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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

Con la Hierba de Almohada (17 page)

BOOK: Con la Hierba de Almohada
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Kaede reflexionó sobre la firmeza con la que Arai actuaba; su forma de proceder había provocado que los hombres le siguieran, y gracias a su actitud había sometido bajo su mando a la mayor parte de los Tres Países. Ella tenía que mostrar una entereza semejante. Cierto era que Arai respetaría la alianza que habían sellado, pero ¿qué ocurriría si alguien ocupara el lugar de Kaede? ¿Se negaría Arai a librar una guerra contra ella? La joven no podía permitir que los suyos fueran aniquilados; no consentiría que sus hermanas fueran tomadas como rehenes.

La muerte aún la estaba reclamando, pero la nueva fuerza que guardaba en su interior no le permitía responder a tan siniestra llamada. "Es verdad, estoy poseída", pensó, mientras salía a la veranda para dirigirse a los hombres reunidos en el jardín. "Qué pocos son", se sorprendió, recordando las numerosas tropas que su padre había tenido al mando cuando ella era niña. Diez de los hombres pertenecían al ejército de Arai: eran los que Kondo había elegido; el resto, unos 20 más, servían a los Shirakawa. Desde su regreso, Kaede se había ocupado de informarse sobre la posición que cada uno de ellos ocupaba y los rasgos más relevantes de su personalidad; también conocía a todos por su nombre.

Shoji fue uno de los primeros en llegar y en postrarse ante el cadáver de su señor; en el rostro del lacayo se apreciaba la huella del llanto. Después, se colocó en pie al lado derecho de Kaede mientras Kondo lo hacía a la izquierda. La joven se percató del respeto que Kondo demostraba por Shoji, aunque sabía que tal deferencia era una farsa, como lo eran todas sus acciones. "Pero él mató a mi padre para protegerme", pensó, "y ahora existen vínculos entre nosotros. ¿Qué precio tendré que pagar a cambio?".

Los hombres se arrodillaron frente a Kaede, con la cabeza baja, y acto seguido se sentaron sobre los talones para escuchar las palabras de su señora.

—El señor Shirakawa se ha quitado la vida -anunció Kaede-. Fue su propia decisión y, a pesar de mi dolor, debo respetar y honrar su voluntad. Mi padre deseaba que fuese su heredera, y por ese motivo me instruyó como si yo fuera varón. Ahora me dispongo a cumplir sus deseos.

Hizo una breve pausa, y le pareció escuchar las últimas palabras de su padre: "Me has corrompido por completo. Ahora... ¡hazme morir!".

Pero Kaede no se amedrentó; por el contrario, los hombres que la observaban advirtieron que irradiaba un intenso poder que iluminaba sus ojos y confería a su voz una firmeza irresistible.

—Pido a los hombres de mi padre que me juren su lealtad como un día hicieron con él. Puesto que el señor Arai mantiene una alianza conmigo, deseo que aquellos que le servís continuéis a mi servicio. A cambio, os ofrezco protección y la posibilidad de algún ascenso. Tengo la intención de consolidar el dominio de Shirakawa, y el próximo año me haré cargo de las tierras de Maruyama que me han sido legadas. Mi padre será enterrado mañana.

Shoji fue el primero en caer de rodillas frente a Kaede. Kondo le siguió, aunque de nuevo la joven detectó algo en él que la inquietaba. "Está actuando", pensó; "la lealtad no significa nada para él. Es miembro de la Tribu. ¿Qué planes desconocidos me tendrán reservados? ¿He de desconfiar de todos ellos? Si descubro que no puedo fiarme de Shizuka, ¿qué será de mí?".

La inquietud atenazó su pecho, pero ninguno de los hombres formados ante ella albergó la menor sospecha. Kaede fue recibiendo el juramento de lealtad por parte de cada uno de ellos y fue observando uno a uno con detenimiento, reparando en sus peculiaridades físicas y en sus ropas; en la armadura y en las armas que portaban. En su mayoría estaban pobremente equipados; las cintas de las corazas se veían rotas y deshilachadas, los cascos estaban abollados y mostraban grietas; pero todos los hombres disponían de arcos y sables, y Kaede sabía que la mayor parte contaba con caballo.

Todos se arrodillaron, salvo dos de ellos. Uno de los dos, un individuo gigantesco llamado Hirogawa, alzó la voz para decir:

—Con mis respetos, señora. Nunca he servido a una mujer y soy demasiado mayor como para empezar a hacerlo -hizo una reverencia con desgana y se dirigió caminando a la cancela mostrando una arrogancia que enfureció a la joven. Un hombre de menor tamaño llamado Nakao le siguió sin pronunciar palabra, sin ni siquiera hacer una reverencia de despedida.

Kondo volvió la vista hacia ella.

—¿Señora Otori?

—Mátalos -ordenó ésta, consciente de que debía mostrarse inflexible a partir de ese momento.

Kondo actuó con una rapidez inusitada y asestó un sablazo a Nakao antes de que éste pudiera darse cuenta de lo que ocurría. Hirogawa, que se encontraba junto a la cancela, se giró en redondo y desenvainó la espada.

—Has quebrantado tu lealtad y debes morir -le gritó Kondo.

El hombre de enorme tamaño soltó una carcajada.

—Ni siquiera perteneces a Shirakawa. ¿Quién va a prestarte atención?

Hirogawa empuñó su arma con ambas manos, preparado para atacar. Kondo dio un rápido paso hacia delante, y blandió su espada -que era más larga de lo normal- justo a tiempo de frenar con ésta el sablazo de Hirogawa. A continuación, y con extraordinaria fortaleza, apartó hacia un lado el sable de su oponente, empleando su propia espada como si de un hacha se tratase. Acto seguido, la clavó en el vientre desprotegido de Hirogawa y la hoja penetró en la carne como si fuese una cuchilla de afeitar. Y finalmente, mientras el gigantón se tambaleaba hacia delante, Kondo le asestó un último golpe por la espalda.

Luego, apartó su mirada de los moribundos, la dirigió hacia el resto de los hombres, y dijo:

—Yo sirvo a la señora Otori Kaede, heredera de Shirakawa y Maruyama. ¿Alguno de los presentes se niega a servir a mi señora con tanta fidelidad como yo?

Nadie se movió. A Kaede le pareció apreciar un gesto de furia en el rostro de Shoji, pero éste tan sólo apretó los labios y permaneció en silencio.

En reconocimiento al servicio que los dos fallecidos habían prestado a su padre, Kaede permitió que sus familias recogieran los cadáveres y los enterraran; pero debido a que ambos la habían desobedecido, dio órdenes a Kondo para que las desalojara de sus granjas, de cuyas tierras ella pasaría a ocuparse.

—No podías hacer otra cosa -le dijo Shizuka-. Si les hubieras permitido seguir con vida, habrían causado malestar entre tus lacayos o se habrían unido a tus enemigos.

—¿Quiénes son mis enemigos? -preguntó Kaede.

Anochecía, y ambas mujeres se encontraban sentadas en la estancia favorita de la joven señora. Las contraventanas estaban cerradas, pero los braseros apenas mitigaban el frío de la noche, y Kaede se ciñó las túnicas acolchadas que vestía. Desde la sala principal de la residencia llegaban los cánticos de los monjes, que guardaban vigilia ante el difunto.

—La hijastra de la señora Maruyama está casada con un primo del señor Iida llamado Nariaki. Ellos serán tus principales oponentes a la hora de reclamar la propiedad del dominio.

—Pero la mayoría de los Seishuu odia a los Tohan -rebatió Kaede-. Yo creo que me aceptarán sin problema. No en vano, soy la legítima heredera, la pariente más cercana de la señora Maruyama por vínculos de sangre.

—Nadie pone en duda la legitimidad de tus derechos -replicó Shizuka-, pero tendrás que luchar para conseguir tu herencia. ¿No te conformarías con poseer el dominio de Shirakawa?

—Cuento con muy pocos hombres y pobremente equipados -reflexionó Kaede-. Para mantener Shirakawa voy a necesitar un ejército, por reducido que sea, y no me será posible formarlo dada mi escasez de recursos. Necesito la riqueza que Maruyama puede aportarme. Cuando concluya el periodo de duelo, quiero que envíes a alguien a visitar a Sugita Haruki, el lacayo principal de la señora Naomi. ¿Sabes quién es...? Le conocimos en el viaje aTsuwano. Esperemos que todavía esté al mando del dominio.

—¿Quieres que yo envíe a alguien?

—Tú misma o Kondo; enviad a uno de vuestros espías.

—¿Es que deseas contratar los servicios de la Tribu? -preguntó Shizuka, sorprendida.

—Ya cuento con vuestros servicios -replicó Kaede-. Ahora me propongo sacar partido de vuestras habilidades.

La joven señora sintió deseos de interrogar a Shizuka sobre multitud de asuntos, pero se encontraba exhausta y sentía una fuerte opresión en el vientre. "Uno de estos días hablaré con ella", se prometió para sí, "pero ahora tengo que descansar".

Por fin se tumbó en la cama, pero la espalda le dolía, se encontraba incómoda y no lograba conciliar el sueño.

El día había estado lleno de terribles acontecimientos a los que había sobrevivido; pero ahora que los llantos y los cánticos se habían apagado y en la casa volvía a reinar el silencio, se sintió atenazada por un sentimiento de terror. Las palabras de su padre le resonaban en los oídos; tanto su rostro como el de los dos hombres muertos surgían ante sus ojos de forma amenazante. Kaede temió que sus espíritus intentaran arrebatarle el hijo queTakeo y ella habían engendrado. Más tarde logró quedarse dormida, con los brazos rodeándose el vientre.

Soñó que su padre la atacaba, que sacaba el puñal del cinturón; pero, en lugar de clavárselo a sí mismo, se acercaba a ella, la sujetaba por la nuca y le hundía el cuchillo con fuerza. Un dolor insoportable recorrió el cuerpo de la joven, que se despertó con un grito. El dolor que sentía iba en aumento, y sus piernas estaban bañadas en sangre.

El funeral del señor Shirakawa se celebró sin la presencia de Kaede. La criatura que ella esperaba se deslizó del vientre de su madre como una anguila, y a continuación la sangre manó sin cesar. Más tarde apareció la fiebre, que provocó que la visión de Kaede adquiriera tonos rojizos, y que ésta no dejase de balbucear y de atormentarse con espantosas visiones.

Shizuka y Ayame prepararon todo tipo de infusiones de hierbas; después, desesperadas, quemaron incienso e hicieron sonar el gong para ahuyentar a los malos espíritus que poseían a su señora; también llamaron a varios sacerdotes y a una muchacha espiritista para que alejaran a los fantasmas.

Al cabo de tres días parecía que nada se podía hacer por la vida de Kaede. Ai permaneció a su lado en todo momento, y la misma Hana no encontraba consuelo. Entonces, poco antes de la hora de la Cabra, Shizuka salió a buscar agua fresca, y uno de los guardias la alertó:

—Llegan visitantes; hombres a caballo y dos palanquines. Debe de ser el señor Fujiwara.

—No puede entrar -replicó Shizuka-. La casa está mancillada por la sangre y la muerte.

Los portadores colocaron los palanquines en el suelo, en el lado exterior de la cancela, y cuando el señor Fujiwara se asomó, Shizuka se hincó de rodillas.

—Señor Fujiwara, os pido perdón, pero no es posible que entréis en la casa.

—Me han dicho que la señora Otori se encuentra gravemente enferma -replicó él-. Hablemos en el jardín.

Shizuka permaneció de rodillas mientras Fujiwara pasaba por delante de ella; después, se levantó y le siguió hasta el pabellón situado junto al estanque. Él hizo un gesto a sus sirvientes para que se alejaran y entonces se dirigió hacia la doncella.

—¿Es muy grave?

—No creo que sobreviva a esta noche -respondió Shizuka con un hilo de voz-. Hemos probado toda clase de remedios.

—He traído a mi médico -anunció Fujiwara-. Muéstrale el camino y él vendrá después a mí.

Shizuka hizo una reverencia y regresó a la cancela en el momento en que el médico, un hombre de escasa estatura y mediana edad, de aspecto amable e inteligente, estaba saliendo del segundo palanquín. Ella le condujo hasta la habitación en la que yacía su señora, y el corazón de la doncella se encogió al contemplar la pálida piel y la mirada perdida de la enferma. Kaede respiraba de forma acelerada y de vez en cuando emitía un grito agudo, posiblemente fruto del dolor, o tal vez del miedo.

Cuando Shizuka regresó junto al señor Fujiwara, éste se encontraba de pie mirando hacia un extremo del jardín donde las aguas del arroyo se desplomaban sobre unas rocas. El aire empezaba a enfriarse, y el sonido de la cascada resultaba triste y desamparado. Shizuka se arrodilló otra vez y esperó a que él tomara la palabra.

—Ishida es muy competente -dijo Fujiwara-. Aún existen motivos para la esperanza.

—La generosidad del señor Fujiwara es extrema -murmuró Shizuka, cuyo pensamiento volvía continuamente al pálido rostro de Kaede y a su mirada perdida. Sentía deseos de regresar junto a ella, pero no podía marcharse sin el permiso del noble.

—No soy un hombre generoso -replicó éste-. Actúo movido por mis propios deseos, por puro egoísmo -exhaló un profundo suspiro y continuó, casi hablando para sí-: Su persona, su vida entera, me afectan de una forma que nunca antes he experimentado. No acierto a dar una explicación, ni siquiera a mí mismo. Por ella siento admiración y lástima, en la misma y formidable proporción. No puedo decir que la ame -nunca he sentido deseo por las mujeres-, pero quiero poseerla de algún modo. Quizá lo que busco es verme reflejado en la mujer más bella y extraordinaria de cuantas he conocido.

—Todo aquel que la ve queda cautivado -susurró Shizuka-, pero el destino ha mostrado con ella su lado más cruel.

—¡Ojalá pudiera conocer su verdadera vida! -exclamó el noble-. Sé que guarda numerosos secretos, e intuyo que la reciente tragedia de su padre es uno de ellos. Confío en que algún día tú me cuentes la verdad, si es que ella no puede -la voz de Fujiwara se quebró-. La mera idea de que una belleza de tales características pudiera perecer me traspasa el alma -concluyó. A Shizuka le pareció advertir cierto artificio en su voz, pero los ojos del hombre se llenaron de lágrimas-. Si sobrevive, me casaré con ella -aseguró-. De ese modo, la tendré siempre a mi lado. Ahora puedes irte; pero te ruego que le comuniques mis deseos.

—Señor Fujiwara -dijo Shizuka, inclinándose hasta tocar el suelo con la frente y arrastrándose de rodillas hacia atrás.

"Si sobrevive...".

6

Matsue era una ciudad del norte fría y austera. Llegamos a mitad del otoño, cuando el viento del continente aullaba a través del mar, tan oscuro como el hierro. Al igual que ocurría en Hagi, una vez que empezasen las nieves Matsue quedaría incomunicada del resto del país durante tres meses. Era un lugar tan bueno como cualquier otro para someterme a mi adiestramiento.

Durante una semana habíamos caminado sin descanso, siguiendo la carretera que discurría junto a la costa. No llovía, aunque con frecuencia el cielo se encapotaba y cada día era más corto y frío que el anterior. Paramos en numerosos pueblos donde enseñábamos a los niños cómo ejecutar malabares, girar peonzas o realizar los trucos con cuerdas que Yuki y Keiko dominaban. Por las noches siempre encontrábamos refugio en las viviendas de los comerciantes que formaban parte de las redes de la Tribu. Yo solía permanecer despierto hasta tarde, y me dedicaba a escuchar las conversaciones mantenidas entre murmullos, al tiempo que hasta mi nariz llegaban los olores de la destilería o de los productos elaborados con semilla de soja. Soñaba con Kaede y la añoraba con todas mis fuerzas y, a veces, cuando estaba a solas, sacaba la carta de Shigeru y leía sus últimas palabras, aquellas con las que me encargaba que vengase su muerte y cuidase de la señora Shirakawa. Yo había tomado voluntariamente la decisión de unirme a la Tribu, pero incluso en aquellos cercanos días, justo antes de caer dormido, aparecían en mi pensamiento imágenes de los tíos de Shigeru, que permanecían en Hagi libres de castigo; también recordaba a
Jato,
su sable, que permanecía en Terayama.

BOOK: Con la Hierba de Almohada
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