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Authors: Javier Reverte

Corazón de Ulises (4 page)

BOOK: Corazón de Ulises
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Dice Werner Jaeger en su
Paideia
que «la historia de la formación griega empieza en el mundo aristocrático de la Grecia primitiva con el nacimiento de un ideal definido de hombre superior». Esto es, comienza con los aqueos. Antes de ellos, ninguna tribu o pueblo había pensado en nada semejante. Tampoco lo hicieron los invasores dorios que acabaron con el poder de los reyes micénicos poco antes del 1100 a.C. Los dorios, armados ya con lanzas y espadas de hierro, derrotaron con facilidad a los guerreros del bronce. Pero no trajeron con ellos ninguna cultura ni un mundo de valores. Los ideales aqueos siguieron vivos en los cantos y poemas populares, en versos más cortos que los hexámetros de la épica, como hace notar Luis Gil en sus estudios. De allí fueron recogidos por Homero, alrededor del 800 a.C, para transformarlos dotándolos de una enorme altura poética, proclamarlos sobre el tiempo y traerlos hasta nosotros. Homero nació y vivió en los que él llamaba «los tiempos oscuros», esos siglos de dominación doria que se prolongaron hasta la conquista de toda Grecia por los romanos. Los dorios, y sus descendientes espartanos, hicieron bien la guerra, pero no aportaron a la historia de la literatura y el pensamiento griegos ni un gramo de sustancia. Fueron otros, los jonios emigrados hacia el Asia Menor, al litoral mediterráneo de la actual Turquía, quienes prolongaron con su civilización los ideales aqueos (se dice que Homero pudo nacer en las costas jonias) y quienes lo devolvieron al continente a través de Atenas. Entre los siglos VII y VI a.C, tras los «tiempos oscuros» que siguieron a la caída de Micenas, el espíritu aqueo avivó su fuego en el alma jonia, y fue así el preámbulo de aquel imponente fulgor del pensamiento y las artes en la Atenas del siglo v a.C, «el siglo de Pericles». De la mano de Alejandro Magno, el nuevo Aquiles, la llama se extendió luego por el mundo y, más tarde, incendió el alma romana. Una y otra vez, sus pavesas vuelan sobre la Historia y vuelven a quemarnos.

Con su acostumbrada lucidez, Werner Jaeger ha definido mejor que nadie los ideales de la cultura griega. Su libro
Paideia
apareció en 1933 y, en mi opinión, no ha sido superado por ningún otro. Su magnífico estudio del espíritu griego establece en el concepto
areté
, tan empleado por Homero y de cuyo plural nace el término «aristocracia», el íntimo ideal de los aqueos que acabaría por transformarse, con más amplios contenidos, en el ideal de la cultura clásica.

Areté
podría significar «virtud», pero en un sentido desprovisto de matices morales de índole religiosa. La
areté
sería una virtud meramente laica, que incluía el heroísmo en el combate y también una conducta cortesana. El ideal caballeresco de los aqueos era patrimonio de los nobles guerreros, pero tras la invasión doria el pueblo lo hizo suyo y siguió transmitiéndolo a las siguientes generaciones de griegos. La
areté
suponía fuerza y vigor físicos, modos de comportamiento, educación en los mitos de la Antigüedad y, desde luego, retórica. Con el paso del tiempo, también llegó a significar prudencia y astucia. Así, mientras el héroe homérico Aquiles se distinguía, sobre todo, por su fuerza y valor, el otro gran héroe de los poemas de Homero, el itacense Odiseo, basaría su
areté
en su enorme ingenio y su capacidad para encontrar recursos con que eludir situaciones difíciles. La
areté
de Aquiles se cifra en el heroísmo en el combate; la de Ulises puede llegar a ser, incluso, la capacidad para engañar cuando es el caso. No hay que olvidar que los criterios morales de los griegos no se parecían en absoluto a los nuestros, heredados en su mayoría del mundo cristiano. Sus dioses, entre otras cosas, no eran infinitamente buenos e infinitamente justos, como el dios cristiano, sino infinitamente malignos e infinitamente caprichosos. En la Antigüedad clásica, del último que podías fiarte era de un dios.

Para un noble de la aristocracia aquea, el culto al valor y al heroísmo se sobreponían a cualquier otro valor, y el sentido del deber debía regir su conducta a lo largo de toda su vida. La victoria no era tanto vencer en el combate como mantener la norma de conducta. Era preferible morir en la lucha que huir atenazado por el miedo y ser derrotado por la cobardía. Además de poseer coraje, el noble debía conocer la historia de los héroes antiguos para poder emularlos, y ser capaz de emplear una bella retórica con la que cantar sus propias gestas y hacer oír sus criterios en la asamblea de los notables. Aquiles, a quien su padre Peleo confió al prudente y sabio centauro Quirón para que se encargara de su instrucción, fue educado en la norma de «pronunciar palabras y realizar acciones», según se recoge en la
Ilíada
.

La principal ambición de aquellos guerreros aristócratas era ganar fama y honor; por eso eran, al tiempo, soberbios y magnánimos. Buscaban el reconocimiento social con todo desparpajo. Ellos poseían la
areté
como un tesoro espiritual negado a los hombres ordinarios. Y necesitaban de ese reconocimiento social.

De modo que, desprovistos de un código moral tal y como hoy consideramos ese concepto, y atados a una norma de conducta cuyos objetivos eran la gloria y la fama, los aqueos alumbraron un ideal propiamente estético. Su propósito era convertirse en almas selectas, un anhelo que sobrevivió, con otras formas, en los pensamientos de la gran filosofía griega, en Platón y Aristóteles, y una aspiración griega transmitida al mundo desde los textos de Homero. Había que ser noble para ser bello, y sin belleza no podía existir nada que fuese noble.

En los siglos posteriores al nacimiento de los poemas homéricos, la civilización griega amplió los dominios de sus aspiraciones morales y estéticas, sobre el campo de valores trazados por los aqueos. No hay que olvidar que los jóvenes atenienses de los siglos VI y V, y también el joven Alejandro Magno, un siglo después, se educaron aprendiendo los versos de la
Ilíada
y la
Odisea
, lo que suponía la comprensión y aceptación de un mundo de valores determinados por el impulso de llegar a convertirse en almas selectas.

Grecia construyó su ambición de inmortalidad al margen de los dioses, más acá de la muerte. «Apropiarse de la belleza» era la norma aristotélica. Y la aspiración a la belleza surgía como el fruto de una selección: la búsqueda del equilibrio, la armonía de las formas, el esfuerzo de los escritores por crear obras inmortales, la lucha por establecer un definitivo canon para todas las artes; la fama, en fin, lograda a través del rigor estético.

Puede no ser otra la razón por la que el alma griega ha saltado en el tiempo y llegado hasta nosotros viva y plena de juventud. Quizá es por ello por lo que sus obras no acaban nunca de decir todo lo que tienen que decirnos. Los códigos morales se diluyen en los siglos, pero la aspiración a la belleza, al honor y al coraje vuelve una y otra vez a convertirse en un anhelo humano que es imperecedero.

«Más vale morir de pie que vivir de rodillas», gritaba la Pasionaria en el Madrid cercado por el fascismo en 1936. ¿No es acaso un grito casi estético que hubiera hecho suyo el propio Aquiles? «Un hombre puede ser destruido, pero nunca derrotado», escribía Hemingway en
El viejo y el mar
. ¿No firmaría tan romántico aserto un héroe homérico del talante de Héctor o de Áyax? ¿Y qué decir de la fama que buscaba lograr nuestro admirado y querido Don Quijote?

Los leones de la puerta del palacio de Micenas siguen en el lugar donde fueron colocados por los artistas aqueos. Pero sus cabezas han volado en busca del aire. Y aún planean sobre los infinitos espacios del alma perpleja de los hombres. «¡Ah, cuando yo era niño», clamaba el poeta Antonio Machado, citado por Manuel Fernández-Galiano,«… y soñaba con los héroes de la
Ilíada
!».

«De ella [la obra de Homero]», escribe Francisco Rodríguez Adrados, «nacen la elegía y luego la tragedia; e influye en el resto de la poesía, como influye en la Historia y en toda la literatura en general». Y puesto que Homero educó a Grecia y Grecia educó al mundo, no es descabellado pensar que en todos nosotros hay siempre algo homérico.

Al traspasar la Puerta de los Leones, aquella mañana luminosa, sobre los campos de la Argólida que se tienden humildes a los pies de la altiva Micenas, me abrí paso casi a codazos entre turistas sedientos de historia y de fotografías. Creo que volaba ya junto a los dos leones, camino de la altura, y para nada me importaban los japoneses sonrientes, los australianos asombrados, los ingleses convencidos de haber inventado Grecia y los americanos deseosos de encontrar un pedazo de piedra labrada que llevarse a Detroit o San Diego como recuerdo de su viaje europeo. Sentía a Homero caminando a mi lado, pero la presencia de Shakespeare me parecía en esa hora más próxima. Quizá tan sólo porque Micenas es el lugar del crimen, del gran crimen, del asesinato más literario de la historia del mundo. ¿O fueron dos?, ¿o tal vez tres?

Shakespeare escribió sobre la terrible grandeza del crimen como nadie lo ha hecho después de los trágicos, que recogieron el testigo de las manos de Homero. Aquí, en Micenas, Esquilo situó su trilogía la
Orestíada
y Eurípides su
Orestes
, obras que han llegado a nosotros y que recogen la tragedia del joven Orestes, obligado a ser un parricida para vengar la muerte de su padre. Cuando Agamenón regresó a Micenas después de la caída de Troya, su mujer, Clitemnestra, harta de tanto tiempo sin marido, copulaba a destajo con un tal Egisto, que había usurpado el trono del rey atrida. La infiel esposa y su ambicioso amante acuchillaron al poderoso Agamenón. ¡Pobre nieto de Atreo: además de cornudo, degollado! Pero estos crímenes impíos nunca quedan impunes en la Grecia clásica. Y así, el hijo del soberano, el joven Orestes, regresó a Micenas, mató al impostor Egisto y, sin escuchar sus súplicas, rebanó también el cuello de su madre. Luego, las Parcas le persiguieron durante años dejándole casi sordo de tanto gritarle sus culpas. Sólo el tribunal de los dioses, gobernado por el generoso y culto Apolo, repuso a Orestes en su trono tras determinar el carácter justo de su venganza.

Ascendía, pues, en la mañana luminosa, las rampas marmóreas de Micenas, hacia la terraza superior donde se alzó el palacio de los atridas, entre los berridos de agonía de Egisto, los ayes de dolor de Clitemnestra, lamentos de un moribundo Agamenón, gritos de parcas, suspiros perplejos del vengador Orestes, versos encendidos de Eurípides y consejos temibles de Lady Macbeth. «Mira lo que has hecho», decía la famosa lady a su marido, «y luego vuélvete loco». Había sangre caliente en el escenario de aquellos grandes asesinatos, sangre vertida por puñales afilados, allí, en las cámaras de piedras demolidas que un día fueron habitaciones regias engalanadas de oro. Olía a muerte en la mañana de Micenas mientras los alegres turistas se fotografiaban unos a otros con furor, ignorantes del crimen, de los más grandes, espantosos y magníficos crímenes de la historia de la literatura.

Micenas es un lugar muy pequeño y eso te asombra cuando has leído a Homero. En los poemas homéricos todo parece grandioso, como si sus versos hubiesen sido escritos por los dioses. La Antigüedad, sin embargo, era mínima, casi raquítica y poco populosa. Viendo la pequeñez de los lugares descritos en la
Ilíada
y la
Odisea
, uno se da cuenta del valor de la palabra, de la audacia de la literatura, de cómo la fábula a punto está de hacerse realidad. El engaño crece, trepa sobre nosotros y llega a convertirse en carne. Tal vez Agamenón no era más que un cabrero armado hasta los dientes. ¿Qué importa, sin embargo?, podemos decir después de tantos siglos. La exageración es la grandeza eterna de la palabra literaria.

Un buen número de estudiosos afirman que Homero nunca existió, que quizá no fue un hombre singular, sino tan sólo un espejismo o una creación de los bibliotecarios de Alejandría. Es un pensamiento que produce vértigo.

Durante siglos, las dudas sobre la existencia del vate han sido constantes. Algunos estudiosos insisten en señalar que no hubo un Homero, sino varios, y que, tras el nombre del supuesto autor, se escondía un colectivo de poetas-recopiladores de la literatura oral anterior a la escritura. Jaeger, por ejemplo, no cree en la existencia del poeta, y otros afirman que la
Ilíada
es un poema mucho más antiguo que la
Odisea
. Pero las investigaciones de los últimos años tienden a afirmar la realidad de Homero. «La magnífica estructura de estos dos grandes poemas», se lee en la
Historia de la Literatura,
de la Universidad de Cambridge, «es casi seguro, en cada caso, creación de un solo poeta, oral o por escrito».

Estructura y también tradición, pues a lo largo de la historia de la civilización griega pocos pusieron en cuestión la existencia del poeta que había educado a toda Grecia con sus cantos, en palabras de Platón, y que había también llevado al primer y más alto rango la palabra escrita, convirtiendo en literatura lo que, hasta él, era tan sólo tradición oral. Si es cierto que, antes de Homero, hubo en Grecia poetas y público, es sólo a partir de Homero que comienza a haber libros y lectores. Y si la arqueología ha probado que muchos de los personajes y las acciones que relatan los poemas homéricos tienen una base real, ¿por qué dudar de la existencia de su autor?

Se cree que el alfabeto griego, y con él la escritura, nació y se desarrolló en Grecia en la segunda mitad del siglo VIII a.C, en el tiempo que fueron escritos los poemas épicos de Homero. Los griegos no inventaron el alfabeto, sino que lo importaron de los fenicios, lo mismo que les copiaron las quillas para sus naves, la popa redonda para los barcos mercantes que llamaron «corceles del mar», la combinación entre el remo y la vela y la navegación usando de la guía de las estrellas. Aquel ingenio de los griegos primitivos para la asimilación sólo era superado por su talento para transformar y mejorar lo que imitaban. Y al alfabeto fenicio importado de Siria, de origen lingüístico semita, los griegos le incorporaron las vocales, lo que supuso el salto definitivo en la técnica de la escritura. Las leyendas afirman que fue el rey Cadmo quien llevó este tesoro a la ciudad de Tebas, en Beocia. Pero fuese como fuese, nació la lengua escrita. «No puede dudarse», escribe Francisco R. Adrados en su
Historia de la lengua griega
, «de que, si ha de juzgarse por el influjo que ha ejercido en todas las lenguas europeas y, hoy ya, en todas las lenguas, el griego es la primera lengua del mundo».

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