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Authors: Askildsen Kjell

Tags: #Cuento

Cuentos reunidos (26 page)

BOOK: Cuentos reunidos
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Subí al dormitorio, colgué la chaqueta y me quité la camisa. El lado de la cama de Beate estaba sin hacer. En la mesa de noche había un cenicero con dos colillas, y junto al cenicero, un libro abierto. Cerré el libro; me llevé el cenicero al baño, eché las colillas al váter y tiré de la cadena. Luego me desnudé y abrí el grifo de la ducha, pero el agua no terminaba de salir caliente y la ducha fue diferente y mucho más corta que lo que me había imaginado.

Mientras me vestía delante de la ventana abierta del dormitorio, oí cómo Beate se reía. Acabé rápidamente y bajé al sótano; por el ventanuco podía observarla sin ser visto. Estaba reclinada en el sillón, con el vestido muy levantado sobre los muslos separados, y las manos detrás de la nuca, lo que hacía que se tensara la fina tela sobre sus pechos. Había en su postura una indecencia que me excitaba, y esa excitación se veía reforzada por el hecho de que se mostrara así ante los ojos de un hombre, aunque fuera su hermano.

Permanecí un rato contemplándola; no nos separaban más que siete u ocho metros, pero con las plantas de los macizos delante del ventanuco del sótano estaba seguro de que ella no podía verme. Intenté adivinar lo que estaban diciendo, pero hablaban demasiado bajo, sorprendentemente bajo en mi opinión. Entonces ella se levantó, y yo subí rápidamente la escalera del sótano y me metí en la cocina. Abrí el grifo del agua fría y cogí un vaso, pero ella no llegaba, así que volví a cerrar el grifo y dejé el vaso en su sitio.

Cuando me hube calmado, fui al salón y me senté a hojear una revista de tecnología. El sol se había puesto, pero aún no hacía falta encender la luz. Pasaba las páginas hacia delante y hacia atrás. La puerta de la terraza estaba abierta. Encendí un cigarrillo y oí un avión en la lejanía, por lo demás, todo estaba en silencio. Volví a ponerme nervioso y salí al jardín. No había nadie. La puerta de la valla estaba abierta. Me acerqué a cerrarla. Pensé: Seguro que está entre los arbustos observándome. Volví a la mesa del jardín, coloqué el sillón de espaldas al bosque, y me senté. Me convencí a mí mismo de que si alguien hubiera estado mirándome desde el sótano, yo no lo habría descubierto. Me fumé dos cigarrillos. Empezaba a anochecer, pero el aire inmóvil era templado, casi cálido. Sobre la colina al este se posó un pálido gajo de luna, eran algo más de las diez. Me fumé otro cigarrillo. De repente, oí un débil crujido procedente de la puerta de la valla, pero no me volví. Ella se sentó y dejó un ramillete de flores silvestres en la mesa del jardín. Qué noche tan deliciosa, dijo. Asentí. ¿Tienes un cigarrillo?, preguntó. Le di uno y también fuego. Luego dijo con esa voz de impaciencia infantil a la que tanto me ha costado siempre resistirme: Voy por una botella de vino, ¿te parece? Y antes de que me diera tiempo a decidir lo que iba a responder, ella se levantó, cogió las flores y se apresuró por el césped hacia la escalera. Pensé: Ahora hará como si nada hubiera pasado. Luego pensé: En realidad, no ha pasado nada. Nada que ella sepa. Y cuando volvió con el vino, dos copas y además un mantel de cuadros azules y blancos, me había serenado casi del todo. Ella había encendido la luz de la terraza y yo me coloqué el sillón de espaldas al bosque. Beate llenó las copas y bebimos. Mmm, dijo ella, delicioso. El bosque se levantaba como una silueta negra contrastando con el cielo azul pálido. Qué silencioso está esto, señaló ella. Sí, contesté. Le ofrecí el paquete de tabaco, pero ella lo rechazó. Yo cogí un cigarrillo. Mira la luna creciente, dijo. Sí, asentí. Qué fina está, añadió. Sí, volví a asentir. Di unos pequeños sorbos de vino. En el sur, la luna está tumbada, dijo. No contesté. ¿Te acuerdas de aquellos perros de Tesalónica que no podían separarse tras haber copulado?, preguntó. En Kávala, respondí. Los viejos sentados en la terraza del café gritaban, prosiguió, y los perros aullaban intentando librarse el uno del otro. Y cuando salimos de la ciudad vimos una luna creciente y fina tumbada de espaldas, y tú y yo nos deseamos, ¿lo recuerdas? Sí, contesté. Beate volvió a llenar las copas. Permanecimos callados un rato, un buen rato. Sus palabras me habían inquietado, y el silencio que las siguió no hizo sino incrementar mi inquietud. Intenté pensar en algo que decir, algo rutinario que pudiera desviar la conversación. Beate se levantó. Dio la vuelta a la mesa y se detuvo detrás de mí. Me asusté y pensé: Ahora va a hacerme algo. Y al sentir sus manos en el cuello me estremecí, y eché la cabeza y el torso hacia delante. Al instante entendí lo que había hecho y dije, sin volverme: Me has asustado. Ella no contestó. Me recliné en el sillón. La oí respirar. Se marchó.

Al final me levanté y entré en la casa. Ya era completamente de noche. Me había acabado el vino y pensado en lo que iba a decir; me había tomado mi tiempo. Me llevé las copas y la botella vacía, pero, tras pensarlo, dejé el mantel de cuadros en la mesa. El salón estaba vacío. Fui a la cocina y dejé la botella y las copas en el fregadero. Eran algo más de las once. Cerré con llave la puerta de la terraza y apagué las luces. Luego subí al dormitorio. La lámpara de mi mesita estaba encendida. Beate estaba acostada con la cara vuelta hacia el otro lado; dormía, o fingía que dormía. Mi edredón estaba echado hacia atrás y sobre la sábana estaba el bastón que usé después del accidente el año que nos casamos. Lo cogí con la intención de meterlo debajo de la cama, pero cambié de idea. Permanecí con él en la mano mientras miraba fijamente el arco de la cadera debajo del fino edredón de verano; me sobrecogió un repentino deseo. Salí rápidamente de la habitación y bajé al salón. Me había llevado el bastón, y, sin saber muy bien por qué, lo partí en dos contra mi muslo. El golpe me dolió y me serené. Entré en el despacho y encendí la lámpara que había sobre el tablero de dibujo. Volví a apagarla y me tumbé en el diván, me tapé con la manta y cerré los ojos. Veía claramente a Beate. Volví a abrir los ojos, y sin embargo seguía viéndola.

Me desperté varias veces en el transcurso de la noche, y me levanté temprano. Entré en el salón con el fin de quitar de allí el bastón; no quería que Beate viera que lo había roto. Ella estaba sentada en el sofá. Me miró. Buenos días, saludó. Le devolví el saludo con un movimiento de cabeza. Ella seguía mirándome. ¿Estamos enfadados?, preguntó. No, contesté. Su mirada seguía clavada en mí, era incapaz de interpretarla. Me senté con el fin de alejarme de esa mirada. Me entendiste mal, dije. No te había visto levantarte, estaba ensimismado en mis pensamientos, y de repente sentí unas manos en el cuello, entiendo que te…, pero no sabía que estuvieras ahí. Ella no dijo nada. La miré, encontrándome con la misma mirada inescrutable. Tienes que creerme, dije. Ella apartó la mirada. Sí, supongo que debo creerte.

Un vasto y desierto paisaje

Me habían ayudado a ir hasta la terraza cubierta. Mi hermana Sonia me había colocado cojines bajo las piernas y apenas sentía dolor. Era un caluroso día de agosto, estaban enterrando a mi mujer, yo estaba tumbado a la sombra mirando el cielo azul mate. No estaba acostumbrado a tanta luz, y una de las veces que Sonia se acercó a ver cómo me encontraba, tenía lágrimas en los ojos. Le pedí que me fuera a buscar las gafas de sol, no quería que me malentendiera. Fue a buscarlas. Sólo estábamos en la casa ella y yo, los demás habían ido al entierro. Volvió y me puso las gafas. Le tiré un beso. Ella sonrió. Pensé: si tú supieras. Las gafas eran tan oscuras que podía observar su cuerpo sin que se diera cuenta. Cuando se hubo alejado, volví a mirar el cielo. Oía golpes de martillo que provenían de un lugar lejano, era un sonido tranquilizador, nunca me ha gustado el silencio absoluto. Una vez se lo dije a Helen, mi mujer, y me contestó que eso se debía a que tenía demasiados sentimientos de culpabilidad. No se podía hablar con ella de esas cosas, pues enseguida empezaba a hurgar en el interior de uno.

Un rato después, cuando los golpes de martillo habían cesado ya hacía tiempo, todo se volvió más oscuro a mi alrededor, y antes de comprender que se debía al doble efecto de una nube y las oscuras gafas de sol, se apoderó de mí una inexplicable angustia. Se disipó inmediatamente, pero dejó una secuela, una sensación de vacío o abandono, y cuando Sonia volvió al poco rato, le pedí una pastilla. Dijo que era demasiado pronto. Insistí y me quitó las gafas. No lo hagas, dije. Cerré los ojos. Volvió a ponérmelas. ¿Tanto te duele?, preguntó. Sí, contesté. Se fue. Al instante volvió con la pastilla y un vaso con agua. Me levantó sosteniéndome por debajo del hombro sano, me metió la pastilla en la boca y me acercó el vaso a los labios. Pude notar el olor a ella.

Poco después llegaron del entierro mi madre, mis dos hermanos y la mujer de uno de ellos. Un poco más tarde llegaron el padre de Helen, sus dos hermanas y una tía suya a quien yo apenas conocía. Todos se acercaron a decirme algo. La pastilla había empezado a hacer efecto, y yo, oculto tras las gafas oscuras, me sentía como un padrino. Me pareció que no tenía que decir gran cosa, pues todo el mundo me adjudicaba, claro está, un profundo dolor, no podían saber que yo estaba allí tumbado indiferente a todo. Y cuando el padre de Helen se acercó a decirme algo, sentí una especie de satisfacción, porque ahora que Helen había muerto, él ya no era mi suegro, ni las hermanas de Helen mis cuñadas.

Al cabo de un rato, la mujer de mi hermano y las hermanas de Helen empezaron a poner la mesa en el jardín debajo de la terraza, y cada vez que pasaban por delante de mí, camino del cuarto de estar, movían la cabeza y me sonreían, aunque yo fingía no verlas. Luego debí de quedarme dormido, porque lo siguiente que recuerdo es un zumbido de voces en el jardín, y que podía ver las cabezas, nueve cabezas que apenas se movían. Era una imagen llena de paz, las nueve cabezas a la sombra del gran abedul, y al final de la mesa del jardín, con la cabeza vuelta hacia mí, Sonia. Al poco tiempo, levanté un brazo para llamar su atención, pero ella no lo vio. Un instante después, mi hermano pequeño se levantó y se acercó a la terraza. Cerré los ojos y fingí estar dormido. Le oí detenerse un momento al pasar por delante de mí, y pensé: Estamos completamente desamparados.

Por fin se levantaron de la mesa, y mientras todos, excepto Sonia y mi madre, se preparaban para marcharse, permanecí tumbado con los ojos cerrados fingiendo estar dormido. Luego mi madre salió del cuarto de estar y se me acercó. Le sonreí, y me preguntó si tenía hambre. No tenía hambre. ¿Te duele?, preguntó. No, contesté. Pero por dentro, añadió. No, contesté. Bueno, bueno, dijo ajustando la sábana que me cubría, aunque estaba bien colocada. ¿Prefieres volver a tu casa?, pregunté. ¿Por qué?, contestó, ¿no quieres que esté aquí? Sí, dije, pero pensaba que a lo mejor echabas de menos a papá. No contestó. Fue a sentarse en el sofá de mimbre. En ese momento llegó Sonia. Me quité las gafas de sol. Tenía una copa de vino en la mano. Se la dio a mamá. Yo también quiero, dije. No con las pastillas, replicó. No seas tonta, añadí. Pero sólo una copa, dijo. Se fue. Mi madre estaba sentada mirando el jardín, con la copa de vino en la mano. ¿Todo esto es tuyo ya?, preguntó. Sí, teníamos comunidad de bienes. Notarás un gran vacío, dijo. Yo no contesté, no estaba muy seguro de lo que quería decir. Sonia salió con dos copas, dejó una en la mesita junto a mi madre. Vino hacia mí con la otra, me sostuvo por los hombros y me la acercó a los labios. Se inclinó más que antes y pude ver un poco sus pechos. Cuando apartó la copa, mi mirada se cruzó con la suya, y no sé, tal vez ella viera algo que no había notado antes, porque había algo en sus ojos que iba y venía, algo parecido a la ira. Luego sonrió y se sentó al lado de mi madre. Salud, mamá, dijo. Sí, contestó mi madre. Bebieron. Me puse las gafas de sol. Nadie decía nada. No me parecía un buen silencio, quería decir algo, pero no sabía qué. Aquí no hay pájaros, dijo Sonia. Tampoco en nuestro jardín, señaló mi madre. Excepto las gaviotas. Antes había golondrinas, un montón de golondrinas, pero han desaparecido. Qué pena, dijo Sonia. ¿A qué se debe? Nadie lo sabe, contestó mi madre. Luego callaron durante un rato. Ya no sabemos si va a llover o a hacer buen tiempo, dijo mi madre. Se puede escuchar el parte meteorológico, señaló Sonia. No son de fiar, sentenció mi madre. En el sur de Europa, las golondrinas vuelan bajo incluso cuando no va a llover, indicó Sonia. Será otra clase de golondrinas, contestó mi madre. No, dijo Sonia, son de la misma clase. Me extraña, dijo mi madre. Sonia no dijo nada más. Bebió de la copa. ¿Es verdad lo que dice Sonia?, preguntó mi madre. Sí, dije. ¿Es que nunca puedes creerme, joder?, preguntó Sonia. Deberías abstenerte de decir tacos en un día como éste, dijo mi madre. Sonia apuró la copa de vino y se levantó. De acuerdo, dijo, esperaré hasta mañana. Qué mala eres, exclamó mi madre. Con lo buena que era de pequeña, dijo Sonia. Se acercó a mí y me dio más vino. No me sostuvo la cabeza lo bastante en alto y unas gotas de vino se escaparon por las comisuras de los labios y me bajaron por la barbilla. Me secó bruscamente con una punta de la sábana, sus labios denotaban enfado. Luego se fue al cuarto de estar. ¿Qué le pasa?, preguntó mi madre. Es una mujer adulta, madre, dije, no quiere que la reprendan. Pero soy su madre, dijo. No contesté. Yo sólo quiero su bien, dijo. Yo no contesté. Se echó a llorar. ¿Qué te pasa, madre?, pregunté. Nada es como era, dijo, todo se ha vuelto tan… extraño. Sonia volvió a aparecer. Voy a dar una vuelta, dijo. Creo que se dio cuenta de que mi madre estaba llorando, pero no estoy seguro. Se fue. Qué guapa es, dije. Y eso de qué sirve, preguntó mi madre. Pero, madre, exclamé. Uf, sí, sí, dijo, ya no sé lo que digo. Si echas de menos tu casa, que se quede Sonia, dije. Se echó a llorar de nuevo, haciendo más ruido esta vez, y más descontroladamente. La dejé llorar un rato, lo suficiente, a mi entender, luego pregunté: ¿Por qué lloras? No contestó. Empezaba a irritarme, pensé, ¿por qué coño lloraba? Entonces dijo: Tu padre tiene otra. ¿Otra?, dije. ¿Mi padre? No tenía intención de decírtelo, añadió. Como si no tuvieras bastante con tu propio dolor. No tengo ningún dolor, dije. ¿Cómo puedes hablar así?, preguntó. No contesté. Me quedé pensando en ese delgaducho hombrecillo que era mi padre y que a los sesenta y tres años…, un hombre a quien jamás había atribuido más instinto sexual que el estrictamente necesario para engendrarnos a mí y a mis hermanos. Por un instante, lo imaginé desnudo entre los muslos de una mujer, y sentí un intenso malestar. Mi madre entró en la casa con los vasos vacíos, pero volvió a salir inmediatamente y noté que quería hablar. Estaba de espaldas mirando al jardín. ¿Y qué vas a hacer?, pregunté. Qué puedo hacer, contestó, él me dice que haga lo que quiera y eso significa que no hay nada que pueda hacer. Te puedes quedar aquí, dije. Adiviné que estaba empezando a llorar de nuevo, y tal vez porque no quería que me diera cuenta, bajó por la escalera de la terraza. Seguro que las lágrimas la hicieron pisar mal, porque perdió el equilibrio y cayó de bruces. No podía verla. La llamé, pero no contestó. Intenté levantarme, pero no tenía donde agarrarme. Me tiré hacia un lado y empujé con la mano la pierna escayolada sobre el borde de la tumbona. Me apoyé en el codo y me incorporé. Entonces la vi. Estaba en el suelo con la cara contra la gravilla. Bajé de la tumbona la otra pierna, que también estaba escayolada. Me dolían el hombro y un brazo. No era capaz de andar sobre las piernas escayoladas, así que me dejé deslizar hasta el suelo. Me arrastré hasta la escalera. No podía hacer gran cosa, pero tampoco podía dejarla en el suelo. Me arrastré escaleras abajo hasta donde ella estaba. Intenté tumbarla de lado, pero no pude. Le puse la mano bajo la frente. Noté que estaba mojada. La gravilla me pinchaba como un cuchillo el dorso de la mano. Ya no me quedaban fuerzas. Me tumbé a su lado. Entonces empezó a moverse. Mamá, dije. No contestaba. Mamá, repetí. Gimió y volvió la cara hacia mí, sangraba y parecía asustada. ¿Dónde te duele?, le pregunté. ¡Ah, no!, dijo. Quédate quieta, pero se tumbó de espaldas y se incorporó. Se miró las rodillas ensangrentadas y empezó a sacarse piedrecitas de las heridas. Ay, ay, dijo, cómo he podido… Te has desmayado, señalé. Sí, contestó, todo se quedó negro. Luego se volvió y me miró fijamente. ¡William!, dijo. ¡Qué has hecho! ¡Ay, hijo mío, qué has hecho! Bueno, bueno, dije. Estaba muy incómodo, y con el brazo sano me arrastré hasta el césped. Allí me quedé tumbado boca arriba y con los ojos cerrados. Me dolía el hombro, era como si la fractura se hubiera vuelto a abrir. Mi madre hablaba, pero no tenía fuerzas para contestar. Opiné que yo ya había hecho mi parte. La oí levantarse. No quise abrir los ojos. Ella gemía. Ven a sentarte aquí en la hierba, le dije. ¿Y tú? preguntó. Yo estoy bien, contesté, ven a sentarte, Sonia vendrá pronto. La miré. Apenas podía andar. Se sentó con cuidado a mi lado. Creo que tengo que tumbarme un rato, dijo. Nos quedamos tumbados al sol, hacía calor. No te duermas, dije. No, ya lo sé. Y no dijimos nada más en un rato. No digas nada a Sonia de lo de tu padre, dijo. ¿Por qué no?, pregunté. Es muy humillante, afirmó. ¿Para ti?, pregunté, aunque sabía que era eso lo que quería decir. Sí, dijo. Que te engañe una persona en la que has creído durante cuarenta años. Volverá, dije. Si vuelve, dijo, será otro hombre. Y volverá a otra mujer. No, contesté, pero no pude continuar. Sonia apareció en la puerta de la terraza. Gritó mi nombre. Cerré los ojos, no podía más, quería que se ocuparan de mí. ¡Mamá!, gritó.

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