Read Cómo ser toda una dama Online

Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Cómo ser toda una dama (26 page)

BOOK: Cómo ser toda una dama
11.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Buenos días, capitana. ¿Qué tal el hotel? Nunca he pisado uno.

—Buenos días, Sam. El hotel estaba bien, gracias.

Subió al bote y Sam remó para llevarlos al barco. En ese momento, los nervios y la incertidumbre le provocaron una especie de hormigueo en el estómago. Jin debía de estar a bordo, porque de lo contrario Sam no la habría estado esperando en el muelle.

Subió la escala y plantó los pies en la sólida cubierta de su barco. Su hogar.

—Ahora puedes hacer lo que quieras —le gritó a Sam, que seguía en el agua—. Coge el bote, pero vuelve a mediodía para llevarme a tierra —para negociar un cargamento que llevar de vuelta a Boston, tal como le había dicho a Aidan que haría ese día.

Echó a andar por la cubierta vacía. Sólo el viejo French estaba de guardia, en el alcázar, además de los dos marineros que patrullaban por cubierta. Salvo por esos tres hombres, el barco estaba desierto.

Y salvo por Jin Seton.

El corazón se le subió a la garganta nada más verlo ascender las escaleras. Estaba como siempre, vestido con sencillez, sobrio y apuesto. Perfecto.

La vio y se detuvo al llegar al último escalón. Se miraron el uno al otro, separados por una cubierta matizada por las sombras que la luz matutina arrancaba a los mástiles y las sogas. Con el corazón desbocado, Viola echó a andar, y él hizo lo mismo, hasta que quedaron separados por muy poca distancia. A Viola le dio un vuelco el corazón. ¿Con qué palabras iba a comenzar ese día?

Sin embargo, fue él quien habló.

—¿Cuándo podrás marcharte?

Se quedó sin respiración al escucharlo. Su mirada era muy seria. Se le formó un nudo en la garganta.

—Supongo que esta es tu manera de decirme que has ganado la apuesta.

La mirada de Jin permaneció fija en ella.

Le había hecho el amor y ella le había proporcionado algo de placer, pero cuando hicieron la apuesta él prometió contarle la verdad. Así que esa era la verdad: no había conseguido que se enamorase de ella. Y Viola, a pesar de que sus entrañas protestaban como un huracán, debía atenerse a las condiciones pactadas.

—Puedo estar lista en quince días. Menos no, desde luego —se escuchó decir sin saber de dónde procedían las palabras—. Necesito concluir las negociaciones del cargamento que mi barco llevará a Boston. Y hacer los arreglos pertinentes con mis hombres, por supuesto. Becoua capitaneará la
Tormenta de Abril
de vuelta a Boston y la dejará en manos de
Loco
.

—Lamento que tengas que volver a casa en contra de tu voluntad —se disculpó él a la postre—. Ojalá no fuera así —habló con una sinceridad innegable que a ella se le clavó en el vientre como un arpón—. Viola, yo… —hizo una pausa—. Lo siento.

Lo sentía por ella. Sentía que hubiera perdido la apuesta. Sentía que no hubiera conseguido hacer que se enamorase de ella.

Sin embargo, en ese sentido ella era la ganadora. Porque lo sentía muchísimo más que él. Pero muchísimo más. Porque en ese momento la verdad la golpeó como un foque suelto en una tormenta. Habían pasado muchos días desde que deseó ganar por el motivo que adujo al principio, su negativa a volver a Inglaterra. A esas alturas quería ganar porque eso significaría que él la amaba, y deseaba que eso pasara. Lo deseaba a él. Jin le provocaba un anhelo inexplicable, haciendo que la soledad que la embargaba cuando contemplaba el crepúsculo la consumiera, y sólo él podía calmarla. Estaba enamorada de él. En ese instante, supo que se había entregado a él la noche del incendio no porque necesitara consuelo, sino porque estaba enamorada. Se había enamorado de él mucho antes de que atracaran en Puerto España.

Se había embarcado en un juego muy tonto y había perdido.

—No voy a echarme atrás, si es lo que te preocupa.

—Sé que no lo harás —repuso él.

Tal vez fuera lástima lo que Jin sentía, pero el distanciamiento de esos ojos cristalinos se le antojó mucho mayor en ese momento.

Y en un abrir y cerrar de ojos, la ira se apoderó de ella. Tal vez lo hiciera tan rápido porque había anticipado ese final. En el fondo, incluso la noche anterior, cuando fue a su habitación decidida a seducirlo, supo que perdería. Pero fue a su encuentro de todas formas.

—He alquilado un balandro —continuó él—. Hoy viajaré a Tobago para sacar el dinero de mi banco y pagar la multa de la
Tormenta de Abril
y después compraré un barco para poner rumbo al este. Me han dicho que hay un navío adecuado atracado en Scarborough.

—¿Y por qué no pasamos por Boston para usar tu goleta? —le daba igual si cruzaban el Atlántico en una canoa o en una fragata de cien cañones. Le daba todo igual, en ese momento sólo quería darse de cabezazos contra la pared por lo tonta que era.

Estaba cansada de enamorarse de hombres que no le correspondían. Aidan nunca la había querido. Pronunciaba las palabras y hacía lo correcto. Pero no la trataba con amor. En ese momento, lo veía con más claridad que nunca. Tal vez porque el hombre que tenía delante nunca había pronunciado las palabras ni había hecho lo correcto, pero lo deseaba más de lo que jamás había deseado a Aidan.

Esa debilidad… la enfurecía. Esa terquedad suya. Esa ridícula ceguera. A partir de ese momento, jamás volvería a enamorarse de un hombre hasta que él se hubiera enamorado de ella. Jamás. No ser correspondida dolía demasiado. Le dolía como si le hubieran arrancado las entrañas con un arpón.

—Deberíamos partir antes de que comience la época de las tormentas —replicó él—. Es mejor no retrasar la marcha. La goleta de Boston puede esperar.

—Entiendo —le enviaría una carta a la señora Digby, a sus arrendatarios y a
Loco
para hacerles saber que estaría fuera bastante tiempo. Negociaría un cargamento para que su tripulación lo llevara en el viaje de vuelta y así ganaran algo de dinero. Tenía muchas cosas que hacer y ningún motivo para quedarse allí plantada, llorando la pérdida de una devoción no correspondida, salvo que su cuerpo quería permanecer junto al suyo, como si él fuera el polo y ella la patética aguja de una brújula. Se secó las palmas húmedas en los pantalones—. Debería ponerme manos a la obra si quiero que todo esté listo para cuando vuelvas de Tobago —dijo con brusquedad—. Estarás ausente unas dos semanas, ¿no?

—Sí —sus ojos eran muy gélidos en ese momento.

—De acuerdo —asintió con la cabeza—. Ya nos veremos, Seton.

Pasó junto a él y se dirigió hacia su camarote, donde él le había hecho el amor. Sabía que la estaba observando y esperaba que lo abrumara la culpa por obligarla a hacer lo que no quería. Sin embargo, él no era tonto y los dos sabían la verdad. Jin siempre había sabido que ese sería el resultado. Tal como le dijo en su momento, la apuesta había sido muy infantil.

Y ella había perdido.

Lo había perdido a él incluso antes de tenerlo. Ni toda la rabia del mundo podría mitigar el dolor que eso le provocaba.

—¿El señor Julius Smythe?

Jin levantó la vista del vaso de ron que aferraba en una mano.

—El mismo —respondió con voz monótona.

Todo era monótono en esa especie de licorería tropical, perdida en una de las calles menos transitadas de Tobago. La taberna estaba tan cerca del acantilado, contra el que rompían las olas a unos pocos metros por debajo, que apenas se escuchaba otra cosa. De vez en cuando, el graznido de las gaviotas. Aunque eran más habituales las protestas de su conciencia.

Observó al hombre como si fuera la primera vez que lo veía. De baja estatura y complexión delgada, con el pelo castaño y rizado, la piel de ébano y ojos penetrantes (inglés, africano, español y de las Indias Orientales), parecía un espécimen humano de poca importancia. Un mestizo. No un hombre distinguido. Nadie de renombre. Algo que hacía que fuera muy bueno en su trabajo. Y especialmente útil para Jin desde que se conocieron hacía ya varios años.

Joshua Bose le tendió la mano, una farsa que llevaban a cabo cada vez que se encontraban, por si alguna parte interesada los veía.

—Soy Gisel Gupta —dijo Joshua, al parecer, en esa ocasión era de las Indias Orientales—. Es un placer conocerlo, señor.

Jin señaló la silla que tenía enfrente.

—¿Le apetece tomar una copa conmigo, Gupta?

—Gracias, señor —Joshua se sentó casi con elegancia, sin apoyar la espalda en el respaldo. Dejó una bolsita de cuero en la mesa, sujeta por ambas manos—. Espero que el trayecto hasta Tobago haya sido placentero.

—Ha estado bien —había sido breve, ya que el balandro que había alquilado en Puerto España era una embarcación bastante decente.

—Señor Smythe, la última vez que nos encontramos me encontraba mal informado acerca de la ubicación del objeto que busca.

Jin no mostró su sorpresa, ni su decepción. Esperaba que en esa ocasión Joshua le llevara el cofre. De hecho, había rezado porque así fuera. Sin embargo, las plegarias de los hombres como él caían en saco roto para Dios, ya que para Él sólo contaban las buenas obras. De un tiempo a esa parte, los actos de Jin no habían tenido nada de bueno. Claro que tal vez Dios no existiera. Eso explicaría muchas cosas.

—Vaya —se limitó a decir.

—Verá, la información que recibí de mi contacto en Río no me satisfizo. Me indicó que el objeto cambió de manos en Caracas, en 1812, cuando, de hecho y según el itinerario que le proporcioné en agosto, parecía imposible que su correo pudiera estar en semejante zona por esas fechas. De hecho, se encontraba en Bombay.

—Así que en Bombay… —Jin asintió con la cabeza, pensativo. Le daba igual toda esa información. Pero Joshua insistiría en contárselo todo, porque le encantaban los pormenores de su trabajo y no podía decírselo a nadie más.

Jin sólo quería el contenido de ese cofre, si acaso su contenido permanecía en el interior después de dieciséis años. Estaba casi seguro de que ya no estaba allí. Sin embargo, se embarcó en el juego. Se había convertido en un maestro en ese tipo de juegos. Como el que había jugado con Viola Carlyle tres días atrás, en la cubierta de la
Tormenta de Abril
, antes de abandonar Trinidad.

El tabernero dejó un vaso sucio en la mesa y miró con el ceño fruncido el vaso lleno de Jin. A continuación, torció el gesto y soltó la botella sobre la mesa con un golpe seco antes de alejarse.

Joshua se metió la mano en el bolsillo de su chaleco y sacó un pañuelo. Con mucho cuidado, limpió el vaso, dobló el pañuelo y lo devolvió al bolsillo, y después le acercó el vaso a Jin para que se lo llenara. Tras esto, dio un sorbo y dejó el vaso en la mesa.

—Como he dicho, esta información no me satisfizo. De modo que fui a Río para averiguar la verdad en persona —estuvo a punto de esbozar una sonrisa—. Me alegro de poder decir que en Río descubrí lo que sabíamos desde el principio.

A Jin le dio un vuelco el corazón. Aflojó un poco la presión que ejercía sobre el vaso.

—¿En serio?

Joshua resopló y, en esa ocasión, esbozó una sonrisa.

—Pues sí. Si me permite, señor, ¿puedo decirle lo feliz que me siento al ofrecerle la información por la que me contrató hace tres años?

—Se lo permito.

Una gaviota se lanzó en picado hacia la orilla, como si fuera una estela en el cielo azul. El viento azotaba las hojas de palmera que cubrían el tejado de la taberna y el sol abrasaba todo lo que no protegía el local. Debido a ese momento, fuera cual fuese el resultado de su búsqueda, siempre recordaría ese lugar. Su maldición consistía en recordar lo que era mejor olvidar, como la mujer a quien había llamado madre y lo último que ella le había dicho antes de permitirle a su marido que se lo llevara para venderlo en el mercado de esclavos.

—¿Dónde está, Gupta?

—En posesión de Su Ilustrísima el obispo Frederick Baldwin, ministro de la Iglesia anglicana —se removía en la silla, a todas luces orgulloso—. En su residencia de Londres, señor. Lleva allí varios años, como parte de una colección de objetos orientales.

Londres. No en una tierra lejana. No perdido para siempre, destruido como debieron destruir el resto de pertenencias de su madre cuando murió cinco años después de que se deshicieran de su hijo bastardo.

En Londres. Donde también estaría él a finales de verano, después de que llevara a Viola junto a su familia, en Devonshire.

—Se lo agradezco, Gupta —se puso en pie—. ¿Adónde quiere que le envíe sus honorarios?

Joshua parpadeó y puso los ojos como platos. Jin supuso que debería recompensarle con algo más, con alguna demostración de satisfacción o de emoción. Pero en ese momento no tenía ánimos para ello.

Tras menear la cabeza una vez, Joshua se puso en pie y se colocó la bolsita debajo del brazo.

—Al lugar de costumbre, señor Smythe.

Jin le tendió la mano.

—Ha sido un placer hacer negocios con usted, señor Gupta.

—Lo mismo digo, señor. Espero que no se olvide de Gisel Gupta la próxima vez que necesite algo.

—Me pondré en contacto con usted.

Joshua se alejó de la mesa.

—Gupta, un momento. Sí que necesito algo de usted. En Boston.

—Por supuesto, señor. Boston es una bonita ciudad.

—Necesito que busque a un marinero y hable con él en mi nombre. Se llama
Loco
.

Dos minutos después, Joshua se abría paso entre las mesas y las sillas para salir al patio empedrado, donde le esperaba su caballo, y se alejó.

Jin miró el vaso de ron que no había tocado. Bien podría darse el gusto de celebrarlo. Llevaba tres años pagándole a Joshua Bose para que encontrara el cofre. Durante veinte había pensado en él, imaginándose que contenía su salvación, la clave para descubrir su verdadera identidad. En ese momento, por fin sabía que estaba al alcance de su mano. Sin embargo, no le apetecía beber ron, ni ningún otro licor que le habían puesto por delante en los últimos tres días.

Tres días, y el dulce y apasionado sabor de Viola aún perduraba en su lengua. Tres días, y todavía no había conseguido eliminarla de sus sentidos. Tres días, y ya tenía la sensación de que habían pasado mil años.

Aún la deseaba. Deseaba que lo tocase, con las manos y con esos dulces labios; y deseaba ver esos ojos nublados por la pasión y el deseo mientras la hacía suya. La deseaba de nuevo. Maldito fuera, la deseaba todos los días, durante un mes. Durante un año. Se ordenó dejar de pensar en ella. No lo había conseguido.

Castle la seguiría a su casa, estaba seguro. Se había cruzado con el plantador, cuando este se dirigía hacia la
Tormenta de Abril
y él dejaba Puerto España.

BOOK: Cómo ser toda una dama
11.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Wolf Blood by N. M. Browne
Burned by Jennifer Blackstream
His Desire, Her Surrender by Mallory, Malia
The Last American Man by Elizabeth Gilbert
Addicted by Charlotte Featherstone
Winter Run by Robert Ashcom
Child of Promise by Kathleen Morgan