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Authors: Alfonso Mateo-Sagasta

Tags: #Histórico

Caminarás con el Sol (6 page)

BOOK: Caminarás con el Sol
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Pero si tuvimos que echar a suertes para colgar a nuestros compañeros, sobraron los voluntarios para dar muerte a los traidores que se dejaron sobornar por los franceses y les entregaron la torre de Garellano. Su ejecución fue una fiesta, los ensartamos en las picas, los decapitamos y clavamos bien altas sus cabezas para que los franceses las vieran desde su campo.

Aunque la muerte no siempre era el peor castigo.

En más de una ocasión me vi haciendo cosas que nunca hubiera imaginado. He arrancado confesiones vertiendo jarros de agua sobre bocas llenas de paños, he amputado orejas y manos a los ladrones, he visto el efecto de las correas en la piel cuando se aplica la mancuerda, he sentido crujir coyunturas en el potro, he olido la carne quemada con hierros, he oído a presos quedarse sin voz con el tormento del bostezo y el chasquido de los huesos cuando ceden a la presa de los garrotillos. Quizás lo peor de todo fuera aplicar la pena de la rueda. Lo de quebrar las extremidades del reo con una rueda con el canto de hierro, atarle luego a ella e izarla sobre un vástago para abandonar al desgraciado aún vivo como festín de cuervos, es plato difícil de digerir.

Sí, yo vine enseñado a las Indias. Era maestro en mi oficio, y, sin embargo, nada me había preparado para aquella exhibición de refinada crueldad.

Los seis que quedábamos fuimos repartidos entre los guerreros que nos capturaron. A José Fresnedo. Rafael Aguilera y a mí no enviaron a casa de Tekun cargados con los muslos de nuestros compañeros.

En cuanto llegamos a nuestro destino nos obligaron a cavar un agujero en un lateral del patio que formaban las casas del amo, y a llenarlo de leña. Luego nos encerraron en una jaula hecha con cañas gruesas como mi muñeca y cubierta con una techumbre de hojas. Por todo abrigo, nos entregaron unas mantas viejas, sucias y rotas, que a duras penas nos cubrían estando sentados y con las piernas recogidas.

—Ya sé dónde estamos —murmuró Rafael en cuanto cerraron la puerta—; no era una pirámide sino un zigurat, como dicen que fue el de Babel. Dios debió de destruirlo porque en su cima le ofendían con atrocidades como las que hemos visto.

Miré con ternura a mi viejo camarada, tan estricto siempre en asuntos de moral.

Él había sido de los primeros en dejar Salamanca tan pronto Cisneros fundó el nuevo colegio de San Ildefonso en Alcalá de Henares, porque le avergonzaba ver cómo los estudiantes clérigos salmantinos mantenían alojadas a sus mancebas en iglesias y monasterios para esconderlas de la justicia, sin que ningún poder de la Universidad hiciera nada por evitarlo. Claro que eso fue en sus años mozos; luego, el ejército y la guerra fueron modelando otro hombre.

—Babel debe de estar cerca de Tierra Santa —respondí escéptico. Aunque no supiera mucho de geografía. Babilonia no me sonaba a isla.

—¿Acaso no viajamos hacia poniente para llegar a levante? —insistió él.

—Si es así, hemos dado la vuelta al mundo para encontrar el infierno —afirmó José.

El andaluz miraba con aprensión cómo se elevaban las llamas del fuego prendido en el agujero mientras desollaban las piernas de nuestros compañeros y troceaban su carne. Tenía la frente ligeramente fruncida y mantenía la boca entreabierta como si no hubiera salido aún de un pasmo. La barbilla, cubierta por una suave barba trigueña, le empezó a temblar.

—¿Te encuentras bien? —pregunté temiendo un ataque de cuartanas.

—Nos van a comer. Hay que salir de aquí. ¡Tenemos que huir! —gritó, indignado por nuestra pasividad.

Rafael y yo nos echamos sobre él y le tapamos la boca antes de que llamara demasiado la atención.

—Sí, huiremos —susurré como si hablara a un niño—, pero mira a tu alrededor: la selva, el mar. No duraríamos nada, antes debemos recuperar las fuerzas y trazar un plan.

Se extinguieron las llamas y los nativos cubrieron el denso lecho de brasas con grandes piedras planas sobre las que depositaron los paquetes de carne envuelta en hojas de plátano. Luego lo taparon todo con tierra.

Poco a poco habían ido acudiendo indios como buitres a un festín de lobos, y se habían ido situando alrededor del horno. En silencio, no apartaban la vista de él.

A medida que pasaba el tiempo, el ambiente se volvía más tenso, hasta el punto que empezaron a mirarse unos a otros con descarado recelo.

Cuando llegó el momento, un anciano al que todos, incluido Tekun, trataban con gran reverencia, se acercó al horno acompañado por el hombre que troceó y colocó la carne, y antes de destaparlo dijo unas palabras que entonces no entendí, pero que han terminado por serme familiares:

—Abre la boca. Itzam.

Y cuando el otro retiró la tierra y un olor embriagador a carne asada se extendió por toda la aldea, añadió:

—Vean, ya se abrió.

Se produjo un revuelo tremendo. Todos los presentes se levantaron al unísono y se abalanzaron a por un trozo de carne como si fuera su última comida sobre la tierra, al tiempo que unas mujeres sacaban un montón de bandejas repletas de tamales y tortillas. Los que se hacían con un trozo de carne tenían que defenderlo de los demás, y no escaseaban los gritos y los empujones. Algunos casi se quemaban los dedos para hacerse con una parte del botín. Mientras tanto otros indios, ajenos por completo a cuanto ocurría alrededor del horno, sacaron de una de las casas dos grandes artesones llenos de balché, el licor de miel fermentada que había visto consumir en la fiesta de la corte. Los indios que ya tenían su pieza de carne, se acercaban a las artesas a llenar de licor sus calabazas.

Nosotros apenas probamos los tamales que nos dieron, recogido cada uno en sus propios fúnebres pensamientos. Recordé a un marino en un viejo bodegón del puerto de Palos, que tras invitarle a una jarra de aguardiente contó cómo había escapado de la tierra de Got, un lugar habitado por gente vil que gustaba de comer carne sin importarle si era de animales o de hombres. Lo recordé y me pregunté si sería verdad su historia y cómo habría hecho para salir vivo.

La noche fue muy larga. Cuando se saciaron de carne, las mujeres desaparecieron y los hombres se dedicaron sólo a beber. Tan pronto vaciaron las artesas, sacaron dos más. Borrachos, menudeaban las peleas, los forcejeos con las mujeres, o eso deducíamos de los gritos que se oían en las palapas, y las escapadas a la linde de la selva a vomitar y a defecar. O la carne humana era muy indigesta, o algo tenía esa bebida que todos parecían sufrir un ataque agudo de cámaras, pero nada interrumpía la fiesta. Igual que corrían hacia la selva apretándose el estómago, volvían desnudos y con las piernas manchadas de heces para seguir bebiendo.

No recuerdo con exactitud cuántos días pasamos en la jaula, aterrados al principio, sentados en el centro espalda contra espalda para evitar los golpes que amagaban los nativos cada vez que pasaban cerca.

Ya sólo nos quedaba la duda de si habíamos ido a parar a la tierra de Malvaron, donde sacrifican a los hombres ante los ídolos y les dan de comer su carne, o a la de Lamoy, donde viven desnudos en completa promiscuidad sexual y ninguna carne es tan apreciada como la humana. A esa duda se unía la esperanza de que si don Juan de Mandavila había conocido esos países, de algún modo había logrado escapar para dar fe de su existencia.

Escapar. Huir se convirtió en una obsesión, sobre todo para José, a quien la sola idea de acabar hecho cuartos sobre una parrilla le provocaba sudores fríos.

Quería salir de allí como fuera y cuanto antes para volver a casa, armar una flota y regresar de nuevo para no dejar piedra sobre piedra. Rafael, por su parte, tenía dos poderosos motivos, los mismos que al final pesaron en mi decisión de quedarme. El mayor de ellos se llamaba Matías, de ocho años, hijo de una española muerta de viruela cuando el niño apenas había cumplido tres. El segundo era un bebé que había dejado con menos de un año llamado Luca, hijo de una tierna y dulce napolitana. Lo que más le pesaba a Rafael era no haberse casado antes de partir, pero pensaba hacerlo en cuanto volviera. Entretanto. Lucía, la madre del pequeño, le esperaba en Nápoles con las dos criaturas, acogida en casa de su hermano.

Pero por muchas ganas que tuviéramos de escapar. Rafael y yo estábamos de acuerdo en que intentarlo sin saber siquiera hacia dónde era un suicidio, así que una y otra vez lo posponíamos con cualquier excusa.

A medida que pasaba el tiempo se fueron olvidando de nosotros. Unos esclavos nos alimentaban, y una vez al día nos dejaban vaciar el cuenco que usábamos de bacinilla. Nuestro único entretenimiento era observar la vida de la aldea, si es que aquello era una aldea, o un arrabal de la ciudad disperso por la selva. Poco a poco nos hicimos a su rutina. Veíamos pasar hombres de madrugada con herramientas, observábamos a las mujeres atender los huertos, moler y amasar maíz, cuidar a los animales que guardaban en los vallados, hilar y tejer a la sombra de una ceiba. Aprendimos a distinguir a los nobles de los campesinos, y a éstos de los esclavos. En el fondo, su vida cotidiana no era tan diferente de lo que habíamos conocido en nuestros propios pueblos. Tan sólo me llamó la atención que, al igual que en las otras islas, no hubiera animales de carga. Ni asnos, ni caballos, ni bueyes.

El primer indicio de que algo iba a cambiar fue que nos trajeron ropa: un taparrabos, un paño de apenas una cuarta de ancho y varios codos de largo, una manta de algodón y sandalias con taloneras blancas. El cambio nos puso nerviosos; pasamos la noche espantando malos augurios y al amanecer, cuando se acercó Tekun con el guerrero lleno de rayas al que llamaban Kixan, nos temimos lo peor. Pero el susto duró poco. Ninguno llevaba el cuerpo ni el rostro pintado, y traían el pelo recogido en lo alto en una coleta atada con cintas de algodón rematadas con borlas. En esa ocasión me fijé en que ambos tenían las orejas arpadas como si se hubiera ensañado con ellas un gato rabioso. Además, iban armados sólo con arco, flechas y una lanza.

Tekun nos entregó un hacha de pedernal a cada uno y nos indicó que nos uniéramos a un grupo de esclavos que pasaban con las herramientas al hombro.

Muy seguro estaba de sí mismo, porque sólo él y su compañero guiaron la partida por una senda hasta el trozo de bosque delimitado entre cuatro mojones de piedra que querían que taláramos.

Era el mes de agosto, época de lluvias, el mejor momento para desbrozar el monte, cuando los árboles están henchidos de agua y la madera resulta algo más blanda. A fuerza de manejar armas y sogas, yo tenía las manos curtidas como la suela de una bota, pero aun así se me llagaron al primer día, y eso que empezamos por talar los arbustos pequeños. Además, los dedos no habían cicatrizado todavía, y con cada golpe de hachuela era como si me taladraran los pulpejos con agujas. Al amanecer del segundo día apenas podía sostener la herramienta, pero seguí trabajando con las manos envueltas en los jirones de las mantas que nos dieron al llegar. Para remate de cada jornada, hacíamos el camino de regreso al poblado con una carga de leña sobre la espalda.

Por agotadores que fueran los días, aún dábamos gracias por seguir vivos.

En cuanto empezamos a trabajar, nos trasladaron a la palapa de los esclavos.

Allí no había puertas ni vigilantes, ni siquiera nos ataban por la noche. La selva era reja suficiente. Además, siempre estábamos cansados.

Al amanecer nos daban un cuenco de agua caliente con una bola disuelta de maíz, y con eso aguantábamos hasta los tamales y tortillas de la noche.

Entremedias, engañábamos el hambre, la sed y el cansancio con tabaco mezclado con cal y semillas de estramonio. Aparte de la ropa, una calabacita con esos ingredientes fue el primer regalo de nuestro amo, y mi única propiedad durante mucho tiempo. No era difícil de usar. Se hacía una bola con las hebras del tabaco envolviendo un poco de polvo de cal y un par de semillas, y se dejaba pegado a la encía superior para que fuera liberando el jugo, amargo al principio, pero de agradable efecto narcótico.

Pasados los primeros cuarenta días desbrozando el grueso de aquel trozo de bosque, el trabajo se hizo más llevadero. Entre otras cosas, empezamos a turnarnos para atender las milpas sembradas de maíz, y otras con la tierra en reposo y moteadas de árboles frutales. Recogíamos algodón, mangos. Recuerdo un árbol particularmente hermoso que me llamó la atención, alto y derecho como un fresno. Le llamaban xagua. Su fruta parecía una dormidera gigante, pero me encantaba porque el jugo era muy dulce y calmaba en el acto la sed.

Las lluvias se fueron espaciando hasta que llegó la época de la cosecha, allá por los meses de septiembre u octubre, según mis cálculos.

Una mañana nos llevaron a una milpa. El maíz estaba enorme, casi un brazo más alto que nosotros, y en cada planta había varias mazorcas, algunas de las cuales dejaban entrever su fruto amarillo. Mientras Tekun inspeccionaba el terreno, nosotros aguardábamos sus órdenes en la linde junto a Kixan, que ejercía de capataz. Distraído, cogí una mazorca y acaricié la superficie cerosa del maíz. El guerrero me miró de soslayo. Por curiosidad hundí la uña en uno de los granos y entonces Kixan me golpeó el brazo. Solté la mazorca y me cubrí la cara esperando recibir más, pero en vez de eso me pellizcó el hombro con saña mientras gritaba. Yo aún no entendía el idioma, y tardé meses en comprender que para esta gente el maíz, mientras está en la planta, es tan sensible como una persona, y que siente el mismo dolor.

Cuando Tekun se enteró de mi torpeza, me dedicó una mirada larga y cargada de desprecio. Luego dio orden a Kixan de enseñarnos lo que teníamos que hacer: no arrancar las mazorcas, sino doblar las cañas por debajo del elote más próximo al suelo. También tardé en comprender que de ese modo detenían la maduración en su estado óptimo, pero también lograban no tener que recolectar todo el maíz a la vez que impedían que se enmoheciera y se echara a perder en los silos.

La bronca en la milpa dejó claro que cualquier descuido podía costamos muy caro y que más valía que nos esforzáramos en aprender su idioma y en entender sus costumbres. Rafael y yo nos pusimos a ello, él con más facilidad, al fin y al cabo sabía latín y algo de griego y no se le hacía extraño estudiar otra lengua.

José, sin embargo, se reveló como un perfecto inútil incapaz no ya de hablar, sino hasta de entender las órdenes más simples, por lo que siempre andaba pegado a nosotros para evitar un mal encuentro.

En nuestra palapa sólo había hombres, y aunque no todos tenían el mismo origen, las circunstancias habían hecho de ellos una pequeña comunidad hasta cierto punto solidaria. Fue un joven entregado por sus padres como pago de una deuda quien nos enseñó mi primera palabra en su idioma: ppentac, esclavo.

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