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Authors: Javier Reverte

Corazón de Ulises (30 page)

BOOK: Corazón de Ulises
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Era un campo desolado, sin edificaciones, el que se tendía desde Ipsala al paso fronterizo. Ocasionalmente, nos cruzábamos con patrullas de soldados turcos. Abundaban los cuervos.

No me gustan las fronteras, son sitios irreales, no forman parte de la naturaleza honda de la vida. Afirman la aversión al otro, repelen a la razón, ciegan la libertad del hombre. Son lugares sin alma.

El joven taxista me cobró cinco dólares y sonrió feliz cuando le di uno más de propina. Telefoneé al otro lado en el puesto aduanero y, un cuarto de hora más tarde, aparcó ante mí un lustroso Mercedes negro conducido por un tipo grueso, de pelo cano y bien trajeado. Al acomodar mi bolsa en el maletero vi que, en efecto, lucía una imponente pegatina con la bandera de la Unión Europea rodeando la letra G.

Nos detuvimos en el control del lado turco y el policía echó una ojeada a mi bolsa de mano. Sacó la revista erótica que había cogido en el autobús de Edirne y pasó unas cuantas páginas. Luego sonrió, me la devolvió y dijo: «
Beautiful girls
».

Viajábamos en tierra de nadie. El taxista movía la cabeza hacia los lados: «Estos turcos…, siempre controles y más controles. Grecia es otra cosa; es Europa».

Entrábamos en Europa, finalmente. El oficial griego me hizo abrir la bolsa del maletero. Me preguntó mi oficio. «Periodista», respondí. «Déjeme ver su acreditación», conminó. «Lo siento, pero los ciudadanos europeos no tenemos que enseñarla a nadie en territorio europeo», contesté. «Un policía puede exigirla», insistió. «En absoluto, es la ley. Llame a su superior si quiere», dije. Cedió cabreado. Y registró mi bolsa a conciencia antes de dejarnos seguir. Supongo que le hubiera encantado descubrir en mí a un narcotraficante.

Feres, la primera ciudad griega, estaba a unos seis kilómetros. Mi taxista conducía mudo al principio. Después decidió explicarse: «No es bueno generalizar», dijo. «No», contesté. «De todas formas», añadió, «casi siempre, casi siempre, es al revés, registran en el lado turco y te dejan pasar sin mirar en el griego. Los turcos…, ya sabe». «Yo no sé», dije. Calló el hombre y, al llegar a la estación de autobuses, me cobró diez dólares. No le di propina.

Tuve que esperar todavía una hora al autobús de Alexandrópolis. En la estación, las dos empleadas de la taquilla jugaban primero a las cartas y luego al
backgammon
. Me miraron con gesto de fastidio cuando les pedí un billete. Había un grupo de soldados griegos que aguardaban afuera, sentados en los bancos cercanos al que yo ocupaba.

Anochecía y el cielo, limpio ahora, se cubría de estrellas luminosas. Me sentía contento, próximo ya el final de aquel día que se me antojaba eterno, recorriendo, de autobús en autobús, de taxi en taxi, una distancia que, en un solo vehículo, me habría llevado poco más de cuatro horas. Pero me gustaba la sensación de encontrarme en un pueblo perdido del mapa, esperando un transporte que tardaba en llegar, bajo la serenidad de la noche y rodeado de rostros de desconocidos. Es agradable sentirse extranjero en esas horas inútiles, en la proximidad de las fronteras de dos países que no son el tuyo y esperando un autobús.

Cerca de las nueve de la noche entraba en Alexandrópolis, una bonita ciudad arrimada al mar, con gentes que paseaban al fresco en el malecón, alegres tabernas donde servían arenques en salazón y jureles escabechados. Acomodé mi equipaje en una pensión y cené pulpo en salsa de vinagre y vino blanco muy frío, servido en una jarra metálica de color rojizo.

Pensaba que Alexandrópolis, escondida en un recodo de la costa nororiental de Grecia, bien pudo ser la Ismaro de la
Odisea
, el primer puerto que Ulises tocó al regreso de Troya. El héroe era por entonces un redomado pirata. Saqueó la ciudad y la vació de riquezas y mujeres. En el combate, sin embargo, perdió a Hécuba, la viuda del rey Príamo, que le había tocado en el reparto del botín de Troya. Pero aquel insensible pirata que incendió Ismaro, aquel Ulises implacable e inhumano, se transformaría en un hombre muy distinto en el largo vagabundeo que le esperaba al salir de la ciudad. Diez años de sufrimientos y la muerte de todos sus compañeros, errando en los mares, labrarían en su alma el carácter del primer gran personaje de la literatura.

Frente al malecón, al otro lado del mar, brillaban las luces de la isla de Samotracia. Se me hacía extraño que Atatürk no asomara ya por ninguna parte, ni en las imponentes estatuas ni en los billetes de banco.

En estas costas de Tracia, tal vez aquí mismo, en Alexandrópolis, nació Orfeo, el aclamado músico de la Antigüedad, en aquellos días lejanos en que los dioses convivían casi con los hombres. Hijo del rey tracio Eagro y de la musa Calíope, recibió de Apolo, como regalo, una lira, en tanto que las musas le enseñaron a tocarla y cantar. Tan bella era su música que amansaba a las fieras y provocaba que los árboles y las piedras bailaran. Orfeo fue uno de los voluntarios en la expedición de Jasón a la Cólquide.

Se casó con Eurídice, quien un tiempo después murió a causa de la mordedura de una serpiente. Lleno de dolor, Orfeo viajó a las profundidades del Hades en su busca, con la esperanza de rescatarla. Su música encantó al barquero Caronte y al terrible Cancerbero. Y de tal modo conmovió a Hades, dios de los Infiernos, que éste accedió a entregarle a Eurídice y devolverla a la vida. Tan sólo puso una condición: que Orfeo no se diera la vuelta para comprobar si su mujer le seguía hasta que no llegaran a ver la luz del día. Orfeo, en el último momento, cuando ya se encontraban casi fuera del Hades, volvió la vista, y ella desapareció para siempre.

Orfeo se hizo luego sacerdote de Apolo, lo que irritó a su rival Dioniso, y predicó contra los sacrificios humanos en honor de los dioses. También se manifestó a favor del amor homosexual, lo cual despertó las iras de Afrodita, siempre deseosa de hombres. Dioniso al fin lo mandó matar, junto con muchos de sus seguidores. Su cuerpo fue despedazado y la cabeza arrojada al río Hebro.

Las musas enterraron sus miembros al pie del monte Olimpo, y desde entonces los ruiseñores de aquellos bosques son los que mejor cantan de todo el mundo. La cabeza de Orfeo descendió por el curso del río, sin cesar de cantar, y llegó al mar. Luego, quedó depositada en la isla de Lesbos. Allí, los lesbios la recogieron y la guardaron en una cueva consagrada a Apolo, donde la cabeza siguió cantando y profetizando durante años. Tal vez, la poetisa Safo, hija de Lesbos, aprendió su arte en aquella cueva sagrada.

Recordé la leyenda en la noche plácida de Alexandrópolis. Nunca antes el arte había alcanzado la altura sagrada y la veneración que despertó en los hombres la lira de Orfeo. Ni quizá después. Advertí que el café donde me sentaba se llamaba Orfeo. Pero allí no se atrevía nadie a cantar, quizá por temor a hacer el ridículo.

Era de nuevo gris el cielo la siguiente mañana, pero un gris diferente al del día anterior. La luz en Grecia es tan poderosa, incluso cuando las nubes pueblan el espacio y tapan todo rastro del sol, que casi siempre abre entre la tierra y el cielo encapotado una ancha franja de claridad, dejando sobre el horizonte un brochazo de luminosidad plateada.

A las once salió el autobús a Tesalónica. Pronto, el vehículo circulaba entre bosques de fresnos, súbitos valles plantados de viñedos, canteras del bello mármol de Tracia que sirvió para levantar la mayoría de los templos de la Antigüedad helena. Y lagos plateados, espejos de las nubes que corrían por el cielo. A la derecha crecían los altos riscos de las montañas que separan Grecia de Bulgaria. Y abundaban los pájaros: avefrías, garzas, tórtolas, cigüeñas e, incluso, flamencos. A partir de Xhanti se espesaban los bosques en las quebradas, sobre el curso de los ríos secos.

El mar asomó otra vez en Kavala, un bonito pueblo empinado sobre la bahía y guardado a sus espaldas por las montañas. Más allá se recortaba el altivo perfil de la isla de Thasos.

La carretera siguió arrimada a las bahías y las playas del Egeo y el cielo se fue abriendo. Al entrar en la región de Macedonia, viajando a las orillas de los lagos Vólvi y Korónia, la geografía se suavizó y extensos olivares teñidos de verde y plata invadieron el horizonte, más allá de las lagunas. Poco antes de las cuatro llegábamos a Tesalónica, la segunda ciudad más importante de Grecia.

En los años cincuenta y sesenta, muchos macedonios fueron a trabajar como emigrantes a Alemania y, en Tesalónica se habla alemán casi como segunda lengua, por encima del inglés. Hay un instituto Goethe en la ciudad y vuelos diarios a varios aeropuertos germanos. Pero, pese a todo, Tesalónica quiere ser francesa.

Algo hay de Niza, aunque en poco o nada se parezcan una y otra urbe, en la ancha bahía de Tesalónica que cerca un bonito paseo: quizá sea la dulzura del mar. Edificios alegres, con frescos soportales, rodean la plaza de Aristóteles, donde se levanta una estatua del filósofo ateniense que se ocupó de la educación de Alejandro Magno, el hijo predilecto de Macedonia. Los niños trepan a sentarse en las rodillas del que pasa por ser el más grande pensador de la Antigüedad, mientras sus padres toman un té con pastas en las terrazas de aire parisino. El Totthe es el café de aspecto más francés y allá se dejan caer, en los atardeceres, matrimonios de edad, ellos con impecables ternos y ellas con sobrios y elegantes modelos. Corren el café, el té y el chocolate, encopetadas tartas y lustrosos pasteles. Y mientras acarician el aire los violines de Mozart, algún abuelete se echa al cuerpo un copetín de coñac Napoleón ante la mirada recriminadora de la abuelita. En todas partes cuecen habas.

Aquel día de septiembre, una luna mora se clavaba en el cielo mientras caía la tarde. Frente a la gran explanada del malecón, en las aguas de la bahía, los mercantes fondeaban para aprestarse a dormir. Un bando de gaviotas y un par de grandes pelícanos pescaban en las quietas aguas, o más bien lo intentaban sin excesiva suerte. Cené unos salmonetes con vino blanco en los muelles, bajo el aire cargado de aromas de sargazos. Un gato cojo buscaba sobras bajo las mesas, varios niños vendían flores en las terrazas de los restaurantes y un hombre cantaba acompañándose de la mandolina:

Aquel chico amaba a una muchacha,
aquel chico de Tesalónica…

La figura central de Macedonia es, sin duda, Filipo II, padre de Alejandro Magno. Y lo es porque siempre se consideró un macedonio de pura sangre, en tanto que su sucesor lo era sólo a medias, ya que su madre, la princesa Olimpia, había nacido en Tesalia. Alejandro, no obstante, siempre se tuvo a sí mismo por un griego, y su mentalidad abierta y ambiciosa pasaba por encima de las patrias.

Cuando Filipo II accedió al trono, en el 359 a.C, Macedonia no era tenida por las otras ciudades-Estado helenas territorio griego, sino como un Estado extranjero, y hasta el año 496 a.C. a sus atletas les estaba vetada la participación en los juegos de Olimpia y de otras ciudades de la Hélade. Es cierto que los macedonios hablaban un dialecto emparentado estrechamente al de los griegos, pero eso no era suficiente mérito para orgullosas metrópolis como Esparta, Atenas, Corinto o la tesalia Epiro. Se miraba a los macedonios como burdos pastores de las tierras del norte y, en todo caso, sólo se les reconocía el honor de que, en su territorio meridional, ya en la frontera con Tesalia, se encontrara el monte Olimpo, morada de los doce grandes dioses. «Se trataba de un país atrasado con respecto al resto de Grecia», escribe en su minucioso libro
Introducción a la Grecia antigua
el español F. J. Gómez Espelosín, «sobre todo a causa de su estructura política, basada en una monarquía de tipo semifeudal […]. Básicamente se trataba de una sociedad rural en la que imperaban las tradiciones y costumbres de un pueblo fronterizo cuya supervivencia como comunidad dependía del uso continuado de las armas y de su capacidad de resistencia ante las invasiones de las tribus del norte».

Filipo ganó el trono cuando tenía veintitrés años. Era tan buen estratega militar como astuto político. Se propuso someter a todos los otros estados griegos, incluida su muy admirada Atenas, rescatando de la humillación el orgullo macedonio. Para lograrlo, no sólo organizó un imponente ejército e ideó nuevas y revolucionarias estrategias de guerra, sino que consiguió convencer al vecino rey de Tesalia, Neoptolemo de Epiro, para que le entregara en matrimonio a su hija Olimpia. Las dos dinastías, los epirotas de Tesalia y los argéadas de Macedonia, se tenían por descendientes de Zeus: los primeros, a través de Aquiles; los segundos, viniendo en línea directa de Hércules. De la unión entre Filipo y Olimpia nacieron dos hijos: Alejandro y Cleopatra.

Veinticuatro años duró el reinado de Filipo II, y en ese tiempo llevó a Macedonia a una hegemonía que nadie podía contestar en el mundo griego. Al norte y el oeste sometió a los estados tracio e ilirio y se proclamó jefe de la confederación de ciudades tesalias y helenas.

Filipo, que pasó unos años de su primera juventud preso como rehén en Tebas, entrenó su poderoso ejército en estrategias que ya había ensayado el gran general tebano Epaminondas, en el 371 a.C, cuando derrotó al poderoso ejército de Esparta en el campo de Leuctra. Filipo recuperó el «orden oblicuo» de ataque creado por el tebano, con un flanco izquierdo reforzado que facilitaba atrapar en tenaza al ejército contrario. Si la unidad de élite de Epaminondas se había llamado «la Falange tebana», Filipo bautizó a la suya como «Falange macedonia».

Pero la importancia histórica de Filipo II se debe menos a sus habilidades militares que su influencia, digámoslo así, «intelectual» en los siglos posteriores, quizá sin pretenderlo. Estaba enamorado de Atenas, y como buen intruso, admiraba el saber, el estilo, la gracia y el prestigio de la ciudad del Ática. Atenas pintaba poco militarmente en esos días, pero era la urbe culta, la que distribuía a su capricho el carné de la estética, el certificado de lo que se lleva y lo que no se lleva. Filipo era considerado un bárbaro, un pastor del norte: muy fuerte, eso sí, pero un patán al fin y al cabo. Filipo derrotó a lo poco que quedaba del ejército ateniense en Queronea. Y luego, tras su victoria, perdonó a los vencidos y no destruyó su ciudad, como era pertinente en aquellos tiempos. Se consideró, a partir de entonces, un griego de pleno derecho, ya que era el jefe. Y decidió que marcharía al Oriente, a conquistar el Imperio persa, para gloria de toda Grecia. Fue el más griego de todos los griegos de su tiempo, ya que las pequeñas ciudades-Estado, y en especial Atenas, vivían encerradas sobre sí mismas, seguras del peso de su inteligencia y firmes en sus valores estéticos y políticos. Filipo lanzó la primera ofensiva en nombre de la universalidad de la civilización griega, colocándose a su frente como campeón indiscutido. Y su hijo Alejandro, el gran Alejandro, medio griego y medio macedonio, educado por el ateniense Aristóteles por decisión de Filipo, llevaría las ideas de esa civilización hasta los confines del mundo antiguo. En definitiva, las traería hasta nosotros.

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