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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

21 Blackjack (5 page)

BOOK: 21 Blackjack
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—No ha estado nada mal —dijo Kevin. Al parecer, tanto él como Martínez habían ganado miles de dólares. La mayoría los había ganado su amigo, pero al menos quinientos dólares de beneficios netos los tenía él. Nunca había ganado tanto dinero en toda su vida. Pensó que era hora de tomarse una copa para celebrarlo. Estaba a punto de llamar a una camarera cuando vio que Martínez intentaba decirle algo.

Mientras la crupier colocaba las cartas en un único montón para empezar a barajarlas, Martínez se acercó a Kevin y en voz baja le preguntó:

—¿Te has fijado en las últimas cartas?

—Sí, hemos tenido mucha suerte. Había muchas cartas altas: reyes, reinas, un par de ases. Nos ha ido bastante bien a los dos…

—En realidad —le interrumpió Martínez—, eran diecinueve figuras y tres ases entre ocho cartas bajas sin importancia.

Kevin le miró fijamente. No se había dado cuenta de que Martínez estuviera tan concentrado en las cartas; no se había apuntado nada y ni siquiera había susurrado para sí mismo.

—¿Y?

—Pues que ahora sabes que en la parte superior del mazo sin barajar hay una serie de cartas mayoritariamente altas, unas treinta.

Kevin miró el mazo y observó cómo la crupier lo dividía en dos montones del mismo tamaño. En pocos momentos, el ritual volvería a comenzar, barajaría las cartas una y otra vez hasta que estuvieran totalmente mezcladas.

—Me temo que no te sigo.

Martínez suspiró con ademán de impaciencia.

—Sabes que las cartas altas le dan ventaja al jugador, ¿no?

Kevin se acordó del programa de televisión:

—Claro, porque la crupier no puede plantarse hasta que tenga un diecisiete por lo menos y, si hay más cartas altas, se pasará con más frecuencia.

—Ésa es una de las razones —le volvió a interrumpir Martínez—. También hay más probabilidades de sacar un Blackjack, por el que te pagan el valor de tu apuesta multiplicado por uno y medio. Y también es más probable que puedas doblar. Hay otras razones, pero con ésas ya es suficiente.

Paró un momento y señaló con la barbilla a la crupier, que finalmente había empezado a barajar las cartas.

—Así pues, si supieras que la serie está a punto de salir de la baraja, podrías aprovecharte de la situación, ¿no? Subir tus apuestas básicas, cambiar un poco de estrategia, ganar muchas manos con un montón de dinero encima de la mesa…

Kevin le miró, pensativo. En teoría, tenía sentido, pero el mazo de cartas altas ya había empezado a deshacerse y rehacerse.

—Si supieras que esa serie está a punto de salir… pero ya está barajando las cartas.

—Justo enfrente de nosotros —respondió Martínez sonriendo.

Kevin se dio cuenta de que Martínez había estado observando cómo barajaba mientras hablaban en voz baja. Kevin negó con la cabeza: Martínez no podía ir en serio.

—No es posible que puedas seguir la pista a esas cartas.

—¿Ah no?

Martínez volvió a colocarse derecho en su taburete sin dejar de observar las cartas. Kevin siguió mirándole atentamente.

Al cabo de unos minutos, la crupier terminó de barajar y dejó que Martínez cortara. Volvió a colocar las cartas en el repartidor y el juego se reanudó. Una mano tras otra, siguieron jugando sin sobresaltos; durante un buen rato tanto Kevin como Martínez continuaron más o menos empatados con la banca. Cuando llegaron a la mitad del mazo de cartas, Kevin empezó a relajarse; estaba claro que su amigo había estado riéndose de él. Puso otra ficha de cien en el círculo de apuestas y vio que de repente Martínez había subido su apuesta a mil dólares. Kevin tosió y Martínez primero le miró y luego le sonrió a la crupier:

—Intuyo que voy a tener suerte, Brett. En Corea siempre nos fiamos de nuestras intuiciones.

Brett rió y repartió las cartas. Tanto Kevin como Martínez sacaron un veinte, reyes y reinas. La crupier consiguió un dieciséis y luego se pasó con un diez.

Era sólo el principio.

En las cuatro rondas siguientes, salieron doce figuras y dos ases. Martínez ganó casi seis mil dólares e incluso Kevin consiguió llevarse trescientos dólares más.

Cuando se terminó la partida, Martínez recogió sus fichas y se levantó de la mesa. Kevin le siguió; la cabeza le daba vueltas. Cuando salieron de la zona de grandes apuestas, Kevin agarró a Martínez por el brazo:

—¿Cómo coño has hecho eso?

Martínez llamó a una camarera que pasaba y cogió un par de Martinis de la bandeja. Tras darle una propina de cinco dólares, le dijo a Kevin:

—No es magia, son matemáticas. Se llama
seguimiento
de cartas. Es un ejercicio básico de distribución de probabilidad. Incluso puedes calcular el porcentaje de infiltración de cartas bajas que genera la barajada de la serie. Una vez sabes eso, es cuestión de práctica. Los jugadores expertos pueden seguir un grupo de quince cartas en un mazo de seis barajas sin ningún problema.

Kevin tomó un sorbo de Martini, con cara de asombro. Martínez tenía razón, por supuesto. Era más una cuestión de matemáticas que de magia. Pero, aun así, resultaba increíble. En total, habían ganado casi diez mil dólares… en menos de una hora. Y no había sido mera suerte: era cierto que Martínez había seguido las cartas mientras la crupier las barajaba.

—Luego te cuento más —dijo Martínez, abriéndose camino entre la multitud. Se dirigía hacia otra mesa de Blackjack situada en el otro extremo de la sala principal. Había dos mujeres con exceso de peso sentadas una junto a la otra en los dos últimos taburetes de la mesa, observando el juego. Al otro lado, en el primer puesto, vieron un cuerpo musculoso, con los ojos negros y pequeños y el pelo muy corto. Por fin había llegado Fisher.

—Otra cosa: cuando lleguemos, actúa como si no le conocieras.

Kevin puso los ojos en blanco.

—De acuerdo, señor Kim.

—Hablo en serio —dijo Martínez—. Quédate al lado de la mesa y observa. Te prometo que va a ser un buen espectáculo.

Cuando llegaron a la mesa, Kevin se dio cuenta de que Martínez tenía razón. Las dos mujeres estaban criticando en voz alta al «maldito imbécil» que jugaba en la mesa. Kevin vio que Fisher hacía unas jugadas de Blackjack de lo más raras. La mayoría de las veces robaba tantas veces como podía; en una ocasión, incluso se pasó con cuatro cartas y tras haber conseguido un diecisiete. Después de cada jugada, las dos mujeres le reprendían por hacer unas jugadas tan flagrantemente estúpidas.

—¿Qué diablos hace? —preguntó Kevin a Martínez, susurrando—. ¿Quiere perder?

—Mira lo que apuesta —respondió, negando con la cabeza—. Sólo hay diez dólares en el círculo. Esas manos le traen sin cuidado. Está interpretando un papel, quiere que crean que juega a lo loco. Al mismo tiempo, sigue las cartas, las cuenta en relación con el reparto. Está intentando controlar cómo se reparten para conseguir que le salga una carta determinada.

Kevin frunció el ceño.

—¿Una carta determinada? ¿Qué quieres decir?

—Está sentado en el primer puesto, es decir, en el taburete que está más cerca del crupier. A veces, con algunos crupieres, puedes ver la carta inferior del mazo cuando lo colocan después de barajar. Si te dejan cortar, entonces puedes cortar en un punto preciso, tal vez una baraja entera. Y cuando dejan el mazo en el repartidor, la carta que acabas de ver está exactamente en el punto de corte: es la carta número 52. Si eres bueno, realmente bueno, puedes conseguir que el crupier te reparta esa carta en concreto.

Kevin rió a carcajadas. Una de las mujeres de la mesa le fulminó con la mirada y luego volvió a concentrarse en el juego. Kevin miró a Martínez.

—Es una locura. Incluso si consigues que el crupier te reparta esa carta, ¿cómo vas a poder sacarle partido?

—Depende —dijo Martínez mientras Fisher volvía a robar teniendo ya un diecisiete—. Si ves un as, es más de un 50 por 100 de ventaja. Eso quiere decir, por ejemplo, que si apuestas mil dólares en esa mano, ganas más de mil quinientos dólares. ¿Cuántas apuestas de diez dólares estarías dispuesto a perder para ganar una mano de mil quinientos dólares?

Martínez calló al ver que Fisher había colocado un montón de fichas negras en el círculo de apuestas. Las dos mujeres se quedaron mudas. El crupier, un hombre hispano alto que llevaba un pendiente en la oreja, miró a un hombre trajeado que tenía a su espalda; obviamente era su jefe. El hombre observó desde lejos la mesa, reconoció a Fisher y asintió con la cabeza. Había visto cómo jugaba Fisher, así que sabía que no era una amenaza. «Otro chico rico haciendo tonterías».

El crupier le dio la primera carta a Fisher y ahí estaba: un as de picas. Las dos mujeres comentaron exclamándose la buena suerte que había tenido ese chalado. El crupier repartió las cartas siguientes y Fisher sacó un nueve: tenía un veinte, así que superaba de sobra el diecisiete del crupier.

Fisher recogió sus ganancias, se levantó y les dedicó una sonrisa a las dos mujeres:

—Gracias por su ayuda. Parece que por fin le voy cogiendo el tranquillo.

Luego pasó al lado de Kevin y Martínez y sin mirarlos se dirigió hacia la piscina.

Le encontraron tendido en una tumbona con las manos en la nuca. Llevaba unas gafas de sol envolventes y los bíceps le sobresalían de una camiseta blanca ajustada. Martínez puso dos sillas al lado de la tumbona y Kevin se desplomó en una de ellas; lo que acababa de presenciar le había dejado totalmente perplejo. Empezaba a ver a sus amigos con otros ojos. Siempre había sabido que era prodigios de las matemáticas: Martínez era una leyenda y Fisher le seguía de cerca, pues estudiaba ingeniería molecular antes de dejar el MIT para estar con su hermana. Obviamente, habían decidido utilizar sus habilidades de una forma mucho más innovadora. Habían aprendido algunos trucos de cartas fabulosos y se habían valido de sus capacidades para urdir un plan tremendamente lucrativo.

—Ahora entiendo cómo os pagáis todos esos viajes a Las Vegas —dijo Kevin, quitándose los zapatos—. Vaya exhibición de acrobacias que habéis hecho ahí dentro.

—Números de circo, Kevin —dijo Fisher, ajustándose las gafas—. Seguimiento y corte de cartas. Te dan una buena ventaja sobre la banca, pero no los puedes utilizar con demasiada frecuencia. Normalmente sólo recorremos a esa mierda cuando estamos de vacaciones. No es más que dinero para pasar el rato. La verdadera acción es mucho más sistemática y muchísimo más rentable.

Kevin estaba intrigado, pero también un poco confuso. Miró al otro lado de la piscina y vio el paseo marítimo bajo el sol, la perfecta postal veraniega. Luego volvió a mirar a Fisher y Martínez, sentados con total despreocupación, con los bolsillos llenos de dinero. Pensó en lo mucho que él había trabajado… en el laboratorio, en la universidad, en casa. No era justo.

—¿O sea que os dedicáis a hacer trampas jugando a las cartas?

Martínez se levantó, indignado:

—De ninguna manera. Cumplimos todas y cada una de las reglas y no alteramos ni un ápice la naturaleza del juego. Nos valemos de nuestro cerebro para sacar partido de oportunidades de arbitraje. Con el Blackjack es posible ganar a la casa. Así que nosotros lo hacemos, joder si lo hacemos.

Kevin estaba bastante seguro de que lo que hacían no era tan inocente. Al fin y al cabo, Martínez se había registrado en el hotel con un nombre falso y hacían como si a Fisher le acabaran de conocer en el casino. Pero Martínez tenía razón; lo que había presenciado Kevin no era exactamente hacer trampas, ¿no?

Recordó algo que había leído en la revista de la escuela hacía más o menos un año. Un artículo sobre un club de Blackjack del MIT. Diez o quince chicos, la mayoría de último año, que se dedicaban a poner en práctica un método muy técnico de recuento de cartas. Pero siempre había pensado que era una especie de ejercicio universitario, uno de los muchos cursos optativos sobre cosas raras que se anunciaban en la sala de estudiantes. No se le había ocurrido que pudiera tener alguna aplicación en el mundo real, que alguien lo hubiera puesto en práctica en un casino. Y nunca hubiera pensado que sus amigos estaban metidos en algo así. Parecía demasiado organizado para un par de anarquistas como ellos.

—Es uno de los clubes del MIT, ¿verdad? Leí algo al respecto en la revista: un grupo de cerebritos que juegan a las cartas en la biblioteca.

Fisher rió. Era cierto que podía levantar dos cincuenta en el banco de pesas, pero Kevin sabía que, en el fondo, todos los estudiantes del MIT eran unos cerebritos. Hasta los deportistas habían tenido que sacar sobresalientes en la prueba de acceso de matemáticas.

—Bueno, sí, empezó de esa manera. Una especie de club deportivo, con uniformes y cosas por el estilo. Pero ahora es bastante más que eso.

Kevin se secó el sudor de la frente. El sol pegaba fuerte, pero le daba igual. Había venido a Atlantic City a ver su primer combate de boxeo profesional y ahora ni siquiera podía recordar el nombre de los contrincantes. Sabía que sus amigos estaban a punto de abrirle una puerta a algo nuevo y se moría de ganas de ver lo que había al otro lado.

—¿Cuánto más?

Fisher se quitó las gafas de sol y parpadeó.

—Mucho más de lo que te puedas imaginar.

CINCO

Boston, septiembre de 1994

Kevin notó que le quemaban los pulmones al darse un nuevo impulso contra el agua; con cada brazada llevaba a sus exhaustos músculos un poco más cerca de su punto máximo de resistencia. Su mundo se había reducido a un minúsculo punto, situado a unos pocos centímetros de sus ojos. Estaba plenamente concentrado, balanceando los brazos con elegancia, como su padre le había enseñado, persiguiendo ese punto arbitrario con determinación de atleta. Siempre había podido llegar a ese lugar, a ese estado físico y mental de agotamiento absoluto. Piscina tras piscina, había ido persuadiendo a su cuerpo para que continuara con su ejercicio diario y así seguiría hasta que ya no pudiera avanzar más.

El mes de septiembre llegaba a su término; hacía casi tres semanas que se habían reanudado las clases. El verano de Kevin se había acabado tal como había empezado, sin pena ni gloria; después del fin de semana en Atlantic City, volvió a sus tubos de ensayo y a sus sesiones de natación. Ahora veía a Martínez y Fisher con otros ojos; sin duda, ahora le inspiraban mucho más respeto, pero, pasada la emoción del fin de semana, había decidido olvidarse del tema. Había ido a la biblioteca del MIT para informarse sobre la teoría del Blackjack y había confirmado gran parte de lo que Martínez y Fisher le habían contado. Efectivamente, con el Blackjack se podía vencer a la casa y había gente que se ganaba bien la vida jugando a las cartas. Eran los llamados
contadores de cartas
, jugadores que habían ideado varios sistemas para conseguir una ligera ventaja sobre el casino. Pero, incluso con esa ventaja, no parecía posible que un profesional pudiera alcanzar el nivel de éxito que insinuaban Martínez y Fisher.

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