Read Dafnis y Cloe Online

Authors: Longo

Tags: #Clásico

Dafnis y Cloe (4 page)

BOOK: Dafnis y Cloe
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Dos años después, otro pastor de los vecinos campos, cuyo nombre era Dryas, halló y vio algo semejante cuando apacentaba su rebaño. Había una gruta consagrada a las Ninfas, gran roca, hueca por dentro, y en lo exterior, redonda. En esta gruta se veían figuras de Ninfas, hechas de piedra, los pies descalzos, los brazos desnudos hasta los hombros, los cabellos esparcidos sobre la espalda y la garganta, el traje ceñido a la cintura y una dulce sonrisa en entrecejo y boca; todo el aspecto de ellas, como si hubiesen bailado en coro. En el fondo de la gruta se levantaba un poco el terreno, y de allí manaba una fuente, cuyas aguas se deslizaban formando manso arroyo, y alimentando en torno un prado amenísimo, de copiosa y blanda grama cubierto. Allí se veían suspendidos tarros, colodras, flautas, pífanos y churumbelas, ofrendas de antiguos pastores. A este templo de las Ninfas acudía una oveja que había ya criado corderos, y el pastor Dryas sospechaba a veces que se le había Perdido. Queriendo, pues, corregirla y traerla de nuevo a su antiguo y tranquilo modo de pacer, tejió con sutiles varitas de mimbre verde uno a modo de lazo, y entró en la gruta a fin de coger la oveja; pero no bien llegó cerca, vio lo que no esperaba: vio a la oveja que, con ternura verdaderamente humana, daba su ubre, para que de ella sacase abundante leche, a una criaturita, la cual, con avidez, pero sin llanto, aplicaba la boca pura y limpia, ya a una teta, ya a otra, y cuando se había hartado de mamar, la oveja le lamía la cara. Esta criatura era una niña, y tenía pañales y otras prendas para poder ser reconocida; toquillas y chinelas bordadas de hilo de oro, y ajorcas de oro también.

Considerando divino tal hallazgo, y enseñado por la oveja a compadecer y amar a la niña, Dryas la tomó en sus brazos, guardó aquellas prendas en el zurrón y rogó a las Ninfas que le dejasen criar con buena suerte a la que se había puesto bajo su amparo. Y como ya era tiempo de llevar la manada al aprisco, volvió a su cabaña, contó a su mujer lo ocurrido, le mostró a la niña, y la exhortó a tomarla por hija, ocultando cómo había sido hallada. Napé, que así se llamaba la pastora, amó desde luego a la niña como madre, recelosa de que la oveja no la venciese en ternura y en prueba de que la niña era su hija, le puso el nombre pastoral de Cloe.

Pronto crecieron los niños. Su hermosura distaba mucho de parecer rústica. Cuando él cumplió quince años y ella dos menos, Dryas y Lamón tuvieron idéntico sueño en una misma noche. Pensaron ver que las Ninfas, las de la gruta donde estaba la fuente y donde Dryas había encontrado a la niña, ponían a Dafnis y a Cloe en poder de un mozuelo gentil a par que arrogante, con alas en los hombros y armado de arco y flechas pequeñitas, el cual, hiriendo a ambos con la misma flecha, les mandó que fuesen pastores: a ella, de ovejas; a él, de cabras. No poco afligió a los viejos este sueño, que destinaba a sus hijos al oficio de guardar ganado, porque hasta entonces habían augurado mejor suerte para ellos, fiándose en las prendas halladas, por lo cual los hablan criado con el mayor regalo y les habían hecho aprender las letras y cuanto en el campo hay de bueno. Resolvieron, no obstante, obedecer a los dioses, cuya providencia había salvado a los niños. Y después de comunicarse mutuamente el sueño, y de haber hecho un sacrificio, en la gruta de las Ninfas, al mozuelo de las alas (cuyo nombre no acertaban a adivinar), enviaron a los mozos a cuidar del hato, enseñándoles el oficio pastoril: de qué modo ha de apacentarse antes del mediodía, de qué modo después de pasada la siesta; cuándo conviene llevar al abrevadero, cuándo al aprisco; en qué ocasión debe emplearse el cayado y en qué ocasión basta la voz. Ellos se alegraron de esto en gran manera, como si los hubieran hecho príncipes, y amaron a sus cabras y corderos más que suele el vulgo de los pastores, porque ella recordaba que debía la vida a una oveja, y él no había olvidado que una cabra le cuidó y alimentó en su abandono.

Empezaba entonces la primavera y se abrían las flores en montes, selvas y prados. Oíase ya por todas partes susurro de abejas y gorjeo de pajarillos. Los recentales balaban, los corderos retozaban en la montaña, las abejas susurraban en el prado, y en umbrías y sotos cantaban las aves. Como en aquella bendita estación todo se regocijaba, Dafnis y Cloe, tan jóvenes y sencillos, se pusieron a remedar lo que veían y oían. Oían cantar a los pájaros, y cantaban; veían brincar a los corderos, y brincaban gallardamente, y remedando a las abejas, cogían flores, y ya se las ponían en el pecho, ya, tejiendo guirnaldas, se las ofrecían a las Ninfas. Todo lo hacían juntos y apacentaban cerca el uno del otro. A menudo Dafnis hacía volver a la oveja que se extraviaba, y a menudo Cloe espantaba a las cabras más atrevidas para que no trepasen a los riscos. A veces uno solo cuidaba de ambos hatos, mientras que el otro se recreaba y jugaba. Sus juegos eran infantiles y propios de zagales. Ora ella, con juncos que cogía, formaba jaulas para cigarras, y, distraída en esta faena, descuidaba el ganado. Ora él cortaba delgadas cañas, les agujereaba los nudos, las pegaba con cera blanda, y se esmeraba hasta la noche en tocar la zampoña. A menudo compartían ambos la leche y el vino, y se comían juntos la merienda que traían de casa. En suma, más bien se hubieran visto las cabras y las ovejas dispersas que a Dafnis y Cloe separados.

En medio de tales juegos, Amor empezó a darles penas. Una loba, que recientemente había tenido cría, robaba muchas veces corderos de los campos próximos para alimentar sus cachorros. Algunos aldeanos se reunieron con este motivo, e hicieron de noche zanjas de más de una vara de ancho y de cuatro o cinco de hondo. Mucha porción de la tierra removida la esparcieron a lo lejos, y sobre el hoyo extendieron palos secos y quebradizos, cubriéndolos con el resto de la tierra para que el suelo apareciese como antes, de modo que hasta una liebre que corriese por cima, rompiese los palos, más débiles que paja, y probase que no era suelo, sino apariencia de suelo. Así abrieron varías zanjas en los cerros y en el llano; pero nunca pudieron coger la loba, que presintió la trampa. En cambio, perdieron no pocos corderos y cabras, y Dafnis estuvo a punto de perderse.

Dos machos cabríos, irritados por la brama, lucharon con tal furor y violencia, que a uno de ellos se le rompió un cuerno, y, lleno de dolor, comenzó a huir dando bramidos, mientras que el vencedor le perseguía sin tregua ni sosiego. Doliose Dafnis del cuerno quebrado, y lleno de ira contra la terquedad del macho victorioso, empuñó el cayado y dio en perseguirle a su vez. Así, huyendo el uno y siguiéndole enfurecido el otro, sin ver dónde ponían los pies, cayeron ambos en la trampa, el macho primero y luego Dafnis, lo cual le salvó, pues al caer se quedó caballero en el macho; pero como se veía en el fondo del hoyo, lloraba, aguardando que alguien viniese a sacarle de allí. Cloe, que vio de lejos lo sucedido, acudió de carrera al hoyo, reconoció que Dafnis estaba con vida y pidió socorro a un boyero de los vecinos campos. Llegó el boyero y buscó una cuerda o soga, para que, asido a ella, Dafnis saliese; pero no se encontraba cuerda. Entonces Cloe desató la cinta de sus crenchas, la dio al boyero, y de esta suerte, puestos ambos en la boca del hoyo, agarrándose Dafnis a la cinta y tirando ellos, logró subir el caído. Sacaron después al macho infeliz, que con el golpe se había roto entrambos cuernos (pronta y completa venganza del vencido), y se le dieron al boyero en pago de la ayuda, con propósito de decir en casa, si alguien preguntaba por él, que un lobo se le había llevado.

Volvieron luego donde estaban cabras y ovejas, y hallaron que pacían en paz y buen orden. Sentáronse entonces sobre el tronco de una encina, y miraron ambos con atención si alguna parte del cuerpo de Dafnis se había lastimado al caer; pero ni herida ni sangre tenía, sino sucio barro en el pelo y en lo demás de su persona. Dafnis determinó lavarse para que Lamón y Mirtale no supiesen lo ocurrido. Y yéndose con Cloe a la gruta de las Ninfas, le dio a guardar la tuniquilla y el zurrón y se puso a lavar en la fuente su cabellera y el cuerpo todo. La cabellera era negra y abundante; el cuerpo, tostado del sol. Diríase que le daba color obscuro la sombra de la cabellera. Cloe, que miraba a Dafnis, le halló hermoso, y como hasta allí no había reparado en su hermosura, imaginó que el baño se la prestaba. Cloe lavó luego las espaldas a Dafnis, y halló tan suave la piel, que de oculto se tocó ella muchas veces la suya para decidir cuál de los dos la tenía más delicada.

Como ya el sol iba a ponerse, ambos volvieron con el hato a sus cabañas, y Cloe nada deseaba tanto como ver a Dafnis bañarse de nuevo.

Al día siguiente, de vuelta en la pradera, Dafnis, sentado, según solía al pie de una encina, tocaba la flauta, a par que miraba sus cabras, encantadas, al parecer, con el dulce sonido. Cloe, sentada asimismo a la vera de él, miraba sus ovejas y corderos; pero miraba más a Dafnis. Y otra vez le pareció hermoso tocando la flauta y creyó que la música le hermoseaba y para hermosearse ella tomó la flauta también. Quiso luego que volviera él a bañarse y le vio en el baño, y sintió como fuego al verle, y volvió a alabarle, y fue principio de amor la alabanza. Niña candorosa, criada en los campos, no se daba cuenta de lo que le pasaba, porque ni siquiera había oído mentar al Amor. Sentía inquietud en el alma; no podía dominar sus ojos y hablaba mucho de Dafnis. No comía de día, velaba de noche y descuidaba sus ovejas; ya reía, ya lloraba; si dormía, se despertaba de súbito; su rostro se cubría de palidez y luego ardía en rubor. Nunca se agitó más becerra picada del tábano. Acontecía a veces que ella a sus solas prorrompía en estas razones:

«Estoy mala e ignoro mi mal; padezco y no me veo herida; me lamento y no perdí ningún corderillo; me abraso y estoy sentada a la sombra. Mil veces me clavé las espinas de los zarzales y no lloré; me picaron las abejas y pronto quedé sana. Sin duda que esta picadura de ahora llega al corazón y es más cruel que las otras. Si Dafnis es bello, las flores lo son también; si él canta lindamente, no cantan mal las avecicas. ¿Por qué pienso en él y no en las avecicas y en las flores? ¡Quisiera ser su flauta para que infundiese en mí su aliento! ¡Quisiera ser su cabritillo para que me tomara en sus brazos!, ¡Oh, agua perversa, que a él sólo hace hermoso y me lavas en balde! Yo me muero, queridas Ninfas; ¿cómo no salváis a la doncella que se crió con vosotras? ¿Quién os coronará de flores después de mi muerte? ¿Quién tendrá cuidado de los pobres corderos? ¿A quién encomendaré mi parlera cigarra, que cogí con tanta fatiga y que solía cantar en la gruta para que yo durmiese la siesta? En vano canta ahora, pues yo velo, gracias a Dafnis». Así padecía, así se lamentaba Cloe, procurando descubrir el nombre de Amor.

Entretanto, Dorcón, el boyero que sacó del hoyo a Dafnis y al macho, mozuelo ya con barbas y harto sabido en cosas de Amor, se había prendado de Cloe desde el primer día, y como mientras más la trataba más se abrasaba su alma, resolvió valerse o de regalos o de violencia para lograr sus fines. Fueron sus primeros presentes, para Dafnis, una zompoña, que tenía nueve canutos ligados con latón y no con cera, y para Cloe la piel de un cervatillo, esmaltada de lunares blancos, para que la llevase en los hombros, cual suelen las bacantes.

Así creyó haberse ganado la voluntad de ambos, y pronto desatendió a Dafnis; pero a Cloe la obsequiaba de diario, ya con blandos quesos, ya con guirnaldas de flores, ya con frutas sazonadas. Y hasta hubo ocasiones en que le trajo un becerro montaraz, un vaso sobredorado y pajarillos cazados en el nido. Ignorante ella del artificio y malicia de los amadores, tomaba los regalos y se alegraba, y se alegraba más aún porque con ellos podía regalar a Dafnis.

No tardó éste en conocer también las obras de Amor. Entre él y Dorcón sobrevino contienda acerca de la hermosura. Cloe había de sentenciar. Premio del vencedor, un beso de Cloe. Dorcón habló primero de esta manera:

«Yo, zagala, soy más alto que Dafnis, y valgo más de boyero que él de cabrero, porque los bueyes valen más que las cabras. Soy blanco como la leche y rubio como la mies cuando la siegan. No me crió una bestia, sino mi madre. Este es chiquitín, lampiño como las mujeres y negro como un lobezno. Vive entre chotos, y su olor ha de ser atroz, y es tan pobre, que no tiene para mantener un perro.

»Se cuenta que una cabra le dio leche, y a la verdad que parece cabrito».

Así dijo Dorcón. Luego contestó Dafnis: «Me crió una cabra como a Júpiter, y son mejores que tus vacas las cabras que yo apaciento. Y no huelo como ellas, como no huele Pan, que casi es macho cabrío. Bastan para mi sustento queso, blanco vino y pan bazo, manjares campesinos, no de gente rica. Soy lampiño como Baco, y como los jacintos moreno; pero más vale Baco que los sátiros, y más el jacinto que la azucena. Este es bermejo como los zorros, barbudo como los chivos, y como las cortesanas blanco. Y mira bien a quién besas, pues a mí me besarás la boca, y a él, las cerdas que se la cubren. Recuerda, por último, ¡oh, zagala!, que a ti también te crió una oveja, y eres, no obstante, linda».

Cloe no supo ya contenerse, y movida de la alabanza, y más aún del largo anhelo que por besar a Dafnis sentía, se levantó y le besó; beso inocente y sin arte, pero harto poderoso para encenderle el alma.

Dorcón huyó afligido en busca de nuevos medios de lograr su amor. Dafnis no parecía haber sido besado, sino mordido: de repente se le puso la cara triste; suspiraba con frecuencia, no reprimía la agitación de su pecho, miraba a Cloe, y al mirarla se ponía rojo como la grana. Entonces se maravilló por primera vez de los cabellos de ella, que eran rubios, y de sus ojos, que los tenía grandes y dulces como las becerras, y de su rostro, más blanco que leche de cabra. Diríase que a deshora se le abrieron los ojos y que antes estaba ciego. Ya no tomaba alimento sino para gustarle, ni bebía sino para humedecerse la boca. Estaba taciturno, cuando antes era más picotero que las cigarras; yacía inmóvil, cuando antes brincaba más que los chivos; no se curaba del ganado; había tirado la flauta lejos de sí, y tenía pálido el rostro como agostada hierba. Únicamente con Cloe o pensando en Cloe volvía a ser parlero. A veces, a solas, se lamentaba de esta suerte:

«¿Qué me hizo el beso de Cloe? Sus labios son más suaves que las rosas, su boca más dulce que un panal, y su beso más punzante que el aguijón de las abejas. No pocas veces he besado los chivos, no pocas veces he besado los recentales de ella y el becerro que le regaló Dorcón; pero este beso de ahora es muy diferente. Me falta el aliento, el corazón me palpita, se me derrite el alma, y a pesar de todo, quiero más besos. ¡Oh, extraña victoria! ¡Oh, dolencia nueva, cuyo nombre ignoro! ¿Habría Cloe tomado veneno antes de besarme? ¿Cómo no ha muerto entonces? Los ruiseñores cantan, y mi zampoña enmudece; brincan los cabritillos, y yo estoy sentado; abundan las flores, y yo no tejo guirnaldas. Jacintos y violetas florecen, y Dafnis se marchita. ¿Llegará Dorcón a ser más lindo que yo?».

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