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Authors: Juan Antonio Vallejo-Nágera

Tags: #Psiquiatría

Concierto para instrumentos desafinados (10 page)

BOOK: Concierto para instrumentos desafinados
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De regreso del turno de portería, Aquilino centra la curiosidad de los otros enfermos, que desean conocer las novedades del único punto de contacto del hospital con el exterior: «Ahora no hay mucha animación, pero los días de exámenes… ¡se ven unas carnes!»

Vedada definitivamente la cocina, las mujeres, viles o no, siguen obsesionando al «Príncipe». Cedió en su altivo distanciamiento acercándose al grupito en el que Aquilino describe la reciente etapa gloriosa de la portería con un permanente movimiento ondulatorio de las manos. La escena se prolonga y se repite. De vez en cuando el «Príncipe» interrumpe, sin que nadie le conteste: «¿Se ha informado a esas señoritas de mi presencia en este lugar?»

El hospital, como todas las agrupaciones de seres humanos, tiene su estructura social. Arbitraria y delirante, pero la tiene. No había lucha de clases, pero clases más que en ninguna parte, y enfermos muy empeñados en marcarlas. En ocasiones este acento social surge del modo más inesperado. Uno de los indicios de la categoría en que se autocoloca el enfermo es la interpretación que hace de la identidad del lugar donde se hallan encerrados. Recuerdo una cursi postmenopáusica, la cursilería imprime carácter y se conserva hasta en la demenciación, que insistía en que aquello era: «un pensionado para señoritas damas nobles». Para algunos es «un monasterio», «un centro de espionaje», etc. Para el «Príncipe» es «una de mis posesiones confiscadas». Otros pacientes, mejor orientados, suman a las amarguras de la enfermedad el saberse internados en un manicomio. La perturbación al profundizarse sirve, a veces, de forma de consuelo.

Algunos enfermos logran que sus categorías sociales imaginarias se respeten por los demás, al menos en términos generales. Otros causan irritación a los restantes enfermos con sus pretensiones, o se convierten en tema de burla, que a veces es mutua. En general sorprende lo bien que los pacientes aceptan las pretensiones ilusorias de los demás. Deberíamos tomar ejemplo.

El «Príncipe» se las arregla para provocar todo tipo de reacciones, alguna como la de la cocina. Todos somos un poco lo que nos creemos, y en cierta medida logramos convencer a los demás. El «Príncipe» cuando está de buen talante mantiene un tono de superioridad digna y de tolerancia, que recibe como eco un trato deferencial incluso por parte de los médicos que no nos logramos sustraer a la fascinación de su empaque.

El día de los inocentes colocaron sobre su cama una imitación de un rosco de heces, bastante bien logrado con cartón, de los que venden precisamente para este tipo de bromas. Al «Príncipe» no le gustó. Fue a verme: «como representante del gobierno que me tiene aquí confinado, le ruego dé instrucciones para que se respete mi rango. Puedo aceptar alguna broma o inocentada, siempre que sea una broma principesca, por ejemplo un ramo de flores perfectamente imitadas, que al acercarse a olerlas resulte que son artificiales y no huelen… pero esa deyección de pega, comprenderá usted que es impropia». A quien se expresa en este tono, se le responde casi automáticamente con respetuosa cortesía, y era muy frecuente encontrar a alguien, sano o enfermo, brindándole explicaciones o excusas.

La enfermedad del «Príncipe» es de las que inducen al paciente a representar su papel, y era un excelente actor. Para llevar airosamente un delirio de grandezas que valga la pena son precisas ciertas condiciones, y ambición. Años después tuvimos otro enfermo, gordito, tímido y optimista, de Carabanchel, quien padeciendo también un delirio de grandeza y pudiendo por tanto elegir sin límite para sus deseos, se conformó con un papel secundario, de acompañante. «¿Usted, quién es?»: «¿yo?, el hermano de Gento». Es el delirio de grandeza más original que he conocido, y todos los récords tienen su interés.

El «Príncipe» tenía ciertas cualidades. La modestia y la gratitud no figuran entre ellas. Una prima carnal, que trabajaba de cocinera en Madrid, era la única persona que acudía a visitarle y solía hacerlo con alguna confitura de regalo: «Señora, agradezco su amabilidad, pero estos pequeños obsequios tienen que enviármelos por alguien del Cuerpo Diplomático, con categoría de embajador. De lo contrario prefiero no recibirlos. Por supuesto estas visitas de usted, como las de cualquiera de mis súbditos leales, las acepto con mucho gusto». La prima seguía viniendo, dicen que estuvo enamorada de él. Le aguantaba todo, y eso sólo se hace por cariño o una inmensa generosidad.

En las colecciones de sellos hay un ejemplar más raro que los restantes, por eso más preciado y que se tiende a mostrar a los otros filatélicos. El «Príncipe» era nuestra pieza excepcional. El único caso en el hospital de paranoia pura. Aparte su interés humano, lo tenia enorme desde el punto de vista clínico y didáctico. Algunos autores afirman que la paranoia no existe en forma tan nítida. Por tanto era obvia la tentación, y la conveniencia de mostrarlo para la enseñanza. A las clases de la facultad ni se me ocurrió llevarle. Lo hubiese vivido el enfermo como una afrenta y vejación tan graves, que ningún interés didáctico podía justificar. Bastantes sufrimientos aporta la enfermedad, para que los médicos nos permitamos aumentarlos. Con los médicos y estudiantes de prácticas en el hospital se tomaban precauciones, dando al encuentro una versión satisfactoria para el delirio del «Príncipe». «Hay una comisión que desea visitarle, ¿acepta recibirles?» Eran los «súbditos leales» que mencionaba a su prima.

Hace algunos decenios Extremadura debía de estar dividida en muchísimas mitades, pues hablaban de multitud de personas cada una de las cuales era «dueño de media Extremadura». En los dominios de uno de estos latifundistas nació el «Príncipe». Hijo de un vaquero, fue tan palpable su condición de niño excepcionalmente inteligente, que los dueños de la finca le pagaron estudios, pasando con el tiempo a nombrarle administrador y encargado general. La psicosis le privó simultáneamente del puesto de trabajo y de la cordura.

La paranoia es una enfermedad de comienzo paulatino, progresivo. El delirio se va montando pieza a pieza, sin perder nunca la coherencia consigo mismo. El paciente sigue razonando, bajo premisas falsas, pero con habilidad, de modo que su fantasía patológica adquiere el carácter de una novela, que es invención, pero pudiera haber ocurrido, y se engarza con el ambiente en que vive el enfermo. Si está casado con una mujer atractiva puede desarrollar un delirio de celos, si fue víctima de alguna injusticia de ella arranca un delirio de persecución; si anhela honores y riqueza se los brinda la fantasía distorsionada por la enfermedad. Este fue el caso del «Príncipe», cuya mente fue urdiendo la trama por la que trepar, y cuyo esquema en resumen era así: Con hábiles inversiones había creado de la nada una inmensa fortuna llegando a ser el hombre más rico de la Tierra. Por un donativo generoso al Vaticano, el Papa le concedió el título nobiliario pontificio de «Vizconde de Hernán». Al financiar la reconstrucción de los ferrocarriles japoneses, el emperador Hiro Hito, agradecido, le ascendió a «Duque de Hernán». Habiendo sostenido económicamente en el exilio a don Alfonso XIII y luego a toda su familia, recibió el privilegio de añadir el Borbón al ducado inicial, quedando como «Duque de Hernán-Borbón con Grandeza de España». El principado vino después, y al fin el derecho a la corona de España, por una serie de convenios que detallaba minuciosamente. Prometido en noviazgo formal a la princesa Margarita de Inglaterra, estaba esperando a que Franco se convenciese al fin de que era inútil prolongar la situación existente, devolviéndole los bienes confiscados y el acceso al puesto de mando supremo. Así el pleito acabaría en un final feliz para todos los españoles.

Franco no parecía muy dispuesto a cambiar de actitud pese a la generosidad del «Príncipe», que escribía asiduamente al Pardo ofreciendo perdonar «la sucia maniobra de haberme encerrado en uno de mis edificios, convertido en manicomio, mezclándome con auténticos enfermos mentales para desacreditarme…».

Bloqueado política y económicamente dentro de España, no lo estaba en las imaginarias finanzas internacionales, comprando a diario nuevas minas, navieras, ferrocarriles, fincas, etc.

En el pabellón en que se alojaba el «Príncipe» todos los pacientes disponían de habitación individual, y la suya tenía las paredes cubiertas de mapas, de los utilizados en las escuelas para enseñar Geografía, en que iba marcando con tinta las nuevas adquisiones.

Una vieja máquina de escribir le servía para teclear las cartas diarias a ministros, al Banco de España, a gobernantes y magnates extranjeros. Muchos días disponía de «secretario», Germán, un infeliz a quien había prometido un «alto cargo en un ministerio», y acudía servilmente a escribir al dictado aquel torrente epistolar. Tras varias horas de tecleo le despedía: «Bien, Germán, hoy puedes marchar contento, has cumplido con tu deber». Efectivamente Germán marchaba contento, para regresar al día siguiente con apego masoquista a aquella esclavitud voluntaria, de la que los médicos y otros asilados intentaban liberarle. El «Príncipe» hacía confidencias a muy pocas personas, pero a éstas les había confiado: «No sé, no sé. Creo que a Germán no se le debe dar el puesto a que aspira en el ministerio. Le falta presencia y dotes de mando. Será mejor recompensarle con una pensión vitalicia, y algún cargo honorífico sin responsabilidad». Era muy cuidadoso en materias de gobierno.

Hasta las personas más trabajadoras precisan de algún rato de asueto, y el «Príncipe» lo compartía con otros tres internados jugando al mus. Uno de ellos era Iñaki el «bilbaíno rico», no en vano se decía por aquellos años: «era un grupo muy elegante, había duques, marqueses y gente de Bilbao». Los otros dos musitas eran Don Servando y Don Lisardo «El Filósofo». Inicialmente el «Príncipe» pretendió que los otros tres le recibieran en pie y con una reverencia. Al comprender que no iba a conseguirlo ni a encontrar mejores compañeros de mus, les dijo solemnemente: «El mus es un juego que precisa soltura y espontaneidad para ser divertido. Durante la partida quedan dispensados del protocolo y formalismos». Sabía perder airosamente.

Don Lisardo era efectivamente catedrático de Filosofía de instituto. La enfermedad, por el llamado «defecto procesual», había mermado sus facultades. Sin embargo conservaba vestigios del oficio, y hablando poco dejaba caer de vez en cuando un comentario, refrán, proverbio o pensamiento, que se recibían por los asilados como la quintaesencia de la sabiduría. Pasaba la frase de un corrillo a otro entre elogios a su profundidad, «donde hubo siempre queda». Abofeteado un enfermo por otro, la víctima rodeada de un grupo que intentaba calmarle se quejó «además se me está hinchando», Don Lisardo hasta ese momento silencioso dejó caer: «es lo suyo». Estas tres palabras bastaron para afianzar su prestigio, y así en cada una de las intervenciones, por muy vulgar que fuese el comentario.

La educación filosófica de la mente la convierte en una herramienta de análisis, y la de Don Lisardo seguía ocasionalmente funcionando en este plano con brillantez. El mus, como todos los juegos en que además de la apuesta se ventila la vanidad, es propenso a tensiones, y una de ellas hizo explotar una discusión violenta entre Don Servando y el «Príncipe». Su Alteza Serenísima lanzó lo que consideraba un desprecio: «es usted un tendero», y Don Servando que con tanto orgullo hablaba de su antigua firma
«Servando, géneros de punto»,
contestó con un disparate venenoso. La obesidad presenil del «Príncipe» se acompañaba de lo que los libros de Medicina llaman ginecomastia, y deja al sujeto como si se estuviese preparando para un concurso de amas de cría. Don Servando, puesto en pie y rojo de ira, mirando fijamente al abultado pecho del egregio contrincante le espetó: «señora, es usted un bidé». El «Príncipe», levantándose se retiró con majestad al muestrario geográfico que solía llamar «mis habitaciones». Quedaron solos los otros tres jugadores. Don Servando sentado de nuevo, intentaba explicar a los otros que estaba cargado de razón. A Iñaki, como de costumbre, no se le ocurrió nada, pero Don Lisardo sentenció: «Nunca se deben acumular dos insultos a la vez, además de estropearnos la partida nos hemos quedado sin saber qué le molesta más, que le llamen señora o que le llamen bidé». Un filósofo es un filósofo, ¡qué caramba!

Don Servando es un personaje simpático, genial y disparatado. Lleva su agitada biografía y sus cien kilos con optimismo y alegría desbordantes. Viste colores chillones y adornos llamativos. Usa bastón, a veces dos o tres al mismo tiempo. Las manos con varias sortijas cargadas de pedrería. Al sombrero verde de cazador, aunque nunca fue de caza, además de la habitual pluma de perdiz o faisán le ha colocado tantas y tan variadas, que parece destinado a camuflarse en un gallinero.

Parlanchín, orondo, jocundo, va repartiendo risas, bromas y palmadas en la espalda, a diestro y siniestro… mientras no se le contraría y entra en uno de sus arrebatos de furia incontrolable. Pese a las enemistades que se crea en los episodios de irascibilidad, goza de la general simpatía. Es una nota de color y optimismo en el clima gris, sombrío y aburrido del hospital.

En su época dorada, en la que «Servando, Géneros de Punto, S. L.», además de la casa central en Murcia tuvo sucursal en Cartagena, e iniciaba una cadena de establecimientos, Servando era «figura» en el Madrid nocturno, tan reducido y en el que se conocía de nombre a todo el que era capaz de gastar unos miles. Servando fundió su próspera hacienda en juergas multitudinarias. Era de los que llegada la hora de retirarse la orquesta en Casablanca o Pasapoga, sus locales favoritos, cierran el local con «barra libre para todos los que quedan», y «que siga la orquesta por mi cuenta». Era difícil saber a quién ponía más contento, si a las fulandrusquillas que aún no habían ligado, a los noctámbulos gorrones, o a los músicos que deseaban horas extraordinarias. De las primeras y de los convidados sabemos poco porque no actuaban en agrupación; los músicos le adaptaron ramplonamente la letra de un pasodoble: «Servando eres el más grande…», sobre el de Marcial Lalanda. Con él iniciaban la prórroga de su actuación, y muchas veces lo tocaban al verle entrar en el local; entrada que ya se encargaba Servando de hacer notoria. La salida tampoco pasaba inadvertida, pues a pesar de que el guarda-coches y el portero se disputaban atenderle, él, erguido su corpachón, la calva reluciente bajo el neón de la fachada, vociferaba. ¡¡Felipeeee!! ¡¡¡Felipeeee!!! Los gritos destemplados no servían más que para despertar a los vecinos de la Plaza del Rey. Entre taxis y coches particulares no pasaban de veinte, y Felipe de todos modos ya estaba esperando a la puerta, «a la orden Don Servando», mientras la florista se empeñaba en cambiar el clavel que le puso a la entrada, «éste ya está ajado». Servando les dejaba hacer, repartiendo propinas desmedidas. No en vano le Llamaban «el rey del calcetín», lo que ahora le daba una cierta base para no dejarse impresionar demasiado por el «Príncipe».

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