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Authors: Javier Reverte

Corazón de Ulises (36 page)

BOOK: Corazón de Ulises
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Herodoto, en cierto sentido, puede ser también considerado el primer gran reportero, el primer periodista, ya que su trabajo le llevó a recorrer los escenarios de los lugares a los que se refiere y a entrevistar a muchos testigos y protagonistas de los acontecimientos narrados. Recabó también información en el seno de las grandes familias atenienses y usó fuentes jónicas y textos asiáticos para completar su bagaje informativo sobre el lado persa.

La estructura de las
Historias
es más literaria que histórica, en el sentido que hoy se da a esta ciencia. Los protagonistas principales, los jefes de los ejércitos, alcanzan siempre una altura heroica, como los personajes de la épica homérica. Leónidas y Temístocles, por ejemplo, tendrían rasgos parecidos a Áyax y Ulises. Y su empeño es que la «fama» lograda por esos héroes no se pierda en el futuro, como señala en los propósitos de su narración. La
areté
, pues, alienta todo su relato.

El modelo narrativo de este historiógrafo recuerda en ocasiones estructuras dramáticas que reproducen la forma de la tragedia, así como en su fondo, con la concepción del hombre atrapado por el destino. No en vano Sófocles era un gran amigo suyo. El tema de la venganza tiene un enorme peso en sus
Historias
. Utilizó todos los registros poéticos anteriores a él, ya que era un gran dominador de la lengua. En su observación empírica de las cosas puede identificársele con los filósofos presocráticos; pero, claro, Sócrates no había comenzado aún sus enseñanzas.

Así que este reportero modélico seguía la estela de Homero, en la que se integraban también los trágicos.
Areté
, valor en la lucha, hombres atrapados por el destino y en cierta manera libres, un orden regido por los caprichosos dioses y el premio de la fama para quien supiera ganarla. Todo ese mundo de valores tejidos, primero, en Jonia, y luego en Atenas, darían nacimiento al Siglo de Oro de esta civilización. Y servirían de base al imperialismo ateniense que brotó tras la segunda guerra médica. Herodoto era un periodista y un escritor del imperio, como lo sería, por ejemplo, Rudyard Kipling muchos siglos después. Tal condición, sin embargo, no quita un ápice de valor literario a ninguno de los dos.

Los dirigentes atenienses que siguieron a las victorias en las guerras médicas, en especial Pericles, afirmaron el poder de Atenas en el Egeo durante los años siguientes, devolviendo la libertad a muchas de las colonias griegas del Asia Menor, recuperando la ciudad de Bizancio —llave del mar Negro— y derrotando a los persas en numerosas batallas, sobre todo navales. Esta situación de hegemonía y florecimiento de las artes duraría hasta el fin de las guerras del Peloponeso, las guerras civiles griegas, y la caída de Atenas en manos espartanas en el año 404. Tras las derrotas vendrían los filósofos a rescatar los restos del desastre.

Entré en Atenas a media tarde y solté al oloroso pope en el primer semáforo. Me bajé hacia Plaka a tomar unas copas antes de la cena y el barrio bullía de turistas, que atestaban las tiendas de
souvenirs
. En el siglo V, Atenas también atrajo multitud de viajeros, ávidos de contemplar las maravillas de tan alta patria. Pero imagino que su ardor se dirigía a asistir a obras trágicas como las de Eurípides, a participar en las transgresiones de las fiestas dionisíacas y admirar la incomparable belleza del templo del Partenón, que mandó levantar Pericles en honor de Atenea, la diosa protectora de la ciudad. E incluso a asistir a una de las sesiones de la asamblea donde se ejercitaba la libertad, única en su tiempo, de los afortunados atenienses. Los turistas de ahora, en su mayor parte, acuden a bañarse en una buena playa, caminar entre las ruinas del Partenón para hacerse unas fotos, a comprar joyas de plata y ánforas de imitación y a bailar un
sirtaki
a los sones de la murga de Theodorakis y su
Zorba
, después de haberse cenado una
moussaka
bien regada de
retzina
.

Iluminada por los focos, en lo alto de la colina, la figura mutilada de los templos de la Acrópolis pintaba sus blancas columnas bajo el cielo del Ática. En el espacio crepitaban un millón de estrellas, las enigmáticas hijas de la noche que, también, como tantas otras cosas, fueron bautizadas por los antiguos griegos.

Capítulo XVII
Para honrar a la mejor diosa

Subir la empinada cuesta que lleva a la Acrópolis de Atenas, donde se asienta el Partenón, es como trepar los peldaños que llevan al corazón del mundo griego, una especie de ascenso místico para quienes sentimos caliente en nuestras almas la voz todavía viva de aquella civilización. Casi desde cualquier punto de la ciudad puede distinguirse el trono de la Acrópolis, un robusto pecho de granito que se yergue en el centro de la urbe. El porte del Partenón ofrece el aire de estar revestido de luz propia bajo un sol reverente, que restalla en el blanco de sus mármoles. No hay templo más majestuoso en lo que nos queda del mundo antiguo, no hay perfección semejante a la de sus proporciones. Y, sin embargo, su realidad geométrica es un engaño, ya que los arquitectos, curvando la base, buscaron lograr que nuestra vista la encuentre recta y proporcionada, regular en todos sus ángulos, cuando en sus verdaderas medidas no sucede así. Es un truco genial de la arquitectura, gracias al cual el Partenón parece ser lo que en verdad no es: un convincente sueño de la razón, en suma. Tan griego.

A toda hora y durante todos los meses del año, el escenario de la Acrópolis y sus templos acogen mareas incansables de turistas. Pero el Partenón vence sobre todo y sobre todos: tan soberbio es su empaque, tan abrumadora su belleza, que parece solitario y ajeno a las multitudes que lo rodean y lo fotografían sin descanso. Si la eternidad existiera, habitaría entre los muros del Partenón. A pesar de los daños que ha sufrido a lo largo de los siglos, en particular por la barbarie humana, su prestancia no se ha desvanecido. Creo que, si fuese destruido y tan sólo quedase en pie una de sus columnas, seguiría emanando de ella un aliento de inmortalidad.

Los arquitectos Ictinos y Calícrates proyectaron su estructura, bajo la supervisión del escultor Fidias, y por orden de Pericles. Era la culminación del Siglo de Oro griego, de la Atenas triunfante, la Atenas imperialista, la Atenas que explotaba en todo su talento creador. Y se alzó en honor de la diosa Atenea Parthenos (Atenea Virgen), la deidad protectora de las artes y la sabiduría. En su nombre, y para honrarla, acometió Pericles la más hermosa tarea de la historia griega: la búsqueda de la perfección social mirada desde todos sus ángulos.

¿Es la Historia quien, empujada por la necesidad, provoca el nacimiento de los hombres extraordinarios, o es la casualidad quien echa a la vida hombres geniales para que inventen la Historia? Nunca tendremos la respuesta. Pero, de todos modos, Atenas, la dorada Atenas, no hubiera sido posible sin Pericles, uno de los más imponentes estadistas de todos los tiempos. Cierto es que la Atenas victoriosa sobre los persas, enriquecida por los botines de guerra, junto a la habilidad política de alianzas y comercio que siguieron sus gobernantes desde los días de las guerras médicas, propiciaban la llegada al poder de alguien como él. Pero Pericles no sólo fue un hombre necesario, sino un gobernante excepcional.

Nacido alrededor del año 490 a.C, el año de Maratón, creció en una Atenas triunfante y rica, una ciudad inmersa también en una profunda renovación intelectual y social, en la que entraban como una llamarada las revolucionarias ideas traídas por los pensadores, científicos y artistas de Asia Menor y de la Magna Grecia, las lejanas colonias griegas donde las semillas de la civilización griega habían germinado, cuajando una cosecha cultural plena de fuerza. La urbe donde creció el joven Pericles era un hervidero de imaginación y de cultura, abierta a todo lo que era nuevo, a cuanto de interés llegaba desde Sicilia (Magna Grecia) y de los territorios de la Jonia (Asia Menor).

Además de eso, el muchacho estaba emparentado con la poderosa familia de los Alcmeónidas, una especie de
lobby
político que había alentado desde generaciones atrás el radicalismo democrático. «Recibió al nacer», escribe Ernest Curtius, «una magnifica dote: una patria victoriosa, rebosante de vida intelectual, de gran porvenir, y una familia capaz, entre las mejores de la ciudad, por su historia y sus relaciones, de despertar en el niño la pasión por elevados pensamientos, y de acostumbrarlo a que considerase el bien público como deber personal». Convencido demócrata, Pericles se alineó desde muy joven en las filas radicales, en su deseo de llevar las reformas políticas hasta sus últimas consecuencias.

La democracia ateniense venía labrándose en un lento proceso desde que Dracón redactó un primer código en el año 621 a.C. Fue aquélla una especie de constitución que contemplaba muy severos castigos para quienes contravinieran las leyes y que establecía la pena de muerte para los más pequeños delitos contra la propiedad. Era tan dura la norma de Dracón que, en su tiempo, se afirmaba que sus dictados estaban firmados con sangre, en lugar de tinta. Pero la legislación draconiana era, al fin, un marco legal, algo de lo que carecían otras ciudades griegas gobernadas por tiranías caprichosas.

El siguiente legislador fue Solón, uno de los «Siete Sabios» de Grecia, que alcanzó el poder en el 594 a.C. Solón liberó de la esclavitud a los deudores (quien tenía deudas, según las leyes de Dracón, podía ser esclavizado por el acreedor), formó nuevos tribunales, estableció el derecho al recurso de los condenados por el Areópago —la cámara del verdadero poder ateniense, controlada por las familias nobles— y creó la Asamblea Popular. No obstante, sus reformas fueron limitadas, ya que estableció la división de los atenienses en cuatro clases, en función de su poder económico, dejando claro que sólo podrían alcanzar el cargo de
arconte
(gobernante supremo) aquellos que pertenecieran a las dos primeras clases. De todas formas, como escribe Isaac Asimov, aquellas leyes «supusieron un enorme progreso con respecto a la situación anterior […]. Solón había demostrado que había una alternativa de la oligarquía diferente a la tiranía».

Tras un periodo de gobiernos de tiranos bondadosos, como Pisístrato y su hijo Hipias (el traidor de Maratón), alcanzó el poder Clístenes, de la familia de los Alcmeónidas, que ya habían apoyado las reformas de Solón. Clístenes fue nombrado arconte en el 507 a.C. y amplió con nuevas leyes el marco de la democracia, terminando con las antiguas divisiones de los atenienses en tribus y clases, y concediendo carta de ciudadanía a muchos extranjeros que vivían en el Ática. Los ciudadanos de Atenas comenzaron, con Clístenes, a sentirse primero que nada atenienses. Antes que miembros de una tribu, lo eran de un
demos
, palabra que en su origen quiere decir «la mitad inferior», por debajo de los
aristoi
, los mejores. Los
demos
—un pueblo o un barrio de la ciudad y sus ciudadanos de pleno derecho— ocuparon con Clístenes más amplias parcelas de poder, y sus cargos representativos y administrativos eran escogidos en elección directa. La Asamblea Popular pasó a contar con quinientos miembros, un centenar más que en los días de Solón.

Pese a lo revolucionario de sus reformas, Clístenes dejó apenas sin tocar el poder del Aerópago, una especie de cámara de los lores investida aún de inmenso poder. El «ostracismo» se debe también a Clístenes. Era un curioso procedimiento judicial que permitía a los
demos
enviar al exilio, en una votación directa, a cualquier ciudadano por un periodo de diez años. Ideado para corregir los excesos de los gobernantes, el ostracismo fue causa de no pocas injusticias. Entre otros, Temístocles, el vencedor de Salamina, sufrió este castigo, y murió lejos de la patria. La democracia ateniense devoró a muchos de sus hijos, incluso a los que escribieron sus páginas más gloriosas.

En el 461 a.C. llegó el golpe definitivo que asentaría en su plenitud la democracia griega. Efialtes (no confundir con el traidor de Maratón) logró el ostracismo para su predecesor en el gobierno, el aristócrata Cimón, hijo del gran Milcíades que había vencido en Maratón, y de inmediato despojó de poder al Aerópago, dejándole tan sólo la función de juzgar los casos de asesinato. Efialtes no disfrutó mucho de su victoria, ya que murió asesinado apenas un año después de convertirse en el principal gobernante de Atenas. Y a Efialtes le sucedió un joven de treinta años llamado Pericles que, durante tres décadas, dirigiría los destinos de la ciudad con decisión y tino, apoyándose en el primer sistema democrático de la Historia e incluso llevando más lejos aún el marco de sus libertades. Fue un caso raro: antes de él, los gobernantes atenienses se habían sucedido con inusitada velocidad y varios de ellos sufrieron ostracismo. A Pericles sólo le apeó del poder la epidemia de peste que asoló Atenas en el 429 y que se llevó por delante a casi la mitad de su población, él entre otros. Supo gobernar bien y convertir Atenas en un imperio marítimo, usando no tanto de su fuerza militar como de la presencia allende los mares de las colonias griegas, de la cultura helena y de la habilidad griega para el comercio.

El borrón negro de este brillante periodo de la historia humana lo encontramos en la esclavitud. La democracia griega se asentaba sobre una numerosa nómina de esclavos, carentes de todo derecho y a menudo tratados con brutalidad. Muy pocos fueron los atenienses que alzaron la voz en su favor, aunque al paso de los años se establecieron leyes para castigar su maltrato. No entraba en la mentalidad ateniense de la época considerar que, a la postre, todos los hombres, y no sólo los ciudadanos de Atenas, podían ser iguales. Quizá era pedirles demasiado a aquellos orgullosos griegos que inventaron la libertad política y que se sentían superiores a todos los demás por el hecho de haber nacido en su ciudad o logrado la ciudadanía ateniense. En los días de Pericles, según estima Carlos García Gual, habitaban la ciudad casi medio millón de almas, de las cuales tan sólo cuarenta mil tenían derecho al voto. El resto eran mujeres, niños, esclavos y extranjeros sin carta de ciudadanía.

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