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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (35 page)

BOOK: Cautiva de Gor
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La miré.

—Llevas el talmit de Kajira —le dije.

—La primera de las esclavas de trabajo —explicó— había sido vendida poco antes de mi captura. Había habido disensiones y facciones entre las muchachas, puesto que cada una de ellas quería que una de sus muchachas fuese la primera. Yo era nueva. No conocía a ninguna. Rask de Treve por decisión propia, y porque por alguna extraña razón yo le merecía confianza, me colocó por encima de ellas.

—¿Voy a ser una esclava de trabajo? —pregunté.

—¿Esperabas ser enviada a la tienda de las mujeres?

—Sí —respondí. Sí que era cierto que en realidad esperaba vivir en la tienda de las mujeres y no en un oscuro cobertizo, entre esclavas de trabajo.

Ute se echó a reír.

—Eres una esclava de trabajo —dijo.

Bajé la cabeza.

—Tengo entendido que te capturaron al sudoeste del pueblo de Rorus.

No dije nada.

—Por lo tanto todavía estabas buscando mi pueblo, Rarir

—¡No! —grité.

—Desde donde habrías ido en busca de la isla de Teletus.

—¡No, no!

—Y una vez en la isla te habrías presentado ante mis padres adoptivos diciendo que eras mi amiga.

Negué violentamente con la cabeza, aterrorizada.

—Quizás ellos incluso te hubiesen adoptado, en lugar mío, como hija suya —sugirió Ute.

—¡Oh no! ¡No, Ute! ¡No!

—Tu vida entonces hubiera sido mucho más fácil y placentera.

Llena de espanto, puse mi cabeza a sus pies.

Ute se inclinó sobre mí y me cogió por el pelo y, retorciéndolo, tiró de él hacia arriba.

—¿Quién traicionó a Ute? —inquirió.

Yo sacudí la cabeza, negándolo.

—¿Quién? —repitió.

Yo no podía hablar, de lo aterrorizada que estaba, pero negué con la cabeza.

—¿Quién?

—Yo —grité—. ¡Fui yo!

—¡Habla como una esclava! —ordenó.

—¡El-in-or traicionó a Ute! —grité—. El-in-or traicionó a Ute.

—Es una esclava despreciable —dijo una voz detrás mío.

Me di la vuelta como pude y vi, llena de consternación, a Rask de Treve. Bajé los ojos y rompí a llorar.

—Tal como tú dijiste —comentó Rask a Ute—, es una esclava despreciable.

Ute apartó las manos de mi cabello y yo bajé la cabeza.

—Es una embustera, una ladrona y una traidora —dijo Rask de Treve—. No es más que una esclava despreciable e inútil.

—Sin embargo —dijo Ute— en un campamento como éste, podemos encontrar cosas que una muchacha como ella puede hacer. Hay muchas tareas serviles en las que podría aplicarse.

—Ocúpate de que trabaje duro.

—Lo haré, amo.

Rask de Treve se alejó de donde yo me hallaba arrodillada, dejándome con Ute.

La miré con lágrimas en los ojos. Moví la cabeza.

—¿Se lo has dicho? —susurré.

—Él me ordenó que hablara y yo, como esclava, tuve que obedecer.

Seguí sollozando y moviendo la cabeza.

—Tu amo te conoce bien, esclava —dijo Ute sonriendo.

Bajé la cabeza, llorando.

—No, no.

—¡Guarda! —llamó Ute.

Un guarda se acercó.

—Desata a la esclava.

Alcé mis muñecas atadas hacia el guarda y él deshizo los nudos. Seguí arrodillada.

—Puedes dejarnos ahora —dijo Ute al guarda y éste se alejó.

—¿Soy verdaderamente una esclava de trabajo? —pregunté.

—Sí.

—¿Estoy bajo tu autoridad?

—Sí.

—¡Ute! ¡No quería traicionarte! ¡Estaba asustada! ¡Perdóname, Ute! ¡No quería traicionarte!

—Entra en el cobertizo. Esta noche tendrás trabajo en la cocina. Pero no comerás hasta mañana.

—Por favor, Ute —lloré.

—Entra en el cobertizo, esclava.

Me puse en pie y, desnuda, entré en el oscuro cobertizo, Ute cerró la puerta detrás mío, dejándome en la oscuridad. Oí cómo se corrían los cerrojos, uno tras otro, y los candados cerrarse.

El suelo estaba sucio, pero aquí y allí, bajo mis pies, sentí una barra metálica. Caí de rodillas y palpé el suelo. Bajo la porquería, y en algunos lugares al aire libre, había un pesado entramado de barras.

Las muchachas que fuesen encerradas en aquel cobertizo no podrían excavar un túnel hacia la libertad.

No había posibilidad de escapar.

De pronto, encerrada allí dentro, sola en la oscuridad, sufrí un ataque de pánico.

Me lancé contra la puerta, y comencé a golpearla con los puños en medio de aquella oscuridad. Luego, llorando, me dejé ir sobre mis rodillas y la arañé con las uñas.

—¡Ute! —lloré—. ¡Ute!

Luego me arrastré hasta uno de los lados de la puerta, y me senté con las rodillas dobladas bajo la barbilla. Me sentí sola y desgraciada.

Oí el sonido producido por un pequeño urt que correteaba por el cobertizo.

Grité.

Luego me quedé callada, sentada en la oscuridad con las rodillas debajo de la barbilla.

Ute, en contra de lo que yo temía, no fue particularmente cruel conmigo.

Me trató con justicia, del mismo modo que quiso que lo hicieran las demás muchachas. No parecía que yo fuese quien la había hecho caer en manos de los esbirros de Haakon de Skjern.

Yo trabajaba mucho, pero no me pareció estar haciendo más que ninguna de las demás. Sin embargo, Ute no me dejaba huir de mis tareas. Cuando me hube recuperado de mis temores de que se vengase de mí por haberla traicionado, me di cuenta de que me molestaba algo el que no me tratase con algo más de favoritismo que a las demás. Después de todo, hacía muchos meses que nos conocíamos y llevábamos juntas desde mucho antes que Targo cruzase el Laurius en dirección norte hacia el campamento de la ciudad de Laura. Sin duda, algo así debía de tener su importancia. No es que yo fuera una desconocida para ella, como las demás. Y, sin embargo, a pesar de estas consideraciones, ¡no me trataba con ninguna deferencia! Me consolaba pensando que algunas de las otras que trataban de ser particularmente agradables con Ute, que intentaban de insinuarse a su favor, eran tratadas con la misma frialdad. Nos trataba a todas por igual. Se mantenía alejada de nosotras. Ni siquiera dormía o comía con nosotras, sino en el cobertizo de la cocina, en el que la encadenaban durante la noche. Todas la respetábamos. La temíamos. Hacíamos cuanto nos decía. Tras ella sabíamos que estaba el poder de los hombres; sin embargo, no nos gustaba demasiado, puesto que era nuestra superior.

En la medida que me era posible, por supuesto, procuraba evitar algunas de mis tareas, o las hacía de cualquier manera para así evitarme jaleos y trabajos. A pesar de todo, me pilló una vez con una cacerola grasienta que yo no había fregado bien.

—Trae la cazuela —me dijo.

La seguí a través del campamento. Nos detuvimos junto a los mástiles que ya había visto.

—Las muñecas de la muchacha —dijo— se atan y a continuación se la suspende por ellas y se la deja colgando del mástil más alto. Se le atan los tobillos que se sujetan a la anilla de hierro, a unos centímetros del suelo. Así no se mueve demasiado.

La miré con la cazuela en la mano.

—Éste es el mástil del látigo. Ahora puedes irte, El-in-or.

Di media vuelta y me dirigí corriendo al cobertizo de la cocina para limpiar la cazuela. Después de aquello rara vez dejé algo por hacer y generalmente realizaba mis tareas lo mejor posible.

Sólo se me ocurrió más tarde que Ute no me había hecho azotar.

Durante el día era frecuente que los tarnsmanes de Rask de Treve estuviesen volando. Entonces el campamento parecía muy tranquilo.

Ellos se dedicaban al trabajo de los tarnsmanes de Treve: atacar, saquear y conseguir esclavas.

Alguna de las muchachas gritaba
«¡Ya regresan!»
, y nosotras, vestidas con nuestras túnicas de trabajo, corríamos impacientes al centro del campamento para saludar el regreso de los guerreros. Muchas reían y agitaban sus manos y saltaban o se ponían de puntillas. Yo no demostraba la misma emoción, pero a mí también me emocionaba su regreso. ¡Qué gallardos resultaban aquellos magníficos hombres! Lo que más me estremecía era contemplar el regreso de su líder, el poderoso, el sonriente Rask de Treve. ¡Cuánto me complacía verle traer una muchacha nueva sobre la silla de su tarn, un nuevo trofeo! Tanto las demás chicas como yo las mirábamos con escepticismo y las comparábamos con nosotras, pero ellas nunca salían beneficiadas de la comparación.

Muchas de las muchachas se dirigían a algún guerrero en particular, con los ojos brillantes, saltando para alcanzar los estribos, aupándose para poner sus mejillas contra el nuevo cuero de sus botas. Y más de una era izada hasta la silla para ser abrazada y besada antes de ser devuelta al suelo.

Cuando los tarnsmanes regresaban con sus cautivas y su botín, había una fiesta.

Yo servía en aquellas fiestas, pero cuando llegaba el momento de sacar las sedas para las danzas y los cascabeles de los pesados y adornados baúles, me enviaban al cobertizo para ser encerrada, sola.

Por la ranura de debajo de la puerta oía la música, las risas, los gritos de protesta de las chicas, y los gritos de satisfacción, de victoria de los hombres.

Pero ningún hombre había pedido por mí. No me deseaba ninguno.

En el fondo me alegraba de que me ahorrasen el ignominioso uso al que eran sometidas las otras chicas. ¡Cuánta lástima sentía por ellas! ¡Cuánto me alegraba de no compartir su destino! Gritaba de rabia y tomando puñados de porquería, los arrojaba contra las paredes interiores del cobertizo dentro del que estaba encerrada.

En la tercera o cuarta hora de la mañana, una a una, las chicas, a quienes habían retirado las sedas, regresaban al cobertizo. Qué espabiladas parecían, qué poco fatigadas. ¡Cuánto hablaban las unas con las otras! ¡Cuánto reían! ¡Qué vitales parecían! ¡Había que trabajar al día siguiente! ¿Por qué no se iban a dormir? Algunas cantaban bajito. Otras pronunciaban el nombre de algún tarnsman llenas de placer.

Yo hundía mis puños en la porquería del suelo, enfadada.

¡Pero si estarían exhaustas a la mañana siguiente! ¡Entonces sí que se sentirían desgraciadas! ¡Por la mañana, Ute tendría casi que utilizar el látigo para hacerlas salir del cobertizo!

Me alegraba de que nadie hubiese querido tenerme a su lado y me puse a llorar.

En ocasiones acudían visitantes al campamento, aunque es fácil suponer que esas personas eran de la confianza de Rask de Treve.

Por lo general, eran comerciantes. Algunos traían comida y vino. Otros llegaban para comprar el producto de los saqueos de los tarnsmanes. Algunas de mis compañeras de trabajo fueron vendidas, y otras capturadas, llegadas a lomos de tarns, ocuparon sus lugares, quizá para también ser vendidas, llegado el momento.

Cuando me era posible, me las arreglaba, mientras realizaba mis tareas diarias, para pasar frente a la tienda de Rask de Treve.

A veces veía a la muchacha de cabello moreno, vestida de sedas rojas y los dos brazaletes en el tobillo izquierdo, al pasar por la tienda. Otras veces, veía a otras chicas. En una o dos ocasiones vi a una impresionante rubia vestida de seda amarilla. Parecía que a Rask de Treve le gustaban las muchachas hermosas.

¡Le odiaba!

Una tarde, cuando llevaba unas tres semanas en el campamento, Rask y sus hombres volvieron de una incursión realizada muy al norte.

Había asaltado el campamento de esclavas de su viejo enemigo Haakon de Skjern.

¡Entre las nuevas muchachas llegadas al campamento se encontraban Inge y Rena de Lydius! No había capturado a Lana. Inge y Rena eran las únicas que conocía entre las recién llegadas.

La mañana siguiente a su captura, como sucediera conmigo, ellas y las demás recibieron sus collares. También ellas, como yo, pasaron su primera noche en la tienda de las mujeres. Después de la ceremonia del collar, sin embargo, fueron enviadas al cobertizo. Cuando Rask le puso el collar a Inge, acarició su rubia melena. Parecía orgulloso de ella. Y ella se atrevió a poner su mejilla contra la mano de Rask. ¡Qué atrevida se había vuelto! ¡La que una vez perteneciera a la casta de los escribas era tan sólo una esclava lasciva y que no tenía vergüenza! ¡Me hubiese gustado arrancarle los ojos y el cabello! ¡Cuánto me alegré yo y qué sorprendidas se quedaron ellas cuando él las envió al cobertizo, donde les darían túnicas para vestirse, y se encontrarían convertidas en esclavas de trabajo del campamento!

¡Cuánto se alegraron Inge y Rena cuando las obligaron a arrodillarse frente a Ute!

Pero Ute ni siquiera las dejó levantarse.

La miraron llenas de espanto.

—Yo soy Ute. Soy la primera entre las esclavas de trabajo. Me obedeceréis. Seréis tratadas exactamente como las demás muchachas, ni mejor, ni peor. Si no me obedecéis con exactitud y prontamente en todo aquello que os indique, seréis azotadas.

La miraron sin acabar de entender.

—¿Habéis comprendido?

—Sí —dijo Inge.

—Sí —dijo Rena.

—La esclava El-in-or —dijo Ute—, que se acerque.

Yo había intentado ocultarme en la parte de atrás. A la orden de Ute, me acerqué hacia delante.

—Ésta es una de mis muchachas, como vosotras. No seréis crueles con ella.

—¡Ute! —protestó Inge—.

—Porque si no, os haré azotar.

Inge la miró con rabia.

—¿Lo habéis entendido?

—Sí —dijo Inge.

—Sí —contestó Rena de Lydius.

—El-in-or, acompaña a estas nuevas esclavas y dales túnicas de trabajo, y luego tráelas de nuevo ante mi presencia para que les asigne tareas.

Inge, Rena y las demás nuevas me siguieron y las conduje hasta el baúl que había a un lado del cobertizo, donde les busqué sus sencillos vestidos de color marrón que constituirían su única prenda.

—Pero a mí me entrenaron como esclava de placer —protestó Inge. Sostenía la pequeña prenda doblada entre las manos.

—Póntela —le ordené.

—¡Yo era de casta alta! —exclamó Rena de Lydius.

—Póntela.

Finalmente, ambas quedaron de pie delante mío con sus nuevas ropas puestas.

—Resultas una atractiva esclava de trabajo —le dije a Inge.

Apretó los puños.

—Tú también —le dije a Rena.

Me lanzó una mirada llena de rabia, con los puños apretados.

Las muchachas se pusieron sus túnicas y luego las conduje a todas de nuevo ante Ute.

Cuatro días más tarde Rask de Treve y sus feroces hombres regresaron de cumplir sus tareas como guerreros.

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