la pajarera y eran muy espaciosas, con estantes abarrotados de hierbas, emplastos y pócimas, así como libros y pergaminos. A ser Kevan siempre le había parecido que allí hacía un calor excesivo, pero no en aquella ocasión: sintió el frío nada más cruzar la puerta. En la chimenea solo quedaban cenizas negras y brasas moribundas, y unas pocas velas proyectaban lagos de luz mortecina aquí y allá.

Todo lo demás estaba envuelto en sombras… excepto alrededor de la ventana abierta, donde los cristales de hielo brillaban a la luz de la luna y formaban remolinos arrastrados por el viento. En el alféizar había un gigantesco cuervo blanco de plumas erizadas. Era el cuervo más grande que Kevan Lannister había visto en su vida, mayor incluso que los halcones de Roca Casterly, mayor que el búho más grande. La nieve danzaba en torno a él y la luna lo pintaba de plata.

«No, no es plata. Es blanco. Es un cuervo blanco.»

Los cuervos blancos de la Ciudadela no llevaban mensajes; eso era cosa de sus primos negros. Solo llegaban de Antigua con un cometido: anunciar el cambio de estación.

—Invierno —dijo ser Kevan. La palabra formó una nube blanquecina en el aire, y se apartó de la ventana.

En aquel momento, algo que bien podría ser el puño de un gigante lo golpeó en el centro del pecho. Lo dejó sin aliento y lo hizo recular. El cuervo blanco alzó el vuelo y sacudió las alas claras en torno a su cabeza. Ser Kevan se sentó, o cayó en el alféizar.

«¿Qué…? ¿Quién…? —Tenía una saeta clavada casi hasta las plumas—. No. No, así fue como murió mi hermano.» La sangre brotaba alrededor del asta.

—Pycelle —murmuró, confuso—. Ayudadme… yo…

En aquel momento lo vio. El gran maestre Pycelle estaba sentado a la mesa, con la cabeza apoyada en el gran libro encuadernado en cuero que tenía delante.

«Se ha dormido», pensó Kevan… hasta que parpadeó y vio la herida profunda y roja en el cráneo manchado del consejero, y la sangre que formaba un charco bajo su cabeza, empapando las páginas. Alrededor de la vela se veían fragmentos de hueso y cerebro, islas en un lago de cera derretida.

«Quería guardias —pensó Kevan—. Tendría que haberle puesto guardias.» ¿Era posible que Cersei hubiera tenido razón desde el principio? ¿Aquello era obra de su sobrino?

—Tyrion —llamó—, ¿Dónde…?

—Muy lejos —le respondió una voz conocida.

Estaba rodeado de un mar de sombras, junto a una estantería, gordo, pálido, de hombros caídos, con los pies embutidos en zapatillas y una ballesta en las suaves manos empolvadas.

—¿Varys?

—Ser Kevan. —El eunuco dejó la ballesta—. Perdonadme. No os deseo mal alguno, pero tenía que hacer esto por el reino. Por los niños.

«Yo tengo hijos. Tengo esposa. Oh, Doma…» Sintió una oleada de dolor y cerró los ojos. Volvió a abrirlos.

—Hay… hay cientos de guardias de los Lannister en el castillo.

—Pero ninguno en esta habitación, por suerte. Me duele en el alma, mi señor. No merecéis morir a solas en una noche tan fría y oscura. Hay muchos como vos, hombres buenos al servicio de malas causas… Pero vos amenazabais con destruir el trabajo de la reina y reconciliar Altojardín con Roca Casterly, y unir la Fe y los Siete Reinos bajo el mando del pequeño rey, así que… —Entró una ráfaga de viento, y ser Kevan se estremeció—, ¿Tenéis frío, mi señor? No sabéis cuánto lo siento. El gran maestre se ha ensuciado al morir, y el hedor era tan insoportable que tenía miedo de asfixiarme.

Ser Kevan trató de incorporarse, pero lo habían abandonado las fuerzas, y apenas sentía las piernas.

—La ballesta me pareció lo más adecuado —prosiguió Varys—. ¡Teníais tanto en común con lord Tywin…! Vuestra sobrina pensará que os han asesinado los Tyrell, quizá en connivencia con el Gnomo. Los Tyrell sospecharán de ella. Alguien encontrará la manera de culpar a los dornienses. Las dudas, la división y la desconfianza minarán el terreno bajo los pies del niño rey mientras Aegon alza su estandarte sobre Bastión de Tormentas y los señores del reino se unen en torno a él.

—¿Aegon? —Durante un momento no entendió nada, pero de pronto lo recordó: un niño envuelto en una capa roja llena de sangre y restos de cerebro—. Está muerto. Muerto.

—No. —La voz del eunuco le sonó más grave—. Está aquí. Aegon ha sido instruido para reinar desde antes de que aprendiera a andar. Ha recibido entrenamiento con las armas, como corresponde a un caballero, pero además sabe leer y escribir, habla varios idiomas, y ha estudiado historia, leyes y poesía. Una septa lo ha instruido en los misterios de la Fe desde que tenía edad para comprender. Ha vivido entre pescadores, ha trabajado con las manos, ha nadado en ríos, ha remendado redes y se ha lavado la ropa cuando lo ha necesitado. Sabe pescar, cocinar y vendar una herida; sabe lo que es sufrir hambre y sentirse perseguido. Sabe lo que es tener miedo. A Tommen le han enseñado que ser rey es un derecho; Aegon sabe que es un deber, que un rey debe poner a su pueblo por delante de todo lo demás y vivir por él, gobernar para él.

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